Putin pierde a su aliado iraní en el fragor de la guerra

Trabajadores comunales intentan reparar una línea eléctrica cerca del centro comercial dañado que fue blanco de un ataque ruso en Kyiv, Ucrania.

René Backmann (Mediapart)

Tres semanas después de lanzar a su Ejército en una ofensiva incierta en Ucrania, Vladimir Putin acaba de sufrir, discretamente, un importante revés diplomático. Su intentona por vincular las recientes sanciones impuestas a Rusia y las impuestas previamente a Irán, que la comunidad internacional está considerando levantar, ha fracasado.

No pudo bloquear, como buscaba, que se retomaran las negociaciones de Viena iniciadas en abril de 2011 para resucitar el “Plan de Acción Integral Conjunto” (JCPOA, por sus siglas en inglés), es decir, el acuerdo sobre la cuestión nuclear iraní alcanzado en 2015 entre Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Rusia e Irán.

El pasado jueves 17 de marzo, Hossein Amir Abdollahian, ministro iraní de Asuntos Exteriores, que acababa de reunirse con su homólogo ruso, Sergéi Lavrov, en Moscú, confirmó que las negociaciones, “en pausa” desde hacía una decena de días, iban a retomarse y que Rusia participaría “hasta alcanzar un acuerdo definitivo”. Todo ello mientras Putin amenazaba días antes con retirarse, paralizando de facto todo el proceso diplomático.

Para el Kremlin, este revés es difícil de admitir por cuanto significa, en su aliado estratégico, Irán, una voluntad a la hora de privilegiar, en un momento crucial, su interés nacional por encima de la solidaridad con su aliado ruso.

Mientras el Ejército ruso, que aparentemente se preparaba para una victoria relámpago, encuentra una resistencia inesperada en Ucrania, y las sanciones internacionales condenan a Moscú a un aislamiento sin precedentes y ponen en peligro su estatus internacional así como su economía, esta convergencia –aunque sea excepcional y efímera– de los intereses estadounidenses e iraníes no puede ser más inoportuna para Putin. Y más sorprendente. Sobre todo para un líder con fama de calculador que, según sus admiradores, basa la mayoría de sus decisiones en la sutileza de su análisis de la relación de fuerzas.

Sobre todo porque, gracias a la colaboración con los militares iraníes y sus milicias, el Ejército ruso, multiplicando las prácticas bárbaras y encubriendo las de sus aliados sin reparos, ha obtenido una victoria militar sobre la rebelión en Siria y ha garantizado la permanencia de Bashar al-Assad en el poder en los ruinas de su país. Y es, al mismo tiempo, lo que ha permitido que la influencia y la presencia militar de Irán se extendieran hasta las orillas del Mediterráneo, un hecho deplorado por la mayoría del mundo árabe suní y por Israel.

Es cierto que el régimen de Damasco sigue siendo tratado como un paria por la mayor parte de la comunidad internacional, a excepción de algunos países que persiguen los beneficios de una posible reconstrucción. Pero Putin parecía creer que esta victoria conjunta en Siria, la defensa compartida de algunos intereses estratégicos regionales y el suministro de misiles tierra-aire S-300 a Teherán en 2016, a pesar de las sanciones internacionales, sellarían una alianza sin fisuras con la República Islámica.

 

Memoria persa

Evidentemente, no tuvo en cuenta que, sin remontarse al Tratado de Turkmenchay de 1828, por el que el Imperio persa se vio obligado a ceder territorio al Imperio ruso, seguían existiendo discrepancias de diversa índole entre Moscú y Teherán. Tampoco tuvo en cuenta la magnitud de los beneficios que la República Islámica esperaba obtener del abortado acuerdo de 2015, y que ahora espera obtener de su actual resurrección.

De hecho, no había comprendido que la diplomacia de la República Islámica también tenía una memoria persa. El acuerdo JCPOA, alcanzado durante el segundo mandato de Barack Obama, ofrecía a Irán una reducción progresiva de las sanciones estadounidenses y europeas, algunas de las cuales se impusieron hace más de veinte años, a cambio de una limitación de su programa nuclear bajo el control de la ONU.

