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La Andalucía menos amable y más realista

La tercera clase

Pablo Gutiérrez

La navaja suiza (2023)

La senda de las novelas corales tiene antecedentes en nuestra literatura que encabezan títulos como La colmena o, en otras lenguas, trabajos como el de George R. R. Martin. Sin embargo, no es habitual que se trabaje esta tipología con voces en primera persona (ejemplos hay), sino que suelen plantearse desde la equisciencia o desde voces narrativas asidas a la observación. La tercera clase de Pablo Gutiérrez da la voz y palabra a todo el claustro de un instituto de enseñanzas medias y, en particular, a una clase de tercer curso con breves y efectivas intervenciones. Además, enmarca el lenguaje en la expresividad de la baja Andalucía, creando un retablo sonoro, de reconocible acento.

El instituto se ubica en La Broa, uno de tantos pueblos andaluces que viven del narcotráfico, donde estudiar es un derroche inútil, cuando es bien sabido que vigilar un rato las costas o las carreteras, para dar el agua, o bien descargar los fardos una noche, puede suponer un salario mensual, y a veces, más, mucho más. ¿Para qué estudiar, pues? ¿Qué futuro depara el estudio y la titulación si el futuro es solo parir, descargar, jugarse la vida en una lancha y evitar el talego? En esas zonas, sobre todo en las costas gaditanas, hay institutos se parecen a centros de internamiento: no muy lejos de vallas electrificadas, controles, vigilancia… Al menos, quien escribe, así los conoció como tales hace un par de décadas. En esas zonas, una mente buenista recomendaría más psicólogos y menos profesorado, pero el instituto, como bien manifiesta Gutiérrez (como bien reflexionan las voces de los adultos, que a veces parecen sitiados en la sala de profesores, exilados en ese lugar del que todos quieren escapar), es solo un síntoma de una sociedad desgajada, herida.

El mérito de La tercera clase es la composición del fresco de voces, de breve intensidad, que componen un puzle de casi 200 páginas, para desgranar una historia de tragedia y de microtragedias, que no deja de ser un modo de denuncia y compromiso con un tiempo y un lugar. Aunque las voces de los personajes principales, el canalla Aldo, el hermoso Adil y la niña Valme, no se trasladan al papel (figuran como los propulsores de la tragedia shakesperiana), es a través de los distintos personajes, como en una sucesiva entrevista realizada con secuencias engarzadas de un documental declarativo, donde imaginamos a esos personajes mirando a la cámara, desde la oscuridad velada de la habitación a oscuras, narran y desvelan la historia del incendio y la muerte, nos cuentan fragmentariamente una vida social fragmentada.

Puede ser ese documental a media voz, puede ser un proceso declarativo en un sórdido cuartelillo, pero sea cual fuese la diégesis, ante la mente lectora desfila todo un claustro: se manifiestan sucesivamente el bienintencionado director, el sarcástico bedel, la marchita profesora de Clásicas, la cruda profesora de Ciencias, y tantos otros, casi apagados, como si fuesen vigilantes de un sistema sin remedio, que parece, a su vez, castigarlos y arruinarlos. Frente a ellos, la voz de los chicos y chicas de la “tercera clase”, que son tanto de tercero como de tercera: la excéntrica Dámaris, la avispada Aurora, el cautivador Bento, el despabilado Mauri, el arrinconado Hugo, la enérgica María, el desnortado Nico… Todas las voces son conducidas por Eduardo, que oficia como historiador y cronista.

El vaivén de agosto en un pegajoso Madrid

La tercera clase abunda en el conocimiento de la Andalucía menos amable y más realista, la que vive en la frontera y el subsidio. Merece la pena mostrar esta cara, para poder conocer y elevar acta literaria de nuestra realidad: una realidad muy alejada de los barrios biempensantes de la capital.

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Alfonso Salazar es escritor.

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