Ciento diez años después del genocidio armenio aún no se ha hecho justicia

El jueves 24 de abril, en el cruce de la calle Arménie y la calle André-Philip, en Lyon, se puso en marcha una pequeña manifestación de entre doscientas y trescientas personas en memoria de las víctimas de un genocidio cometido hace ciento diez años. Más de un millón de armenios del Imperio otomano, pero también otros cristianos como los asirio-caldeos y los griegos pónticos, fueron exterminados por los dirigentes del partido de los Jóvenes Turcos, que buscaban homogeneizar étnicamente el territorio bajo su dominio.
Al micrófono, uno de los organizadores recordaba estos hechos históricos animando a los presentes a gritar “¡Turquía, asesina!”. “No pedimos solo el reconocimiento”, decía, “sino justicia y reparaciones morales, financieras y territoriales”. Ilham Aliyev, el dictador azerbaiyano, también está en su punto de mira. A finales de 2023, este último hizo padecer hambre y literalmente vació de su población el enclave de Nagorno Karabaj, una tierra ancestral armenia, también conocida como Artsaj.
En la marcha, además de los retratos de prisioneros armenios que siguen detenidos en Azerbaiyán, se podían ver pancartas mencionando el territorio. “No es exactamente la misma historia que el genocidio”, opina Alla, una manifestante, “pero es una tragedia que continúa, con la ocupación de un territorio histórico. Y, lamentablemente, el suceso ha suscitado muy pocas reacciones a nivel internacional”.
La fecha del 24 de abril fue elegida para la conmemoración porque esa noche, en 1915, cientos de personas pertenecientes a las élites armenias fueron detenidas en la capital del Imperio otomano, Constantinopla. Por orden del ministro del Interior, Mehmet Talaat Pacha, fueron arrestadas, deportadas a Siria y, en su mayoría, asesinadas. Previamente, en enero, ya se habían cometido ejecuciones masivas contra soldados armenios del Imperio. Posteriormente, se encadenaron toda una serie de decisiones que consistieron en la destrucción planificada de todos los armenios otomanos.
Para comprender cómo se pudo concebir y perpetrar este crimen, hay que remontarse a la situación en la que se encontraba este grupo a finales del siglo XIX.
Una minoría perseguida
Como minoría cristiana dentro del Imperio otomano, los armenios estaban organizados en el marco de un millet. Se trata de una comunidad étnico-confesional con un estatus subalterno, pero con cierta autonomía en la regulación de sus asuntos internos. En 1863, el sultán Abdülaziz les concedió incluso un “Reglamento orgánico de la nación armenia”, que les dotaba de una especie de régimen representativo, con ramas laica y eclesiástica.
Pero esta época también fue testigo de la descomposición del Imperio, que vio cómo se le amputaba parte de sus territorios en los Balcanes y sufría la presión del Imperio ruso en el Cáucaso. La desconfianza del poder otomano hacia sus minorías aumenta y las potencias europeas exigen, sin comprometerse mucho, un mejor trato a las poblaciones armenias. Estas se quejan de la inseguridad, en particular por la apropiación de sus tierras por parte de los kurdos y los refugiados musulmanes de las provincias perdidas del Imperio.
En la década de 1890, la situación se deteriora violentamente. El sultán Abdülhamid II priva a los armenios de su Constitución y deja que las milicias kurdas practiquen el saqueo y el espolio en las provincias orientales y rurales donde se concentran. En 1894-96, las tropas regulares se unen a estas milicias para sofocar la resistencia, que era pacífica. Incitada por las autoridades religiosas, una parte de la población se entrega a expediciones punitivas durante las cuales se cometen violaciones, asesinatos y destrozos con total impunidad. En total, esta ola de masacres se cobra 200.000 víctimas y deja decenas de miles de niños huérfanos.
Algunos analistas ven en ello la primera etapa de un proceso genocida, seguido de otras masacres que anunciaban su fase culminante. En 1909, 25.000 armenios fueron víctimas de una violencia masiva en la provincia de Cilicia, agravada por la intervención del ejército que se suponía debía protegerlos. El régimen había cambiado entretanto, pero las esperanzas liberales depositadas en el poder de los Jóvenes Turcos se vieron rápidamente frustradas. Las demandas de verdad y justicia no encontraron eco.
