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El heroísmo común de Bohumil Hrabal

El escritor checo Bohumil Hrabal, en 1988.

Bohumil Hrabal tuvo tan mala suerte como los personajes de sus novelas. Empezó naciendo, como tantos, en 1914 en el rincón del Imperio austrohúngaro que acabaría siendo la República Checa, proeza que le costó vivir las dos guerras mundiales en el mismo corazón de las contiendas, con el bonus de la Unión Soviética y la Primavera de Praga. Se inscribió, después de mucho estudio, en la Universidad Carolina de Praga en 1935, pero los nazis la cerraron durante la ocupación. El régimen comunista prohibió sus poemas apenas comenzó a publicar.

Trenes rigurosamente vigilados (1965) fue adaptada al cine por Jiří Menzel, su director favorito, y ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1967. El golpe de suerte no fue tal: el filme quitó protagonismo al libro, prohibido poco después con la invasión soviética y el aplastamiento de la revuelta en Praga. Hasta ahora, que Seix Barral la recupera cuando se cumplen 20 años de su muerte. Una muerte que se tambalea entre la tragedia y la comedia, como los tontos sabios sobre los que escribía: según los médicos, cayó desde la quinta planta del hospital cuando alimentaba a las palomas; según sus conocidos, se suicidó. 

Hrabal es, según su biógrafa y amiga, Monika Zgustova, que prologa el libro, de la estirpe de Jaroslav Hašek —autor de El buen soldado Švejk, considerada una obra cumbre de la literatura checa— y Franz Kafka, amigos del absurdo y de un humor negro en el primer caso y gris burocracia en el segundo. El centenario del nacimiento de Hrabal dejó una exposición en la Casa del Lector (en el centro cultural madrileño Matadero) y la publicación de Tierno bárbaro (Galaxia Gutenberg), escrito en 1973 en el bosque de Kersko, donde se refugió huyendo del Gran Hermano ruso. Las 150 páginas de Trenes rigurosamente vigilados, llenas de golpes cómicos deslumbrantes y reflexiones sombrías, son un gesto más para devolverle al panteón de la literatura europea

El escritor no comenzó a serlo a tiempo completo hasta rozar los 50 años. Cuando los nazis le sacaron de la facultad de Derecho —cuando más aburrido se encontraba, según Zgustova— se apuntó a un curso para trabajar como ferroviario. Su experiencia en este oficio, que ejerció durante cuatro años, es el germen del libro, la historia de Milos, un chico que trabaja en la estación de trenes de su pueblo en plena invasión nazi. Entre bombardeo y nombardeo, el director de ferrocarriles, colaboracionista, pide a la plantilla que vigile "rigurosamente" ciertos cargamentos indispensables para el Führer. Milos decidirá demostrar su valor haciendo saltar por los aires uno de ellos. 

Para Hrabal, no hay otro heroísmo que este, los pequeños gestos, a veces absurdos de tan deslabazados, de los hombres comunes. Zgustova cuenta que su credo era el hominismohominismo, y no el humanismo: más que la humanidad, al autor le interesa el ser humano corriente y su fuerza para soportar su mera existencia, dura en el peor de los casos y estúpida en el mejor. Pero no hay en él, cansado de tanques y de desfiles, ningún heroísmo rancio. Da fe de ello el ficticio Milos, cuyo abuelo era hipnotizador —algunos vecinos veían en este oficio una excusa para "hacer el vago toda la vida"— y decide parar a los nazis con la fuerza de su mente: 

"(...) Llevaba los brazos estirados y con los ojos les infundía a los alemanes la idea, dad la vuelta y regresad...., y de verdad, el primer tanque se detuvo, todo el ejército se quedó quieto, el abuelo tocó aquel tanque con los dedos y siguió emitiendo la misma idea... dad la vuelta y regresa, dad la vuelta y regresad, dad la vuelta..., y después un teniente hizo una señal con un banderín y el tanque se puso en marcha, pero el abuelo no se movió y el tanque lo atropelló, le arrancó la cabeza, y ya no hubo nada que le cerrara el camino al ejército del Reich." 

"La vida de Hrabal está marcada por gags semejantes a los de una película muda, regidos por una extraña lógica, y que de alguna manera se reflejan en su obra", recuerda Zgustova. Sus anécdotas no estaban teñidas todas de este humor negro. Durante su examen para ferroviario, resolvió una pregunta poniendo en práctica la técnica de Gary Cooper en un western, que averiguaba la distancia de un tren pegando su oreja a la vía. Era seguramente el único checo que no quería que acabara la guerra, para no tener que desprenderse de su bonito uniforme con botones dorados y regresar al plomizo Derecho. Otras son más trágicas: un dirigente de las SS estuvo a punto de pescar un sabotaje en la vía. No lo hizo. Quizás su mayor suerte fuera sobrevivir a la(s) guerra(s)

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Hrabal ponía a prueba su talento como contador de historias en las tabernas, por las que se movía con una soltura que le venía de una familia de cerveceros. Por eso, Trenes rigurosamente vigilados existió primero como La leyenda de Caín, una narración sobre el suicidio que escribió en 1949 y dejó reposar —¿fermentar?— hasta 1965, cuando la recupera y reescribe. Si esta nació de su experiencia en las vías del tren, Anuncio una casa donde ya no quiero vivir salió de su trabajo en una fábrica metalúrgica, Una soledad demasiado ruidosa, de un centro de reciclaje de papel, y Bodas en casa de su empleo de las tramoyas de un teatro.

Se negó durante años  a abandonar estos empleos tan duros, aunque podría haber permanecido en los lujos de la casa paterna. Comenzó a dedicarse a la escritura exclusivamente en los setenta, cuando aceptó retractarse públicamente de su oposición al régimen. Entonces vivía ya lejos de aquel mundo que le obligaba a contradecirse, en una casita en los bosques cerca de Praga en la que nunca instaló agua corriente: "Un escritor debe ser sencillo, debe vivir como los otros". Como sus personajes, tipos comunes en todo salvo en su inventiva, en su lenguaje lúcido y barroco. También murió como ellos. O, al menos, como aquel Caín que dejó reposar. 

 

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