La anomalía
Tierra de empusas - Olga Tokarczuk
Editorial Anagrama (2025) (Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz)
No esconden lantánidos ni galio ni berilio las tierras raras de Görbersdorf, en la Silesia alemana de hace algo más de un siglo, nombrada Skolowsko en la Polonia de hoy. Sí subyacen mujeres que cambian de forma, narradoras bisbiseantes atraídas por la oscuridad. Tierra de empusas. "Nosotras consideramos que lo más interesante permanece siempre en las sombras, en aquello que no se ve". Una premisa que sugiere una inquietud remarcada en el subtítulo: Historia de terror balneoterápico. El desasosiego sucederá a la indolencia. El giro anunciado.
Sobre un lago subterráneo, a seiscientos cincuenta metros de altitud, rodeado de montañas y de un bosque, se asienta el primer sanatorio para tísicos. Ideado en 1854 por el doctor Hermann Brehmer. Consideraba que los lugares elevados ayudaban a que el corazón vertiera más sangre en los pulmones infectados por los bacilos que Koch descubrió casi treinta años más tarde. "Solo el aire de montaña cura de verdad". Tres de cada cuatro pacientes se restablecían. Un remedio de altura.
El trece de septiembre de 1913, llega a ese balneario Mieczyslaw Wojnicz. Polaco, católico, veinticuatro años, estudiante de Ingeniería de abastecimiento y saneamiento de aguas en Leópolis –Polonia entonces, Ucrania ahora–. Huérfano de madre al nacer, lo envía su dominante padre para que sane de una enfermedad tangible, la tuberculosis, y supere una "anomalía" inconfesable. "Lo invade una sensación familiar de melancolía, habitual en las personas convencidas de su muerte inminente". Le desconcierta ese veredicto sin sentencia firme. La sensación de haberse subido a un tren en marcha solo de ida. "Tapan la vista fumaradas de vapor de la locomotora que ahora se desplaza por el andén". Así comienza su viaje a lo desconocido, como Hans Castorp, en La montaña mágica: "Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de Grisones", Suiza. El saludable Castorp acude a ver a su primo tuberculoso. Prevé una visita de tres semanas. Su tiempo se suspenderá siete años. Wojnicz, sin embargo, vivirá el vértigo de descubrirse.
"Una mano menuda, pálida, exangüe… Toda esa figura produce la inquietante sensación de haber llegado a esas melancólicas montañas desde el más allá". Tokarczuk esparce signos de la peste blanca que padece su personaje y que mataba más que las batallas en el XIX: causaba una cuarta parte de las muertes. Convertía en personas traslúcidas a quienes la padecían. El rubor febril en las mejillas y los labios, la piel nacarina, la delgadez de una mimbre. Las huellas de un mal, el encanto de una belleza lánguida. "La tuberculosis era una enfermedad simbólica". El paradigma, Simonetta Vespucci, muerta de tisis, inmortal con todos los síntomas pintados por Botticelli en El nacimimiento de Venus. Charlotte Brönte falleció -también sus hermanas Emily y Anne- por esta "enfermedad halagadora", como la denominó. La dama de las camelias, Margarita Gautier, de Dumas hijo; La Bohéme, Mimí, de Puccini, o La Traviata, Violetta, de Verdi, exaltan la ficción del hechizo sufriente. "Los virtuosos sólo se vuelven más virtuosos a medida que se deslizan hacia la muerte", idealizó Susan Sontag. Moliére, Bécquer, Chéjov, Kafka, Orwell, Chopin, Vivian Leigh sucumbieron por esta afección que, quizá, enfatizó su sensibilidad creativa. Sin noticias de que padecerla les hiciera mejores.