Pero tres años después, Donald Trump, influido por su electorado evangélico pro-Likud y su “amigo” Benjamín Netanyahu, decidió salir del acuerdo y restablecer las sanciones económicas contra Irán. En respuesta, la República Islámica evitó progresivamente restricciones impuestas a sus actividades nucleares.

 Durante su campaña, Joe Biden, informado de las consecuencias favorables que se esperaban de una “normalización” de las relaciones con Teherán, se comprometió a la vuelta de Estados Unidos al acuerdo. Y tras resultar elegido, aceptó la reapertura de negociaciones, con la mediación de la Unión Europea. Negociaciones dificultadas por el cambio de administración en Teherán y cinco meses de conversaciones interrumpidas.

 

Nuevas exigencias de Moscú

Mientras estas conversaciones, que entraban en su octava fase, parecían conducir finalmente a un nuevo acuerdo que se concretaba en un documento escrito y una hoja de ruta que recogía cuál sería su aplicación, Moscú ponía en peligro todo el proceso al formular, a principios de marzo, una nueva exigencia.

En clara represalia por las sanciones internacionales impuestas a Rusia tras la invasión de Ucrania, Moscú anunció que en lo sucesivo exigirá a Washington “garantías por escrito” de que la futura cooperación ruso-iraní en los ámbitos del comercio, la inversión, los intercambios militares y técnicos y la energía nuclear civil no se verían afectados por las sanciones tras la ofensiva rusa.

La petición, considerada “fuera de lugar” por el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, paralizó las negociaciones en seco. Y provocó con ello el enfado de los negociadores europeos. “Nadie debe tratar de explotar las negociaciones sobre el acuerdo de Viena para obtener garantías que no tienen nada que ver con este acuerdo”, protestaron los negociadores del “E3” (Francia, Alemania y Reino Unido).

En Teherán, una “autoridad de alto nivel”, experto en cuestiones diplomáticas, consideró que “esta posición de Rusia no era constructiva”, mientras que un diplomático la calificó de “extraña”. En la víspera de viajar a Moscú, el ministro de Asuntos Exteriores iraní había dejado claro que “Teherán no permitiría que ningún elemento extranjero atacase sus intereses nacionales”.

Firme pero diplomáticamente medido –sin mencionar directamente al “elemento extranjero”–, esta declaración parecía confirmar la decisión de Irán de abstenerse en la ONU en lugar de apoyar a Moscú. Al igual que China, India, Pakistán, Argelia y una treintena de otros países habitualmente cercanos a las posiciones de Rusia, Irán se abstuvo de votar una resolución de la Asamblea General el 2 de marzo en la que se exigía que “Rusia retire inmediata, total e incondicionalmente todas sus fuerzas militares de Ucrania”. 

“Coordinación táctica” ruso-israelí en Siria

Se desconoce el contenido y el tono de las conversaciones entre Hossein Amir Abdollahian y Sergéi Lavrov. Pero al final de su reunión, el ministro de Asuntos Exteriores ruso indicó que Rusia “acababa de recibir de Estados Unidos” las garantías requeridas y que “las negociaciones entraban en la recta final”. Victorioso, pero evidentemente decidido a no herir a un socio en una posición delicada, Hossein Amir Abdollahian se contentó con señalar que “Rusia no sería un obstáculo en el camino hacia un acuerdo” y que no había “ninguna vinculación entre la evolución de la situación en Ucrania y las negociaciones de Viena”.

La clave de este difícil episodio diplomático para Moscú está, según varios diplomáticos europeos y árabes conocedores del caso, en Siria. Pero también en Israel. Porque desde la intervención militar rusa en la guerra civil siria en 2015, se ha establecido una “coordinación táctica” informal pero efectiva entre los Ejércitos ruso e israelí para permitir que la fuerza aérea y la artillería israelí ataquen objetivos en Siria, evitando alcanzar o poner en peligro al personal militar ruso. O los objetivos designados por ellos como protegidos. Porque no son ellos el objetivo del Estado Mayor israelí, sino sus aliados iraníes, enemigos declarados de Israel, y los aliados libaneses de Irán que actúan militarmente en Siria, es decir, Hezbolá.