El partido que acaparaba el Estado, el Comité de Unión y Progreso (CUP), había desarrollado en realidad una ideología autoritaria y ultranacionalista. Esa ideología se intensificó con la guerra mundial y las primeras derrotas. “En su debacle”, escribe la historiadora Claire Mouradian en L'Arménie (edit. PUF, 2024), las tropas turcas se vengaron de los aldeanos armenios, designados como chivos expiatorios por sus oficiales humillados. […] A mediados de abril [de 1915], en Van, la autodefensa de los armenios […] sirvió de pretexto para poner en práctica el plan de erradicación total de la ‘raza’ armenia de sus tierras ancestrales”.
Destrucción en dos fases
Las poblaciones de las provincias orientales fueron, en efecto, el objetivo prioritario de las deportaciones decididas por los dirigentes del CUP. Tras la decapitación de las élites armenias y la ejecución, en general inmediata, de los hombres, el resto de la población —mujeres, niños y ancianos— fue supuestamente “desplazada” a las regiones desérticas de Siria y Mesopotamia, con el pretexto de alejarlos del frente. Los cuadros del partido joven turco participaron en la logística de esta primera fase de destrucción, junto con los reclutas paramilitares de una entidad bautizada como “Organización Especial”.
Cuando las terribles condiciones del viaje no provocaban la muerte, esos escuadrones se encargaban directamente de masacrarlos. Un oficial alemán, testigo de las cometidas en la garganta de Kemakh, describió a “madres enloquecidas lanzándose al abismo detrás de sus hijos y sus maridos. […] Otras suplicaban clemencia o arrojaban a sus hijos al río, donde los cadáveres se amontonaban formando barreras en las orillas. […] Durante tres días… y el sol no se oscurecía”.
La segunda fase de la destrucción de los armenios otomanos se produjo durante el año 1916. Junto con los pocos supervivientes de las provincias orientales, las poblaciones deportadas desde Anatolia occidental y Cilicia, en condiciones menos terribles, fueron internadas en veinticinco campos de concentración. Se habla de unas 500.000 personas, que en pocos meses fueron prácticamente eliminadas en dos campos de exterminio, Ras al-Aïn y Deir ez-Zor.
El historiador Raymond Kévorkian añade, en la obra colectiva Armenia. Un genocidio y la justicia (edit. Les Belles Lettres, 2025), que, paralelamente a una política de eliminación física, el poder joven-turco puso en marcha un programa de “captación sistemática de los bienes muebles e inmuebles de los deportados”. Además del enriquecimiento personal del partido-Estado y su clientela, este programa contribuyó a la desaparición de un grupo oprimido del territorio y a su sustitución por el grupo opresor, una especie de “complemento socioeconómico del genocidio”, según la expresión del especialista.
En aquella época, el término “genocidio” no existía. Sin embargo, los contemporáneos eran muy conscientes de que se trataba de un crimen de naturaleza especial. Los tres principales líderes del régimen joven turco, refugiados en el extranjero tras la derrota del Imperio otomano, fueron condenados a muerte en rebeldía. Como la justicia estatal no hacía su trabajo, los supervivientes armenios se encargaron de ejecutarlos en sus lugares de exilio. Esta operación, escribe Kévorkian, “simboliza la impotencia de las instancias internacionales para castigar a los genocidas en un marco legal”.
Los aliados vencedores de la Primera Guerra Mundial hicieron algunos intentos en este sentido, apoyando la reivindicación de un tribunal superior que juzgara a los criminales unionistas basándose en las “leyes y costumbres de la guerra y leyes de la humanidad”. Las autoridades británicas incluso detuvieron durante un tiempo a criminales unionistas en Malta, con la esperanza de llevarlos ante una justicia fiable. Pero todas estas potencias acabaron transigiendo con un nuevo régimen nacido de las cenizas del Imperio Otomano, el de Mustafa Kemal (Ataturk).
