Con una semana de diferencia, lo que parece una eternidad en la distorsión y la densidad extraordinarias del tiempo trumpiano, el presidente de los Estados Unidos ha pronunciado dos discursos asombrosos. El martes 23 de septiembre ante la Asamblea General de las Naciones Unidas y el martes 30 de septiembre ante una audiencia de altos mandos militares estadounidenses reunidos al completo, esas dos intervenciones resumieron la distopía en la que han entrado la primera potencia mundial y todos aquellos que temen su ira.
El carácter bufonesco de esas dos intervenciones, que no debe ocultar el peligro real que anuncian, recuerda a Calígula, la obra de teatro de Albert Camus dedicada a la trayectoria de un emperador romano inestable y asesino, instigador de escenas humillantes para sus allegados. Imbuido de una filosofía nihilista, el autócrata deduce que todo vale y acaba descartando toda ética o moral humana.
“Este mundo no tiene importancia y quien lo reconoce conquista su libertad”, afirma Calígula al comienzo de la obra, dando por sentado que su libertad se ejercerá a costa de la de los demás, a quienes, por cierto, someterá a una “gran prueba". Una frase que resuena de manera inquietante con la letanía de comentarios inconexos que Donald Trump pronunció la semana pasada ante los representantes de las naciones de todo el mundo, en el recinto del multilateralismo por excelencia, la sede de la ONU, ubicada en suelo estadounidense, en Nueva York.
Brutal denigración del multilateralismo
Mintiendo descaradamente sobre múltiples temas, calificando en particular el calentamiento global de “estafa histórica” y glorificando su propio balance en términos propagandísticos, Trump mostró ese día, con gran brutalidad, su radical desinterés por la idea de un interés general superior al de su cartera y su propio clan.
Sus ataques frontales contra las Naciones Unidas lo demostraron, al reducir la contribución de sus organismos a “palabras vacías”, lamentar su falta de apoyo a sus intentos de “acuerdos” en todo el mundo y quejarse del funcionamiento de la escalera mecánica y del teleprompter el día de su llegada...
“La impugnación del espíritu universal del multilateralismo construido en 1945 no es nada nuevo”, analiza Jean-Vincent Holeindre, profesor de ciencias políticas en la Universidad Paris-Panthéon-Assas. “Pero mientras China y Rusia ya trabajaban para desmontar la legitimidad del derecho internacional, la potencia que promovió esos principios es la que los denigra de la manera más estridente posible. A través de la voz de Trump, es como si rompiera el juguete que ella misma había fabricado.”
Evidentemente, los americanos siempre han aplicado un doble rasero y han utilizado el derecho internacional como palanca de poder interesada. “Pero se ha cruzado una línea”, opina Jean-Vincent Holeindre, “cuando Trump ridiculiza a las Naciones Unidas con comentarios de barra de bar, cuya aparente falta de lógica enmascara una ‘base continua’, es decir, una alineación con la narrativa autoritaria de las potencias revisionistas”.
Las pretensiones de Trump de desempeñar el papel de “pacificador”, en las que basa su caprichosa reivindicación de un premio Nobel, no deben tomarse, evidentemente, al pie de la letra. En los “seis o siete conflictos” que habría resuelto, el New York Times recuerda que los procesos de pacificación son muy precarios, por la sencilla razón de que no se han resuelto en el fondo las causas subyacentes a los enfrentamientos.
Por otra parte, los “acuerdos” alcanzados contienen casi sistemáticamente disposiciones que sirven para enriquecer a su clan o para extraer recursos de los países afectados, ya sea en Gaza, en el Cáucaso o en la República Democrática del Congo. Y aunque Trump deba cuidar a su base, reacia a cualquier compromiso exterior de los boys estadounidenses, eso no le impide llevar a cabo operaciones de policía militar contrarias al derecho internacional, como en Irán y en Venezuela, o esgrimir amenazas de anexión en sus países vecinos.
El ejército contra el “enemigo interior”
Al simbólico escupitajo al “espíritu de 1945” perpetrado en la ONU, se sumó el martes 30 de septiembre la convocatoria, dudosa desde el punto de vista de la seguridad, de ochocientos generales y almirantes en una base militar de Virginia. Ante esa audiencia de altos mandos uniformados, Donald Trump y su secretario de Defensa, Pete Hegseth, cuyo ministerio ha sido rebautizado como el de “la guerra”, desplegaron obsesiones partidistas fuera de lugar, pero muy alarmantes.
