Cine

El 'Quijote' de Gilliam contra los molinos de viento

Jonathan Pryce como don Quijote en la adaptación de Terry Gilliam.

Si tuviera que cumplirse la leyenda que ha acompañado a El hombre que mató a don Quijote desde que el cineasta y Monty Python empezara a trabajar en ella en 1989, todos los cines del mundo desaparecerían antes de este viernes, todas las pantallas arderían en llamas o la única copia del filme se perdería irremisiblemente. Porque el 1 de junio se estrena en salas el filme que ha perseguido al director británico como un mal sueño, cuando se cumplen 20 años del comienzo de la primera (de muchas) preproducciones. Si todo va bien. 

No es que esta etapa final haya sido un camino de rosas. Aunque la película estaba programada para cerrar el último festival de Cannes, a punto estuvo de no poder presentarse en La Croisette. El productor lusofrancés Paulo Branco, que se sumó al proyecto en 2016 y lo abandonó antes del rodaje, había llevado a los tribunales a Gilliam alegando que su empresa, Alfama Films, era quien tenía los derechos del filme, y que por tanto el director de Miedo y asco en Las Vegas o Doce monos no tenía la potestad de estrenarla sin su permiso. Aunque el proceso sigue abierto, los tribunales franceses dictaminaron que la película podía proyectarse en Cannes. El propio Gilliam llegó de milagro al festival francés, tras ser hospitalizado días antes de su inauguración. 

Pese a la larga espera, o precisamente por ella, la película llega a las salas con algún que otro elogio... y un buen puñado de malas críticas. "El hombre que mató a Don Quijote es un fracaso, no solo en relación a su leyenda acumulada, sino en general", escribe Yago García en Cinemanía. "El film pretende ser una exaltación de la fantasía y de la imaginación, pero acaba dibujando el desolador retrato de un cineasta de rutinaria puesta en escena", dice Carlos F. Heredero en Caimán. "El hombre que mató a don Quijote tiene ideas interesantes sobre el arte e ideas horribles sobre las mujeres", titulaba la revista estadounidense Vulture. (No es la única publicación que ha señalado el patinazo en este asunto de un filme en el que los personajes femeninos son únicamente damiselas en apuros, o intereses amorosos del protagonista, que no dudan en tratarse a sí mismas, y literalmente, de "putas".)

El propio Gilliam ha insistido, durante las últimas semanas de promoción, en que no le importan las críticas. Y por una vez quizás sea verdad: tras casi 30 años de trabajo, la opinión de los medios y del público parece quedar casi en segundo plano. "Estamos nerviosos, claro, pero lo importante es haber participado en que la película finalmente se estrene", dice a este periódico Mariela Besuievsky, de Tornasol Films, la productora española tras la película. 

Perdidos en La Mancha

El proyecto de Gilliam habría sido uno de tantos que quedan en el limbo de las películas nunca estrenadas si no hubiera sido por el documental Lost in La Mancha, que retrató la locura que supuso el rodaje de la anterior versión de este Quijote, en septiembre del año 2000. Jean Rochefort era entonces el hidalgo, y Johnny Depp su Sancho, un ejecutivo que viajaba en el tiempo hasta encontrarse al costado del caballero. La historia es conocida: el ruido de los aviones que surcan el aire hasta la vecina base de la OTAN hacen imposible grabar el sonido, una tormenta inunda el set y Rochefort debe retirarse tras sufrir lo que resulta ser una hernia discal. El documental, que debía ser un making off, acaba siendo la única película que nace de aquel intento frustrado. 

El hombre que mató a don Quijote resucita y muere varias veces desde entonces. Por la nómina de actores que podrían haber encarnado a unos u otros personajes pasan Robert Duvall, Ewan McGregor, Jack O’Connell, o John Hurt. El dinero aparece y desaparece. En 2008 parece cuajar una nueva versión, que finalmente se desmorona. Mientras, Gilliam y su coguionista, Tony Grisoni (con quien había trabajado en Miedo y asco en Las Vegas) alteran la trama. Eliminan el viaje en el tiempo (aunque se mantiene en forma de confusas ensoñaciones en la versión final) y convierten la película en lo que parece, finalmente, ser: una reflexión sobre la creación y los efectos de la ficción cinematográfica sobre la realidad. El nuevo Sancho Panza es un director entregado al capital que busca sus raíces en su primera película, una adaptación del Quijote con la que acaba absolutamente obsesionado.  

La "historia de una obsesión"

La llegada de Mariela Besuievsky y Gerardo Herrero, a principios de 2016, sería finalmente lo que lo salvaría del último (o penúltimo) desaguisado. "Entramos para hacer el scouting [la localización de escenarios de rodaje]", precisa Besuievsky, que añade, entre risas: "Claramente la película ya estaba escrita". Les invitó a hacerlo Branco, a quien la productora no menciona por su nombre en toda la conversación. El casting anunciado entonces: Michael Palin como don Quijote (sustituido luego por Jonathan Pryce), Adam Driver como Toby, un director convertido en Sancho Panza. La película debía rodarse en otoño, entre España y Portugal. Branco tenía meses para conseguir 16 millones de euros, el presupuesto mínimo exigido por Gilliam. El periódico francés Le Monde publicó extractos de correos electrónicos entre director y productor, una ristra de negociaciones y acusaciones que llevan finalmente a la ruptura.

Los retos del periodismo cultural, a debate

"Él [Branco] no pudo encontrar la financiación. No lo pudo hacer y directamente hubo un día en que frenó la preproducción, estábamos a ocho semanas del rodaje y lo paró todo", recuerda Besuievsky. Estamos en septiembre de 2016. Parecía que acababa de pasar el último tren del Quijote de Gilliam, que el cineasta tendría que aceptar el fracaso definitivo de su proyecto. Pero ahí entró Tornasol: "Intentamos levantar la financiación que hacía falta, se recuperaron algunos de los contratos que se habían perdido…  Y la película se hizo". Besuievsky habla con orgullo: han roto la maldición. Solo que las maldiciones no existen: "Las cosas tienen solución o no tienen solución".

La productora disipa cualquier misticismo en torno al proyecto: la dificultad para sacar adelante el filme tiene solo que ver, en su opinión, con un presupuesto elevado, unas exigencias notables en la duración del rodaje (12 semanas) y en el campo de los efectos especiales (aunque relativamente poco usados en el metraje final) y una industria que quizás no viera con buenos ojos las experiencias anteriores de Gilliam. "Los directores consiguen dinero en el mercado según sus películas, y si has tenido una o dos que no han sido blockbusters, ya bajas", dice la productora. En su opinión, toda la mitología en torno al proyecto reposa sobre el documental de 2003. "Películas que no salen, como esta, hay muchísimas". Pero Gilliam insistió. "Es la historia de una obsesión. Cualquier otro director hubiera dicho: ok, hagamos otra cosa", concede Besuievsky. Ahora Gilliam podrá dormir tranquilo. Los productores, quizás no tanto. 

 

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