El reconocimiento inconcluso del crimen
Soghomon Téhlirian, el activista armenio que eliminó a Mehmet Talaat Pacha, fue rápidamente absuelto en su juicio en Berlín. En la sala, un joven judío polaco de 21 años, Raphael Lemkin, toma conciencia “del enorme vacío existente en el derecho internacional para abordar estos crímenes de naturaleza inédita”. Convertido en jurista y enfrentado a los crímenes nazis, Lemkin forja el concepto de “genocidio” en un texto recientemente reeditado, y luchará por introducirlo en el derecho internacional.
Lo consiguió con el Convenio de las Naciones Unidas para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, aprobado en 1948. Sin embargo, como señala Vincent Duclert en la obra escrita conjuntamente con Raymond Kévorkian y Thomas Hochmann, este convenio “no menciona ningún caso histórico”. Pero, tanto antes como después de este texto, Lemkin trabajó intensamente sobre la destrucción de los armenios otomanos. Junto con la destrucción de los judíos de Europa, estos son “los dos modelos en los que se basó el texto de 1948”, sostiene Duclert. En París, el Memorial de la Shoah acoge hasta noviembre una exposición dedicada al genocidio armenio.
Luego, este crimen fue mencionado como tal e incluido en el informe Whitaker de 1985 encargado para una subcomisión de Derechos Humanos de la ONU. Este informe finalmente no fue transmitido a la propia Comisión, debido a la resistencia del Estado turco. Sean quienes sean sus dirigentes, la República heredera del Imperio Otomano siempre ha negado la culpabilidad de las autoridades del país en el genocidio y, además, ha perseguido a todos aquellos, especialmente en su territorio, que han defendido su reconocimiento o simplemente han trabajado en ello.
En Europa, Estados Unidos y América Latina, principalmente, varias asambleas parlamentarias y jefes de Estado han reconocido el genocidio armenio. En Francia se hizo mediante la aprobación de una ley en 2001, que, sin embargo, no designa al autor del crimen ni castiga el negacionismo. Los esfuerzos en este sentido, a través de una propuesta de ley en 2012, se estrellaron contra el muro del Consejo Constitucional.
No obstante, el jurista Thomas Hochmann considera que los “pretextos jurídicos” no se sostienen en el fondo. En su opinión, ocultan un debate político inconcluso sobre el carácter perjudicial —o no— de “la negación del genocidio armenio, un fenómeno real, de gran magnitud y respaldado por Estados”.
Del régimen genocida a la Turquía moderna, una continuidad preocupante
En 2023, dos importantes obras no solo contribuyeron a profundizar el conocimiento sobre el genocidio armenio, sino que también arrojaron luz sobre la importancia de este acontecimiento para comprender la trayectoria del Estado turco.
En Parachever un génocide (Rematar un genocidio, edit. Odile Jacob), Raymond Kévorkian documentó la cercanía sociológica e ideológica entre las redes del Comité Unión y Progreso (CUP), que llevaron al Imperio otomano a la derrota en la Primera Guerra Mundial, y el padre fundador de la República Turca, Mustafa Kemal. A pesar de los sonados juicios, los criminales pudieron ponerse al servicio del nuevo régimen, mientras que a los supervivientes se les impidió regresar y recuperar sus bienes.
“El movimiento kemalista continuó inexorablemente la política de homogeneización demográfica iniciada por el CUP”, escribe el historiador, quien también afirma que “Mustafa Kemal siguió construyendo el Estado-nación turco soñado por sus predecesores, aunque no tuviera las proporciones previstas en un principio”.
El historiador Hans-Lukas Kieser ha dedicado una biografía, publicada por el CNRS, al principal responsable del genocidio, Mehmet Talaat Pacha. Haciéndose eco de Kévorkian, subraya que los “jóvenes turcos en torno a Talaat”, a los que califica de “revolucionarios de derechas”, “abrieron un camino, si no real o imperial, al menos republicano, a la siguiente revolución, igualmente radical y etnonacionalista, liderada por los kemalistas en el núcleo anatolio heredado del Imperio desaparecido”.
Genocidio armenio, el centenario de un negacionismo
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El autor destaca que el actual dirigente turco, Recep Tayyip Erdoğan, se declara abiertamente heredero de Talaat, y que se ha apoyado “en el islam político para afianzar su poder”.
Traducción de Miguel López