A través de sus críticas a la infiltración de la supuesta “ideología woke” en el ejército, Hegseth alabó la restauración de un “ethos guerrero” y de normas de promoción internas que favorecen más a los hombres blancos —pero no a los “gordos”— que a las mujeres y a los perfiles diversos. “La era de lo políticamente correcto, de la hipersensibilidad, del ‘no hagas daño a nadie’ se ha terminado”, insistió. Su galimatías gestor sobre el “liderazgo” se mezclaba así con una retórica fascista, que asume las desigualdades naturales, se burla de la sensibilidad democrática y glorifica a los cuerpos fuertes y eficaces.
El presidente Trump, por su parte, pronunció un discurso mucho más errático, pero señaló los “lugares peligrosos” que, en su opinión, son las ciudades “gobernadas por los demócratas de la izquierda radical [...], San Francisco, Chicago, Nueva York, Los Ángeles”. “Las pondremos en orden una por una”, prometió. […]”También es una guerra. Es una guerra interna”. “Deberíamos utilizar algunas de estas ciudades peligrosas como campo de entrenamiento para nuestros militares”, añadió.
Los episodios de envío de la Guardia Nacional a Los Ángeles o a la capital federal Washington D. C. confirman que no se trata solo de palabras vacías o de un espectáculo. Si bien Trump no es necesariamente portador de un militarismo expansivo, cada vez lo es más de un militarismo dirigido contra las oposiciones internas a sus políticas de depredación económica y exaltación identitaria.
La bufonería puede revelarse fascista
Mientras que los representantes demócratas de Nueva York han sido recientemente detenidos y esposados por la policía antiinmigración durante una protesta, y que los Estados republicanos han iniciado una carrera nociva hacia una carnicería electoral, es totalmente plausible la hipótesis de un poder trumpista que impida el desarrollo normal de las elecciones de mitad de mandato. El final de su primer mandato, por cierto, concluyó con un asalto mortal al Capitolio. Sin embargo, desde ese “golpe de Estado desesperado”, como lo calificó el ensayista Richard Seymour al referirse también a una “fase [fascista] experimental”, el proyecto Maga (Make America Great Again) se ha profesionalizado.
Nadie sabe hasta qué punto se materializarán las amenazas trumpistas. Si Calígula era un emperador joven, Trump recuerda más bien la senilidad. Sus deplorables digresiones sobre su firma (“Me gusta. De verdad. A todo el mundo le gusta mi firma”) no deben engañarnos. Por un lado, todas las transgresiones que comete crean un precedente que no debería darse en una democracia que funcione con normalidad. Por otro lado, ha llevado a la Casa Blanca, al igual que al aparato de seguridad y judicial, a ideólogos mucho más jóvenes e inteligentes que él.
Además, la grotesca dimensión del poder de Trump, visible en esos dos discursos, así como en una reciente escena alucinante en la que se ve a los grandes magnates de la tecnología cantando sus alabanzas, es totalmente compatible con un proyecto autocrático, incluso fascista. Como sugirió el filósofo Michel Foucault, lo grotesco es una forma de aturdir a los súbditos del poder, mostrándoles que quienes lo detentan son capaces de todo, simplemente porque tienen a su favor la fuerza que los hace imprescindibles e inevitables.
Si Donald Trump no quiere que se repita su derrota de 2020 es porque su familia y él han amasado fortunas considerables
En los Estados Unidos de 2025, ese “grotesco” toma la forma de un hombre de negocios egocéntrico e inmaduro, fascinado por el éxito material. Aquí, la referencia teatral para describir al amo de la Casa Blanca sería más el Padre Ubú ,de Alfred Jarry, que Calígula. Ubú, convertido en rey de Polonia, responde a un contribuyente que afirma haber pagado ya: “Es muy posible, pero he cambiado el gobierno y he hecho publicar en el periódico que se pagarán dos veces todos los impuestos […]. Con un sistema así, pronto haré fortuna, entonces mataré a todo el mundo y me iré”.
El genio de Jarry consiste en describir a un hombre a la vez ridículo y capaz de las peores atrocidades, gracias a ese nihilismo supremo que es el producto de la fusión entre el hombre de Estado y el capital. Ubú rey no es una comedia, es una tragedia siniestra. Y se parece a la que se está representando al otro lado del Atlántico en este momento. El bufón se convierte en rey por el cansancio y el descontento con el régimen existente. Luego, lo destruye todo para su enriquecimiento, que es la única razón que le importa.
Si Donald Trump no quiere que se repita su derrota de 2020 es porque su familia y él han amasado fortunas considerables jugando con el poder presidencial. En agosto, el lanzamiento de la “criptomoneda” familiar permitió al clan Trump recaudar cerca de 5.000 millones de dólares.
