Trump-Putin, un pacto entre oligarcas por un capitalismo mafioso

Ilustración de Putin y Trump.

Edwy Plenel (Mediapart)

El Padre Ubú está de regreso, pero de verdad, y eso no son buenas noticias. Al igual que ese personaje creado hace ciento treinta años por Alfred Jarry en Ubu rey, esta farsa tan grotesca como visionaria sobre el delirio de poder no conoce límites en su codicia. Y, como en la obra de teatro, cualquier realidad que obstaculice su sed de conquista, dominación y posesión, la arroja “a la trampa”, su expresión favorita, haciéndola desaparecer, tragada por su estómago de ogro insaciable.

En el espacio de una semana, ante nuestros ojos, han caído dos pueblos en la trampa del Padre Ubú, que preside los Estados Unidos de América desde el 20 de enero. ¡Los palestinos en la trampa! ¡Los ucranianos en la trampa!

El 4 de febrero, Donald Trump pedía la limpieza étnica de la Franja de Gaza, despojada de su población palestina, que desea expulsar, sin posibilidad de retorno, a Jordania y Egipto. Una semana después, el 12 de febrero, al término de una interminable conversación telefónica de noventa minutos con Vladimir Putin, anunció la inminente conclusión de un acuerdo ruso-americano que pondría fin a la guerra de agresión de Moscú contra Ucrania, en el que no cuentan con los dirigentes ucranianos ni con los gobernantes europeos.

Esas dos fechas, en las que se arrojaron a un mismo agujero negro los derechos de los pueblos palestino y ucraniano, quedarán como el doble golpe de gong que señala el cambio de rumbo del mundo hacia una era radicalmente nueva. Este momento de cristalización ha ido acompañado, en los últimos días, de una violenta ofensiva ideológica del nuevo poder norteamericano contra Europa, atacando explícitamente su frágil cohesión para dar la mano a la extrema derecha nacionalista y xenófoba del continente.

Más que como realidad institucional, Europa es aquí atacada como símbolo de los valores democráticos que reivindica, mal que bien, seguro que de manera imperfecta, desde que tomó conciencia, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, de la catástrofe que había producido para toda la humanidad sus delirios de dominación colonialista e imperialista, cuyo motor inagotable es el capitalismo.

En París, en la Cumbre para la Acción sobre Inteligencia Artificial, el vicepresidente americano J. D. Vance lanzó una diatriba contra toda regulación de la tercera revolución industrial, la revolución digital, defendiendo un derecho absoluto de los monopolios capitalistas que se han apoderado de ella. En Bruselas, durante una reunión del grupo de contacto sobre la defensa de Ucrania, el secretario de Defensa, Pete Hegseth, anunció abruptamente que la alianza americano-europea, cuya expresión estratégica es la OTAN, ya no está entre las preocupaciones de Washington, pues  Estados Unidos tiene otras prioridades: “la seguridad de nuestras propias fronteras”.

Y en la Conferencia de Seguridad de Múnich, J. D. Vance pronunció un discurso programático al que no habrían puesto pega alguna los ideólogos de la Rusia de Putin, defensores de los valores tradicionales frente a un Occidente supuestamente decadente. “Hay un nuevo sheriff en Washington”, sentenció, erigiendo a este vaquero del oeste en líder de una cruzada mundial contra la única amenaza que sería “la migración masiva”, antes de terminar religiosamente con un “Que Dios les bendiga”.

En un discurso orwelliano acorde con la censura del lenguaje ya pronunciada por Donald Trump —discurso en el que se invocó la “libertad de expresión” para combatir los principios humanistas y democráticos más elementales, mediante el libre uso de palabras racistas y discriminatorias—, el vicepresidente norteamericano erigió “la voz del pueblo”, reducida a la mera votación, en un valor cardinal, si no único, en detrimento de cualquier contrapoder: “No hay lugar para cortafuegos”, resumió.

Dos evidencias y un desafío vital

Con Trump y con Putin, de la democracia solo queda la apariencia electoral, manipulada o falseada. El golpe de Estado en marcha en Estados Unidos reivindica un poder sin restricciones del ejecutivo presidencial sobre la administración, la sociedad, la justicia, los medios de comunicación, la oposición y las protestas.

La elección de Arabia Saudí para sellar esta semana la alianza entre Washington y Moscú es en sí misma un mensaje: un reino absolutista, arraigado en el integrismo religioso, cuyo hecho de armas más notable fue el asesinato en 2018 del periodista disidente Jamal Kashoggi. Este pacto oligárquico ruso-americano debería por lo tanto sellarse en Riad, bajo el alto patrocinio del monarca Mohammed bin Salman, un año después de la muerte en prisión del opositor ruso Alexei Navalny (el 16 de febrero de 2024) y tres años después de la invasión del imperialismo ruso en Ucrania (el 24 de febrero de 2022).

