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El Estado Islámico de Khorasan compite por el control del país

Un talibán monta guardia cerca de un vehículo que fue utilizado para disparar cohetes en el aeropuerto internacional Hamid Karzai en Kabul.

Jean-Pierre Perrin (Mediapart)

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El 9 de mayo pasado Kabul enterraba a decenas de jóvenes estudiantes de secundaria que murieron por una serie de explosiones cuando salían del instituto en el barrio hazara (una etnia de confesión chiita) de Dasht-e-Barchi, en el oeste de la capital. En mayo del año anterior, le tocó el turno a la maternidad gestionada por Médicos Sin Fronteras (MSF), en el mismo barrio, con el ataque de un comando de tres asesinos que dispararon a quemarropa a unos veinte adultos, la mayor parte mujeres, algunas a punto de dar a luz, y a varios bebés.

En agosto de 2019, un atentado en una boda chiita en Kabul mató a 91 personas. Se añaden además otros ataques que han sido frustrados por las autoridades afganas en los últimos meses y la emboscada tendida a pleno día contra un convoy americano que circulaba por la capital.

En general han sido atentados muy bien preparados y dan testimonio de que, aunque no ha reivindicado los más crueles, el grupo Wilayat Khorasan, rama afgana del Estado Islámico (EI), sigue estando firmemente implantado en la capital. El caos reinante en los alrededores del aeropuerto Hamid Karzai era una extraordinaria oportunidad para EI-Khorasan. Lo que sorprende es que los yihadistas no hayan atacado antes.

El último balance del atentado del jueves se elevaba a al menos 85 muertos, de los cuales unos sesenta civiles, 13 militares americanos y una decena de talibanes. Esta vez ha sido reivindicado por EI-Khorasan, constituye el ataque más mortal dirigido contra el ejército americano en Afganistán desde 2011 y hace temer que Afganistán pueda convertirse, bajo el régimen talibán, en un refugio para la red yihadista y para otras organizaciones terroristas, aunque los nuevos amos del país le hayan declarado la guerra casi desde su creación.

Aunque parece evidente que desde la conquista de Kabul el 15 de agosto por los talibanes, el grupo EI-Khorasan está buscando una nueva visibilidad, el atentado plantea algunas preguntas. En particular la de saber cómo este grupo puede conservar células durmientes tan eficaces en Kabul cuando todos sus jefes han muerto y ha sido eliminado en gran parte tanto por los talibanes como por el ejército gubernamental en las provincias de Nangarhar y de Kunar donde se había implantado.

Según un informe del Consejo de Seguridad de la ONU publicado en julio, sus efectivos van desde 500 a algunos miles de combatientes, lo que da pie a las acusaciones que ha hecho en Twitter el ex vicepresidente afgano Amrullah Saleh, actualmente refugiado en el Panjshir, de que las células de EI-Khorasan están vinculadas a las redes Haqqani, una de las componentes del movimiento talibán que han cometido los últimos años algunos de los atentados más sangrientos en la capital afgana, como el del camión cisterna que explotó el 31 de mayo de 2017 y causó 150 muertos y cerca de 500 heridos en el barrio de las embajadas. Según Amrullah Saleh, que dirigió también el servicio de inteligencia del gobierno de Kabul, las dos organizaciones comparten principalmente escondites de armas.

Los insurgentes de la Montaña BlancaMontaña Blanca

La creación del EI-Khorasan se remonta a 2014. En esa época sólo controlaba, según estimaciones de la OTAN, entre 600 y 700 combatientes repartidos por algunos distritos de la provincia de Nangarhar, y entre 200 y 300 en la vecina de Kunar. Pero pronto penetraría también en el noreste del país porque al año siguiente, de las 6.994 victimas civiles, muertos y heridos por los insurgentes, se le atribuyen al menos 899 de ellas, según los números de la Misión de Asistencia de Naciones Unidas en Afganistán. Es decir, un balance diez veces mayor que el de 2015.

En su origen, es una escisión del movimiento talibán paquistaní, el Tehreek-e-taliban Pakistán (TTP), embrión de la creación en 2014 de la rama afgana del Dáesh. El TTP congrega a unas veinte organizaciones de inspiración wahabita, asociadas a redes de Al Qaeda, cuyo objetivo es atacar a todo lo que represente el Estado: policía, ejército, tribunales, administraciones, etc.