Tampoco consta esa metamorfosis en Wojnicz. Ni en sus secundarios arracimados en la Pensión de Caballeros, donde se aloja el protagonista por falta de plazas en el edificio principal, y más caro, del sanatorio. "Su padre pensaría que su hijo había ido a parar a un paraíso prusiano en el que, al final, todos los chicos se hacían hombres". Varones preñados de una misoginia cautiva de los cánones de una época, enfrentada al feminismo primerizo de las "impedidas sociales". Testosterona alimentada de estereotipos gestados durante siglos. Tokarczuck enumera sus fuentes testiculares en una nota final: Platón, San Agustín, Shakespeare, Darwin, Nietzsche, Wagner, Joseph Conrad, Freud, Kerouac, Sartre, Yeats… Sorprenden algunos nombres en esa lista. Como "la mujer es, al mismo tiempo, sujeto y objeto", sobra la única que habita en esa residencia tan viril. La encuentran ahorcada al día siguiente de registrarse Wojnicz. Suicidio o asesinato de quien parecía una criada, pero era la mujer del dueño del alojamiento. "En un lugar tan aburrido, la muerte de alguien era una atracción para todo el mundo". Cenan en la mesa donde unas horas antes yació la fallecida. La cosifican y le imputan una propensión a "cometer acciones irreflexivas". Los varones, enardecidos por unas comidas hipercalóricas y un licor elaborado con hongos alucinógenos (lo llama Schwärmerei: encaprichamiento o emoción excesiva), apuran su androcentrismo. Además de diferenciar la dimensión del cerebro, contraponen la voluntad masculina al deseo carnal femenino. El argumento más sibilino nace de la maternidad. "El cuerpo de la mujer le pertenece no solo a ella, sino también a la humanidad… Como da a luz, es propiedad colectiva". Expropian a la mujer de sí misma: "de la mujer puede disponer el Estado". Y desposeerla de su capacidad de decidir, un corolario persistente.
Wojnicz come, bebe y calla. "Aquí me siento alienado y solo". Ni congenia ni contradice los dogmas hombrunos. Hierve la ambigüedad en su interior. "Lo reconcomía cierta inquietud, cierta incomodidad que se había alojado en su alma… que no lo abandonaba nunca". Sintoniza con otro joven, estudiante de arte, postrado por una tisis avanzada, que le advierte de que están en "un lugar maldito". "La niebla adoraba aquellos lugares".
Tierra de empusas rota sobre dos ejes más: un cementerio, "mapa particular del mundo de los vivos", y un bosque, denso como el primer calostro. Los fallecidos en Görbensdorf están enterrados en el camposanto de una localidad aledaña. "Ignoramos la muerte". Pagan para eliminar sus bacilos y revocar la fatalidad. Noviembre nutre, cada año, esa necrópolis. Coincide con el final de la cosecha agrícola y el inicio de la recolección micológica en esos montes. Entre las setas y los árboles, el ingeniero en ciernes descubrirá unas muñecas mitológicas, las tüntschi, mujeres vegetales con las que copulan los carboneros, compendio del macho primario. "El deseo carnal masculino tiene que satisfacerse sin demora, si no el mundo se sumiría en el caos". Pero estas "mujeres que huyeron a las montañas, se han asilvestrado" y vengan a su género. (Una leyenda alpina). La contramisoginia.
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Wojnicz siente una empatía irresistible por esas esculturas forestales. Lo pueden atrapar. Le alertará el zureo de las palomas en el desván de la hospedería, una intimidación que aletea en muchos pasajes. "Reconocía en aquellos sonidos redondos y emplumados sílabas sueltas, medio humanas y medio pajariles". Necesita sanar de la tuberculosis, pero no es su prioridad. Identifica las secuelas del secreto que su cuerpo guarece, imprescindible para descerrojar su espíritu y vagar por un espacio "intermedio", sin maniqueísmo. "La visión del mundo como blanco y negro es una visión falsa y destructiva". La destrucción truena con la Primera Guerra Mundial, donde convergen Tierra de empusas y La montaña mágica. Aquellos tiempos raros.
(Ahora, el mundo estrena un periodo anómalo. Olga Tokarczuk publicó este libro en 2022, antes de volver Trump a presidir Estados Unidos. Pesimista, avisaba: "La democracia es un sistema de apariencias; siempre consiste en una especie de teatro que, no obstante, en el fondo, persigue establecer un líder fuerte que presionará para construir una autocracia". Una casa blanca en una plaza roja constata el augurio. Tiempos necios).
* Prudencio Medel es periodista.