Estamos en un momento en el que, como un precipitado químico, la historia se acelera bruscamente, dando a luz a amenazas definitivas que hasta entonces parecían solo potenciales, poniéndonos delante de los ojos dos evidencias que nos lanzan un desafío vital.

La primera evidencia es que hemos entrado en un período en el que las dos antiguas potencias rivales de la guerra fría se han puesto de acuerdo para poner fin al derecho internacional de manera radical. Para Trump y Putin, al igual que para sus diversos aliados y avatares, desde Netanyahu hasta Orbán, ninguna regla supranacional es legítima, solo cuenta la relación de fuerzas construida por el enfrentamiento y, sobre todo, ningún derecho humano es oponible a las políticas que ellos imponen a su pueblo o a los que someten. Solo es justo lo que yo creo que es bueno para mi pueblo, podría ser su lema, un precepto que ya reivindicaba Adolf Hitler.

Un lema que Trump ha reivindicado recientemente en X, publicando este mensaje, que estaría inspirado en Napoleón: “El que salva a su país no viola ninguna ley”. Los especialistas americanos en extrema derecha no han dejado de señalar que Elon Musk, el propietario de esa red social que se comporta como un copresidente no electo, compartió inmediatamente ese mensaje acompañándolo de 14 banderas americanas. Se trata, de hecho, de una referencia a las "14 palabras" del lenguaje codificado de los supremacistas blancos, es decir: “Whe must secure the existence of our people and a future for white children” (Debemos asegurar la existencia de nuestro pueblo y un futuro para los niños blancos).

El destino de Ucrania y Palestina es la demostración brutal en la escena diplomática de esta ruptura con cualquier ideal de un mundo interrelacionado y una humanidad en común. Donald Trump puede permitirse este golpe de fuerza porque la “doble moral” de la mayoría de los dirigentes occidentales frente a los conflictos de Ucrania y Gaza ya ha dejado maltrecho el derecho internacional que debería haber sido intangible en ambos casos.

Apoyar la guerra de Netanyahu y sus crímenes de guerra y contra la humanidad era hacerle el juego a Putin y sus crímenes de guerra y contra la humanidad. Los bandos opuestos, uno alineado con el compromiso proisraelí de la presidencia de Joe Biden y el otro indiferente con la peligrosidad del nuevo imperialismo ruso, se enfrentan hoy a la realidad ignorada por sus respectivas cegueras: Estados Unidos y Rusia hablan el mismo idioma, el de la ley del más fuerte, sin límites ni frenos. En otras palabras, el de la catástrofe asegurada de una supuesta grandeza que, inevitablemente, establece una jerarquía de humanidades, civilizaciones, religiones, naciones, etc.

No es casualidad, por supuesto, que Trump haya decidido autoritariamente criminalizar al Tribunal Penal Internacional, convirtiendo a sus magistrados en delincuentes. Tanto Netanyahu como Putin, ambos perseguidos por el TPI, no pueden sino alegrarse.

Es interminable la lista de rupturas de la nueva presidencia americana con toda interdependencia y multilateralismo en las relaciones internacionales. Retirada de la Organización Mundial de la Salud y de los Acuerdos de París sobre el clima, violación de las normas de la Organización Mundial del Comercio mediante la imposición a diestro y siniestro de aranceles aduaneros, salida de varios organismos de las Naciones Unidas, incluidos los de derechos humanos y refugiados palestinos, congelación de los fondos de USAID destinados a la ayuda humanitaria y al desarrollo, etc.

La nueva presidencia americana encarna un capitalismo mafioso, al igual que su aliado ruso: un capitalismo sin regulación, sin trabas, sin límites

La segunda evidencia queda ilustrada por otra de las decisiones expeditivas tomadas por Trump: de un plumazo, con la firma de un simple decreto, suspendió una ley anticorrupción de 1977, la Foreign Corrupt Practices Act, que prohibía a las empresas norteamericanas practicar la corrupción con directivos y responsables, no solo en Estados Unidos, sino sobre todo en el extranjero. Por si había alguna duda, la nueva presidencia americana encarna un capitalismo mafioso, al igual que su aliado ruso: un capitalismo sin regulación, sin trabas, sin límites, donde solo reinan la codicia, el beneficio, el enriquecimiento...

