Los libros

‘Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular’

'Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular', de Yun Sun Limet.

Lorena Ferrer

Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particularYun Sun LimetErrata naturaeMadrid2016

Un mal necesario. Un castigo divino. Una actividad que dignifica nuestra existencia, o que la enturbia. Una ocupación inevitable. Un alivio. Múltiples definiciones en torno a una sola palabra: trabajo. Percibido como una carga cuando se tiene en exceso, anhelado cuando se pierde, estimulante para algunos, insoportable para otros tantos. En condiciones que se consideran ideales, le dedicamos un tercio de nuestro tiempo diario; sin embargo, pese al papel protagónico que le otorgamos en nuestras vidas, rara vez reflexionamos sobre él a fondo. “Uno lo hace por costumbre y para no pensar”. Así le explica Colin a Chloé —los protagonistas de la disparatada pero lúcida novela de Boris Vian, La espuma de los días— por qué tanta gente acepta, sin cuestionarlo, el dogma de que el trabajo es bueno, sagrado, lo mejor que hay, en lugar de pensar en cómo librarse de esta obligación. Basta con una interrupción de la cotidianidad, un desvío de la costumbre, para que la maquinaria del pensamiento eche a andar y nos lleve a parajes todavía no explorados. Para Yun Sun Limet, el detonante de toda una serie de reflexiones en torno al trabajo fue la enfermedad que la condenó a pasar una larga estancia en el hospital. La quietud impuesta la llevó a replantearse ese elemento tan presente en su vida que, hasta el momento de su total ausencia, había pasado prácticamente inadvertido.

Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular tiene título de tratado, pero no hay en él ni pizca de exhaustividad. La erudición de Limet —quien, además de escribiendo, ha pasado sus días editando las obras de otros y estudiando en profundidad a autores como Jacques Derrida y Maurice Blanchot— aparece destilada en los correos electrónicos que, durante el tiempo que dura su ingreso, les escribe a tres de sus amigos; entreverada con sus pensamientos más íntimos, con sus miedos e inquietudes ante la gravedad de su estado. No pretende ser sistemática ni panfletaria en sus alegatos, no quiere persuadir, tan solo conversar. Atisbar, quizá, en el intercambio con los otros ciertas cuestiones que la enfermedad ha tornado súbitamente importantes. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cómo ser libre? ¿Cómo alcanzar la felicidad? ¿Es posible hacerlo? Y, sobre todo, ¿qué papel juega el trabajo en esta búsqueda? ¿Por qué una actividad por medio de la cual nos ganamos la vida contribuye también a que la perdamos?

Rose, Grégoire y Madeleine, los destinatarios de estas treinta y nueve cartas, no son dentro del libro más que vacíos, huecos entre una misiva y otra por los que, de vez en cuando, se intuye alguna pregunta, se cuela el eco de alguno de sus comentarios. No sabemos apenas nada sobre estos tres interlocutores, pero a través de ellos sí vamos conociendo a la autora; esta utiliza la singularidad de la relación epistolar que mantiene con cada uno para definirse poliédricamente. Por medio de Rose accedemos a su versión más vulnerable, que expresa dolor, sufrimiento, nostalgia, que mira el mundo como si fuera a serle arrebatado y teme que así sea, pero que también teoriza sobre el tiempo que el trabajo le ha robado a la vida y las contradicciones que esta terrible constatación le generan. La correspondencia con Grégoire ahonda en esa vertiente teórica: carta a carta, la estudiosa Yun Sun Limet va hilvanando, como quien imparte la lección, una historia del trabajo que comienza en la maldición lanzada sobre Adán y Eva (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”, Génesis 3:19) y llega hasta la pesadilla burocrática vivida y narrada por Kafka, una figura que le sirve para esbozar, aun de pasada, la intrincada relación del escritor con su trabajo. Mientras tanto, los correos a Madeleine son escasos, pero indispensables para llevar a tierra las reflexiones anteriores. Élise, la hermana de esta amiga, ha perdido su empleo, y Limet le escribe para expresar sus condolencias, enmarcando su desgracia en un drama aún mayor: aquel que supone habernos convertido en recursos humanos en pos del beneficio económico, la despersonalización e intercambiabilidad a la que estamos sometidos dentro del mundo laboral.

Lo personal, lo teórico y lo —terriblemente— real coexisten, pues, en este puñado de páginas. Tres dimensiones que se entretejen para hacer frente a un único miedo: la muerte como horizonte tangible para la enferma. Allí, al borde de un tiempo que se considera demasiado corto y cuyo fin se teme, se extrañan las horas desperdiciadas en un trabajo que, si bien quiere colmar las necesidades materiales, no satisface las verdaderamente esenciales, no responde a la búsqueda de un sentido.

El gesto de Limet no responde a la rebeldía indolente y oblomovista que podemos encontrar en los diarios de autores como Iñaki Uriarte —rentista confeso que se jacta de haber cumplido al menos una promesa en su vida: no volver a levantarse a las ocho de la mañana— o Mario Levrero —cuya adicción a los juegos de ordenador le lleva a dormitar hasta pasado el mediodía y postergar indefinidamente cualquier tipo de obligación cotidiana—; tampoco es la suya una propuesta programática en contra de la servidumbre asalariada, como lo fueron El derecho a la pereza de Paul Lafargue o, más recientemente, La abolición del trabajo de Bob Black. De su escritura, por el contrario, brotan interrogantes, anidan en ella contradicciones no resueltas que hacen bascular a la autora entre posturas enfrentadas. “Todas esas horas consagradas a otros, en beneficio de otros, que tanto he lamentado durante mis tristes noches de hospital, frente a los sin duda pocos años que me quedan por vivir, frente a esos instantes arañados, esos intersticios consagrados a la escritura, finalmente eran necesarias. Ya no las echo en falta. Ellas han hecho posible la escritura de este texto. Hacen posible también la escritura”.

Vano consuelo es, quizá, pensar que el ocio —escribir, jugar, llevar a cabo cualquier actividad libremente elegida— solo puede surgir de la confrontación con el negocio (cuando, en realidad, este último surge de su negación: nec-otium, el no-ocio). Más sencillo, sí, que imaginar un mundo no diseñado en función del trabajo, un universo invertido en el que los instantes lúdicos no deban abrirse camino entre las rendijas previstas por el sistema laboral, sino que impregnen por completo nuestro tiempo. Porque finalmente de lo que estamos hablando es de él: un bien inmaterial que vamos regalando, dejándonos robar, sin percatarnos de su pérdida hasta que el agotamiento es inminente. “Nadie volverá a recorrer tus años, nadie te entregará a ti mismo; la marcha de tu existencia proseguirá sin remontar o interrumpir su curso; no hará ruido, no te advertirá de su rapidez; transcurrirá silenciosa”, advierte Séneca en De brevitate vitae. Yun Sun Limet le sirve de altavoz para sus advertencias: que el tiempo (y el trabajo) pasen con estruendo, que voceen, que hagan ruido. Que no seamos capaces, ni en un solo momento, de pasar por alto su marcha incesante.

*Lorena Ferrer es investigadora predoctoral en Filosofía.

Lorena Ferrer

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