La imagen es mala, el sonido se entrecorta una y otra vez, la conexión se interrumpe a menudo, pero las palabras y los rasgos de Jamal al-Dura nos llegan de todos modos, desde el campo de Al-Bureij, en la parte central de la Franja de Gaza. Su rostro es alargado y se ve demacrado; su cabello, gris, y su piel parece un poco amarillenta. “He ido a casa de unos amigos para hablar con usted”, dice a Mediapart el 15 de septiembre a última hora de la tarde. “En mi casa es imposible, vivo entre las ruinas del edificio, he conseguido habilitar un rincón, pero es imposible conectarse a Internet”.
Muestra las cicatrices de su brazo derecho, sus dedos encogidos, inutilizables. También tiene en la ingle, pero no las muestra, por pudor. “Ya no puedo seguir mi tratamiento, no hay medicamentos en la Franja de Gaza, ni siquiera paracetamol”, continúa. “He recorrido todas las farmacias y no he conseguido encontrar ni una sola pastilla”.
Sus viejas heridas le hacen sufrir desde hace un cuarto de siglo. No son solo físicas. Jamal al-Dura no deja de llorar a los suyos.
El 30 de septiembre de 2000, la vida de este obrero de la construcción, entonces de 35 años, da un vuelco en la tragedia palestina. Se convierte en un icono, junto con su hijo Mohammed, ese niño al que su padre no puede proteger de las balas israelíes y que muere en sus brazos.
Esa mañana, Jamal al-Dura sale del campo de refugiados de Al-Bureij, donde vive, para ir a comprar un coche de segunda mano. Se lleva consigo a su segundo hijo, Mohammed, de 12 años.
El día anterior había estallado la segunda Intifada en Jerusalén, tras la provocadora incursión de Ariel Sharon, entonces líder del Likud, el gran partido israelí de derecha, en la Explanada de las Mezquitas, donde se encuentran la mezquita de Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca, tercer lugar santo del islam.
En la Franja de Gaza, el viernes 29 de septiembre de 2000 aún reina la calma. Pero ese sábado al mediodía, en el puesto de control de Netzarim, que protege la carretera que lleva a los asentamientos israelíes (evacuados en 2005) del centro de la Franja de Gaza, los manifestantes palestinos empezaron a lanzar piedras contra la base militar israelí, que estaba situada frente a una comisaría palestina tal y como prevén los acuerdos de Oslo de 1993. Comienza una lluvia de balas, reales, como cuenta el cámara de France 2, Talal Abou Rahma.
Las imágenes del terror
Al otro lado de la carretera, un hombre y un niño se acurrucan detrás de un bloque de hormigón cilíndrico. Son Jamal y Mohammed al-Dura, atrapados bajo el fuego. No encontraron el coche que buscaban y se vieron en el lugar equivocado en el momento erróneo.
Un cámara filma el terror del niño, sus gritos, el gesto del padre que intenta proteger a su hijo, esconderlo detrás de él, que grita que cesen los disparos. Un instante después, Mohammed al-Dura yace sin vida sobre las rodillas de su padre, desplomado contra la pared, con la cabeza inclinada.
Ha muerto un niño*, y Mohammed al-Dura se ha convertido en un símbolo de la lucha y el sufrimiento palestinos. Su imagen aparece reproducida en murales, carteles y sellos.
El ejército israelí reconoce en un primer momento que los disparos procedían de su base, pero luego se retracta. Durante años se orquesta una campaña desde el despacho de Benjamin Netanyahu y por parte de fervientes partidarios del Estado hebreo para negar incluso la muerte de Mohammed al-Dura y la realidad de las heridas de Jamal.
Uno de los objetivos fue Charles Enderlin, por entonces corresponsal de France 2 en Jerusalén, que montó, comentó y difundió el reportaje el 30 de septiembre de 2000. Acusado de haber manipulado las imágenes, ganó el juicio en 2013 tras un largo proceso.
En la actualidad, los niños son esqueletos que buscan en las calles algo con lo que llevar dos céntimos a sus familias
Veinticinco años después, Jamal sigue esperando que se juzgue a los culpables de la muerte de su hijo. “Matar es una decisión política. El soldado ejecuta las órdenes. Hay que juzgar a ambos”, afirma. Inició los trámites, tuvo que abandonarlos por falta de medios, pero aún hoy, en plena guerra genocida, entre las ruinas de su casa bombardeada, sigue buscando ayuda para acudir a un tribunal europeo.
Durante años, cuenta, fue de conferencia en conferencia, allí donde le invitaban, para hablar del sufrimiento del pueblo palestino y contar la historia de Gaza. El padre herido llevaba consigo el grito del niño y, a través de él, el de todos sus conciudadanos. “Decía en todas partes, y lo sigo diciendo hoy, que no tengo nada en contra de los judíos israelíes”, asegura desde el campo de Al-Bureij. “Estoy en contra de la ocupación de mi pueblo y del robo de sus tierras”.