Este capitalismo mafioso, cuyo advenimiento predijeron y documentaron los italianos Roberto Scarpinato y Roberto Saviano, une el universo de los oligarcas rusos y americanos. La banda de San Petersburgo que se apoderó de las riquezas rusas tras la llegada al poder de Putin (ver este artículo de François Bonnet) y los multimillonarios de Silicon Valley que compraron a precio de oro una presidencia con Trump, comparten el mismo imaginario depredador.

Como todas las mafias, sus únicas reglas son el dinero (la acumulación sin límites), la violencia (los fines justifican todos los medios) y el secreto (ningún derecho de inspección o control por parte de la sociedad). Se puede añadir la religión como pretexto oscurantista, que justifica la persecución de las minorías, las diferencias y las disidencias. Así como las bandas criminales se reparten los barrios y comparten los tráficos, están dispuestas a dividir el mundo según sus intereses, en una huida hacia adelante extractivista y brutal cuyos objetivos y víctimas son la naturaleza y la humanidad. Desde las materias primas, petróleo y gas, hasta los datos personales, es decir, nuestras individualidades, estos oligarcas, tanto rusos como norteamericanos, tienen en común enriquecerse acaparando, o incluso robando, riquezas que no les pertenecen.

En estos tiempos difíciles, la desesperación no es una opción

Bernie Sanders

Lo que nos queda por tanto es enfrentarnos a ello. “En estos tiempos difíciles, la desesperación no es una opción”, repite una y otra vez el senador Bernie Sanders, convertido en la voz del resistencia en Estados Unidos frente al silencio abismal que atestigua el abatimiento de la izquierda americana. Lo dice con tanta convicción porque, a diferencia de los acomodos demócratas, este espíritu independiente, fiel a sus revueltas fundacionales, no ha dejado de dar la alarma sobre la catástrofe actual: la del propio capitalismo, cuya oligarquía es el vástago natural, en su carrera ilimitada, depredadora y dominante.

De la misma manera que Hitler y el nazismo no eran ajenos a la Europa que los engendró y que ellos devastaron, Trump y Putin no son ajenos a esta supuesta “globalización feliz” (la expresión es del inefable Alain Minc) que, tras la caída de la Unión Soviética, fue el cuento de hadas que disfrazó el desencadenamiento en todo el planeta del reino de la mercancía con total indiferencia por el bien común. Son sus criaturas lógicas e inevitables mientras no se cuestione al capitalismo mismo, encarnaciones de esta barbarie en la civilización que conlleva su desmesura y que está otra vez de regreso (ver esta tribuna de Romaric Godin).

El pasado nunca se repite de la misma manera en el presente, pero su recuerdo siempre es una alerta vigilante. Los acontecimientos de los últimos días han recordado así dos precedentes históricos cuya evocación no es un anacronismo sino un eco. En primer lugar, los Acuerdos de Múnich, que en 1938 significaron la cobarde rendición de las potencias europeas, Francia y Gran Bretaña, ante el imperialismo nacionalsocialista. En segundo lugar, el Pacto germano-soviético de 1939, firmado por los regímenes nazi y comunista a costa de los pueblos europeos, en particular Polonia y los países bálticos.

Solo el futuro dirá qué es lo que la historia recordará del discurso del vicepresidente J. D. Vance en la conferencia de Múnich y del pacto Trump-Putin, cuya víctima es Ucrania. Además, por muy asombroso que sea en este momento, el acontecimiento aún está en marcha y solo su desenlace final nos dirá si la mayoría republicana del Senado y de la Cámara de Representantes lo aprueba, acelerando el cambio hacia lo inédito e imprevisible. Al igual que todavía no sabemos qué inventará, o no, la tardía y muy imperfecta toma de conciencia europea como respuesta al pacto de los oligarcas Trump y Putin.

Pero lo que ya sabemos es que no hay que titubear, y eso es lo que sugiere recordar lo que pasó entre 1938 y 1940, cuando, por desgracia, todo ya estaba decidido a fuerza de abandonos, renuncias y adaptaciones. Ahora está en juego lo esencial: simplemente la igualdad de derechos que, desde su proclamación rousseauniana en el siglo XVIII, es el principio y la causa de las emancipaciones.

Todas y todos tenemos pues una cita con nosotros mismos, con nuestros ideales, con nuestros principios, con lo que nos une en nuestra diversidad, con lo que nos aglutina en nuestra pluralidad. Al igual que ocurrió con las buenas voluntades que, superándose a sí mismas, a sus prejuicios y a sus sectarismos, se reunieron entonces para luchar juntas contra la peste parda, porque se trata de la misma epidemia, en nuevas e inéditas variantes.

 

Caja negra

Paralelamente a la redacción de este artículo, he hecho un resumen en una columna para Backseat, el programa de Jean Massiet:

Mi columna para Backseat

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Traducción de Miguel López

 

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