En junio, la Trump Organization obtuvo concesiones del gobierno vietnamita, entonces en plena negociación comercial con Estados Unidos, para construir un complejo hotelero con campo de golf por valor de 1.000 millones de dólares. Y en abril, personas cercanas a Donald Trump obtuvieron importantes ganancias en bolsa gracias a una comida con el presidente.
La acumulación como única brújula y única verdad
Ese nihilismo que reduce el sentido del mundo a la acumulación personal no viene del cielo. Es el producto de un capitalismo que pone en peligro las sociedades, el medio ambiente y la paz mundial. Para lograr la acumulación, ahora no hay otro medio que pasar por el acaparamiento y la destrucción. Como la clase capitalista se niega a modificar la prioridad que da a la acumulación, debe aceptar esa destrucción. E incluso utilizarla.
En el mejor de los casos, la tecnología lo resolverá todo y seremos más ricos. Y si no, habremos ganado lo que podamos mientras podamos. En resumen: el mundo puede perecer si tengo tiempo de hacer fortuna. En esa huida hacia adelante, todo debe ser útil para obtener beneficios. El cambio climático se convierte así en una “broma”, porque si la única realidad que importa es la del dinero, entonces es imposible dejar el petróleo durmiendo en el subsuelo.
Ese nihilismo no va acompañado de una negación, sino de una abolición de la realidad. Solo existe la realidad de la acumulación, el resto es una mentira. El discurso de Donald Trump es violento por alguna razón. Lo es porque niega la existencia misma de una vida fuera del capital. En este sentido, es el punto final de la evolución del espectáculo descrito por Guy Debord, es decir, del capitalismo que impone necesidades contra la vida realmente vivida.
En sus Comentarios sobre la sociedad del espectáculo de 1988, Debord describía así esa evolución: “La realidad se presenta ahora frente al [espectáculo] como algo ajeno”. Para justificar su violencia, Trump puede describir las ciudades demócratas como zonas de guerra y el cambio climático como un engaño. Pero no se trata sólo de palabras. Esta realidad falsificada tiene un impacto en la realidad vivida porque pretende, precisamente, modelarla.
Resistencias demasiado débiles
La diferencia con Ubú y Calígula es que muy pocos sectores de la sociedad estadounidense, especialmente entre las élites, parecen dispuestos a luchar contra el “bufón en jefe” y lo que representa. Y aún menos a combatir las fuerzas que han hecho posible esa escena alucinante de una platea de generales estadounidenses en silencio ante un discurso fascista y delirante.
Gran parte del establishment demócrata sigue paralizado, dando pruebas de ello en el momento de la muerte de Charlie Kirk, o concentrando sus esperanzas en una reacción electoral que les beneficie. Acaba de resurgir una organización, bautizada como Demand Justice, para empujar a los parlamentarios demócratas a luchar mucho más activamente contra “la transformación del sistema legal” del país.
“Te considero dañino y cruel, egoísta y vanidoso”, le dice a Calígula uno de sus oponentes en la obra de Camus. […] “La mayoría de los hombres son como yo. Son incapaces de vivir en un universo en el que el pensamiento más extraño puede en un segundo entrar en la realidad, donde, la mayoría de las veces, ahí entra, como un cuchillo en el corazón.”
Para oponer tal resistencia al trumpismo, es necesario no confundirse con el fenómeno y tomar conciencia del umbral que pretende hacer cruzar a la república estadounidense. Ese umbral es el de la liquidación del pluralismo que hacía que Estados Unidos fuera, a pesar de su comportamiento unilateral y a veces criminal, también una formación social contradictoria, que podía albergar luchas emancipadoras.
El centro del capitalismo mundial, que antes pretendía defender la libertad, ahora sitúa su destrucción como la primera de las virtudes. A nivel interno, el bando demócrata paga por preservar un régimen político y económico cuyo declive no ha querido ver. En cuanto a los Estados europeos, que llevan décadas dependiendo de él en materia de seguridad y economía, deben prepararse para un cambio perdurable.
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Traducción de Miguel López
Con una semana de diferencia, lo que parece una eternidad en la distorsión y la densidad extraordinarias del tiempo trumpiano, el presidente de los Estados Unidos ha pronunciado dos discursos asombrosos. El martes 23 de septiembre ante la Asamblea General de las Naciones Unidas y el martes 30 de septiembre ante una audiencia de altos mandos militares estadounidenses reunidos al completo, esas dos intervenciones resumieron la distopía en la que han entrado la primera potencia mundial y todos aquellos que temen su ira.