En enero de este año, el gobierno paquistaní de Nawaz Sharif inició conversaciones con el TTP para poner fin a la guerra atroz que el movimiento terrorista lleva a cabo desde las zonas tribales de la frontera paquistano-afgana. Pero los ultras del TTP no lo entienden así y, rechazando incluso la simple idea de hablar con ellos, entran en la disidencia y crean un nuevo partido, el Ahrar-ul-Hind (Liberación de la India), llegando a degollar, en plena negociación con Islamabad, a los 17 soldados paquistaníes que tenían prisioneros desde 2010.

Ahrar-ul-Hind cambiaría luego a Jamaat-ul-Ahrar (Sociedad para la Liberación), que demuestran, los dos nombres, la voluntad de los insurgentes de reabrir frentes terroristas en la India, como ya ocurrió en el pasado con la masacre de Bombay de 2008 (176 muertos). Jamaat-ul-Ahrar creció rápidamente en ciertos distritos urbanos a lo largo de la frontera, llegando a jurar fidelidad al Estado Islámico en enero de 2015.

Cuando el ejército paquistaní decide lanzar una gran ofensiva contra esos distritos, los grupos vinculados a Jamaat-ul-Ahrar se pasan al otro lado de la frontera y es ahí cuando comienza la aparición del Estado Islámico en Afganistán.

Los yihadistas se hacen primero con las estribaciones de las montañas de Spin Ghar (montaña blanca, en pastún), que dominan el distrito de Achin en la provincia de Nangarhar, expulsando a los talibanes “históricos” que gozaban allí de una larga y sólida implantación.

Pero implantarse en Afganistán no es tan sencillo. En el distrito de Achin, los disidentes del TTP se aprovecharían de un viejo conflicto tribal entre el clan de los Sepai y el de los Ali Sher Kheil por una cuestión territorial. Los americanos cometieron un grave error: armaron y financiaron a uno de los dos clanes, el de los Sepai, incitándoles a luchar contra los talibanes, sin pensar que sus protegidos iban a utilizar esa ayuda contra los Ali Sher Kheil. Cuando los consejeros americanos se dan cuenta del error, dejan de apoyarles. Los Sepai, furiosos por considerarse traicionados, deciden acudir a los combatientes del Jamaat-ul-Ahrar para que les ayuden.

El dinero hará el resto: comprar a jefes de tribus y pagar bien a los nuevos combatientes, hasta 600 dólares al mes. Como consecuencia, los jóvenes se enrolan masivamente a esta rama afgana del EI, cuyo nombre de Wilayat Khorasan hace referencia a una antigua región definida por los geógrafos árabes del siglo XI que comprendía partes de Afganistán, Pakistán, Irán y del Asia Central actuales.

Los recién llegados pronto se verían reforzados por una parte del Movimiento Islámico de Uzbekistán (MIU) que se instalaría en el noreste afgano desde finales de los años 90 con el refuerzo de voluntarios llegados de Asia Central. Por su crueldad, el MIU se convertirá pronto en la obsesión del ejército afgano. Pero, aunque juraron fidelidad a Al Qaeda, una parte de sus combatientes se escindirían en 2015 para unirse al Estado Islámico.

Cuanto más crece el nuevo movimiento, más enemigo de los talibanes se hace, especialmente porque amenaza sus vías de abastecimiento desde el Pakistán. Los enfrentamientos entre ambas organizaciones son cada vez más violentos y terminarán en ventaja para los “estudiantes de teología”, mucho más numerosos y mucho mejor armados.

En la actualidad, aunque EI-Khorasan ya apenas existe, aparte de en Kabul, podría no obstante aprovecharse del apoyo de los talibanes que no aceptan las negociaciones con Estados Unidos sobre el acuerdo de retirada de las tropas, de febrero de 2020, y que acusan a los jefes del movimiento de haber traicionado la causa yihadista. No sorprende que el Estado Islámico se haya abstenido de felicitar a la dirección de los talibanes.

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Traducción: Miguel López

Texto original en francés:

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