Por eso regresó a la Franja de Gaza, tras tres meses de cuidados intensivos en Jordania, y después de cada gira por el extranjero. “Es mi país. Es mi vida. Es mi tierra. Y uno no vende su tierra así como así”, afirma. Y la tumba de Mohammed, que visita a menudo, se encuentra en el cementerio de Al-Bureij.
“Mohammed es un icono desde el día de su martirio, y lo sigue siendo hoy en día, entre los palestinos, en el mundo árabe y en todas partes”, continúa. “Todos los días vemos publicaciones en las redes sociales sobre Mohammed Al-Dura. Nunca hemos dejado de hablar de él, y eso nos armaba de moral”.
El bombardeo del hospital Al-Dura
Un hospital pediátrico de la Franja de Gaza recibió el nombre del niño el mismo año de su muerte. El centro fue bombardeado con fósforo blanco el 13 de octubre de 2023 y poco después declarado fuera de servicio. Su director murió en el ataque a su casa, junto con su mujer y sus dos hijas.
Fue como si Mohammed hubiera vuelto a ser alcanzado. Dos días después, un bombardeo israelí alcanzó una casa de la familia Al-Dura. Jamal perdió a dos hermanos, una cuñada y una sobrina. “La casa se derrumbó sobre ellos. Fuimos al día siguiente para recuperar los restos y no los encontramos. Se habían evaporado”, recuerda.
El 18 de enero, tras otro ataque israelí, Jamal llora la muerte de su segundo hijo, Ahmed. Tenía 33 años.
Durante la segunda Intifada, mataban a gente de mi pueblo, pero no por miles
“He perdido a ochenta miembros de mi familia, entre ellos a otro hijo”, se lamenta. “La sangre de Mohammed no para de derramarse. ¿Por qué? ¿Por qué matan a los niños, a los médicos, a los profesores, a los socorristas? ¿Por qué atacan las panaderías y las ambulancias? No queda nada de la Franja de Gaza, ni un árbol, ni un edificio. En la actualidad, los niños son esqueletos que buscan en las calles algo con lo que llevar dos centavos a sus familias. Tengo 60 años y nunca pensé que vería esto algún día, la hambruna en Gaza”.
La vida de Jamal al-Dura va paralela a la historia de la tragedia palestina. Sus padres vivieron la Nakba, “catástrofe” en árabe, nombre dado al éxodo forzoso de entre 700.000 y 750.000 palestinos, expulsados de sus ciudades, pueblos y tierras por una combinación de acciones militares de las milicias judías y luego del ejército del joven Estado hebreo, masacres y propaganda. El joven Jamal regresó con su padre a su pueblo de Wadi Hunein, cerca de Ramleh, cuando tenía 16 años, y no vio más que ruinas.
En otoño de 2023, tuvo que abandonar su hogar y partir hacia el sur, hacia Rafah, por orden del ejército israelí. Allí vivió en una tienda de campaña hasta que regresó a los escombros de su casa bombardeada en Al-Bureij, con motivo del alto el fuego de enero de 2025.
“Vivir en la tienda es una pesadilla. En verano hay que salir muy temprano, porque con el calor no se puede estar dentro. Las moscas, los mosquitos, los insectos... es muy penoso, muy humillante”, cuenta. “En invierno, la lluvia lo empapa todo y hace frío, todo está mojado y no se seca nada. Y con el tiempo, las tiendas se estropean, la tela se rompe. Es una vida sin dignidad”.
Lo que vive el pueblo de la Franja de Gaza en esta guerra genocida es la continuación de lo anterior, pero mucho peor.
“Fuimos expulsados en 1948 y ahora intentan echarnos de Gaza. Es una escena que se repite hoy; el mismo éxodo, pero con una violencia inaudita, mucha más violencia que en 1948. Es el mismo método, pero más criminal”, describe Jamal. “Y durante el periodo de la segunda Intifada, mataban a gente de mi pueblo, pero no por miles. No utilizaban misiles, aviación. No se bombardeaba. Lo que está ocurriendo es un genocidio. Contra cualquier palestino. No era lo mismo. Ahora lo destruyen todo, absolutamente todo”.
Los hijos de Jamal arriesgan sus vidas al ir a buscar paquetes de alimentos al centro de la Fundación Humanitaria para Gaza más cercano. Uno de ellos, de 22 años, se llama Mohammed.
Caja negra
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* Un enfant est mort (Ha muerto un niño) es el título de un libro de Charles Enderlin sobre lo que se conoce como "el caso Mohammed Al-Dura”, publicado en 2010 por la editorial Don Quichotte.
Traducción de Miguel López
La imagen es mala, el sonido se entrecorta una y otra vez, la conexión se interrumpe a menudo, pero las palabras y los rasgos de Jamal al-Dura nos llegan de todos modos, desde el campo de Al-Bureij, en la parte central de la Franja de Gaza. Su rostro es alargado y se ve demacrado; su cabello, gris, y su piel parece un poco amarillenta. “He ido a casa de unos amigos para hablar con usted”, dice a Mediapart el 15 de septiembre a última hora de la tarde. “En mi casa es imposible, vivo entre las ruinas del edificio, he conseguido habilitar un rincón, pero es imposible conectarse a Internet”.