La milicia chiita armada y entrenada por Irán, considerada desde su nacimiento a principios de la década de 1980, como un enemigo de primer orden por parte de Israel, está muy implantada en el sur de Líbano, en la frontera con Israel. Por ello, es objeto de una asidua vigilancia por parte de los servicios de inteligencia israelíes. Desde 2013, repetidos ataques de la aviación o la artillería israelí han tenido como objetivo, en territorio sirio, almacenes iraníes, talleres de producción de armas, centros de entrenamiento o convoyes de Hezbulá destinados a abastecer sus arsenales libaneses.

Y la presencia en el campo de batalla, desde 2015, del Ejército ruso, que garantiza, gracias a sus baterías de misiles tierra-aire y sus aviones de combate, el control del cielo sirio, no ha impedido en absoluto que el Ejército israelí continúe sus operaciones al norte de su frontera. 

Sencillamente, la “coordinación táctica” ruso-israelí permitía –y sigue permitiendo– evitar interpretaciones erróneas de los objetivos, alertas innecesarias de la DCA o de baterías de misiles antimisiles, y los encuentros accidentales en el aire entre aviones de combate rusos e israelíes. “Israel tiene, en efecto, una frontera de seguridad con Rusia”, resumió el ministro de Asuntos Exteriores israelí, Yair Lapid.

Hasta la fecha, la gestión por parte de ambos países de esta “frontera de seguridad” no ha planteado ningún problema importante. Basada en las relaciones amistosas con Rusia, que el histórico aliado y protector de Estados Unidos ha considerado aceptables hasta ahora, la “coordinación táctica” con Moscú se basa también en el hecho de que el 20% de la población de Israel es rusoparlante, originaria de Rusia o Ucrania, y en que existen innumerables vínculos entre estos israelíes, la mayoría de los cuales son votantes de la coalición de derechas en el poder, y sus países de origen.

Pero la ofensiva rusa en Ucrania está poniendo este juego patas arriba. Porque, por parte de Israel, la preservación de la “coordinación táctica” con Moscú parece superar cualquier otra consideración. El Gobierno israelí no sólo ha rechazado cualquier ayuda militar a Ucrania, sino que no está aplicando las sanciones internacionales impuestas a Rusia. También ha tardado en condenar los planes de invasión y anexión rusos, algo que quizá no sorprenda en un país que ocupa y coloniza el territorio de un pueblo vecino.

Israel también sigue emitiendo canales de televisión rusos prohibidos en Europa y parece dispuesto a ofrecer refugio a los oligarcas afectados por las sanciones: la semana pasada, unos 15 aviones privados pertenecientes a multimillonarios rusos estaban aparcados en el aeropuerto de Tel Aviv. Esta postura le valió al primer ministro Naftali Bennett una mordaz pregunta de la subsecretaria de Estado estadounidense, Victoria Nuland: “¿Quieren convertirse en el último paraíso dispuesto a acoger el dinero sucio que financia la guerra de Putin?”.

De momento, Naftali Bennett parece seguir dudando entre ceder a las exigencias de su aliado y protector estadounidense o preservar la “coordinación táctica” en el campo de batalla sirio que le ofrece su “amigo” ruso. 

Al parecer, se ha comprometido a no permitir que los oligarcas afectados por las sanciones las eludan desde Israel, al tiempo que ha acogido a los que también tienen la ciudadanía israelí, como Roman Abramovich, hasta hace poco propietario del club de fútbol británico Chelsea. Pero sigue rechazando las peticiones ucranianas de ayuda militar. Y no ha ocultado su irritación tras el discurso de Volodymir Zelensky el domingo en la Knesset. Por su parte, todo apunta a que el presidente ruso habría elegido hace tiempo entre sus “socios”.

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Pero la “ingeniería de las relaciones de poder” que describían sus cortesanos puede haber perdido la mano. Entre sus aliados iraníes, reclutados ayer para ayudarle a tomar el control de Siria pero tratados imprudentemente como sustitutos prescindibles, y sus amigos israelíes, que le agradecen hoy que les deje los cielos sirios abiertos, abriendo los suyos a los oligarcas y negándose a ayudar a Ucrania, ha elegido a los segundos. Y esto es, sin duda, lo que le ha valido el revés diplomático que acaba de sufrir. Y probablemente no será el único.

Traducción: Mariola Moreno

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