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Una "salida democrática a tientas" para la paradoja catalana

Portada de 'Cataluña España. ¿Del conflicto al diálogo político?'.

"Estimular el debate académico, político y social". No es un propósito sencillo cuando se trata de abordar el conflicto catalán. Es lo que se propone el libro Cataluña España, Catalunya Espanya en su edición en catalán, publicado por Catarata a partir de la iniciativa del Centre d’Estudis de Temes Contemporanis (CETC) de la Generalitat de Catalunya. Su editor, Pere Almeda, y sus coordinadores Jordi Muñoz, Jordi Amat, Gemma Ubasart, César Colino, Ignacio Molina, Jaume López, Zelai Nikolas y Mario Zubiaga, reúnen en el volumen más de 60 artículos sobre los distintos aspectos del conflicto, desde la dimensión interna del independentismo hasta sus implicaciones europeas, en un esfuerzo por reunir posturas plurales en torno a uno de los principales desafíos políticos del país. Aquí recogemos un extracto del artículo del politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca

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Una salida democrática a tientas

En el estudio de la Lógica, las paradojas ocupan un lugar muy destacado. Se trata de actos de habla en los que resulta imposible establecer su verdad o validez. La más famosa es la paradoja del mentiroso, cuya primera formulación puede encontrarse en el Evangelio de San Pablo: el cretense Epiménides afirmó que todos los cretenses eran unos mentirosos. Si Epiménides dijo la verdad, se sigue que él mismo era un mentiroso, luego deberíamos concluir que su afirmación era falsa. Pero si es falso lo que dijo Epiménides, se confirma su tesis de que todos los cretenses son unos mentirosos y no nos queda más remedio que concluir que es verdad.

Hay muchas formulaciones alternativas de la paradoja del mentiroso. Bertrand Russell planteó este enigma: sea un barbero que solo afeita a aquellos que no se afeitan a sí mismos. ¿Quién afeita entonces al barbero? Si el barbero no se afeita a sí mismo, debería hacerlo, pues él se encarga de afeitar a quienes no se afeitan a sí mismos; pero si se afeita, no debería afeitarse a sí mismo, pues solo afeita a quienes no se afeitan a sí mismos.

El punto ciego de la democracia

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Pues bien, resulta sencillo establecer una analogía entre las paradojas de los actos de habla y la paradoja democrática que se suscita ante una demanda de secesión. La democracia puede procesar y hacerse cargo de cualquier conflicto, cuenta para ello con un conjunto de reglas y procedimientos. Pero no puede dar una solución democrática al cuestionamiento de la condición de posibilidad de la propia democracia.

La democracia, en cuanto forma de autogobierno colectivo, requiere de una colectividad que quiera tomar decisiones colectivas conjuntamente. Esa colectividad o pueblo es el demos con el que se forma el término “democracia”. Una vez que está claro quién forma parte del demos, la democracia se pone en funcionamiento. ¿Qué sucede, sin embargo, si se cuestiona el demos en función del cual se toman las decisiones colectivas? Cuando así ocurre, nos encontramos con algo muy parecido a las paradojas lógicas. La democracia puede resolverlo todo excepto el cuestionamiento de su condición posibilitante, que es la existencia de un demos que quiera gobernarse a sí mismo. El problema de la constitución del demos es un problema predemocrático y puede considerarse una especie de punto ciego para la democracia.

El problema puede resumirse así: un demos existente, llamémosle A, se fragmenta en dos subconjuntos, a y b. El subconjunto a (mayoritario) reclama la totalidad e integridad de A, dice que las decisiones colectivas han de tomarlas a y b juntos porque a y b forman parte de A. Sin embargo, b no quiere tomar decisiones con a, quiere separarse del demos A y empezar a tomar decisiones por sí mismo, como un nuevo demos B. La regla de mayoría no sirve para dirimir el conflicto: b no quiere tomar decisiones con a y, por tanto, si b es una minoría frente a a, b no aceptará el uso del principio de mayoría en A. A su vez, a no aceptará una decisión que tome b por su cuenta, pues no le reconoce a b condición de demos propio.

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La solución española

En España ha habido dos crisis de demos en los últimos veinte años, una en el País Vasco (Plan Ibarretxe) y otra más reciente en Cataluña (procés y sucesos de otoño de 2017). A mi juicio, en ninguna de las dos se abordó el problema desde parámetros democráticos como los que acabo de mencionar. En el caso del Plan Ibarretxe, se utilizó el principio de mayoría en el Parlamento español, rechazándose por un margen muy amplio la propuesta del Parlamento vasco (a se impuso a b). Dicha crisis acabó superándose con la evolución del principal partido vasco, el PNV, hacia posiciones más moderadas. En el caso de Cataluña, la crisis está siendo más compleja y duradera y además ha llegado mucho más lejos, tensando las costuras de la democracia española.

Desde la sentencia limitadora del Tribunal Constitucional de 2010, en la que, entre otras cosas, se cegaba toda vía de reconocimiento de la plurinacionalidad en España, los sucesivos gobiernos no han abierto en ningún momento un canal formal de diálogo o un foro negociador. El actual Gobierno de Pedro Sánchez está intentando poner en marcha una mesa negociadora, pero hasta el momento han surgido diversas dificultades que han impedido su materialización y desarrollo. Con otras palabras, en estos largos años, mientras se agudizaba la crisis constitucional, no se ha explorado ninguna fórmula para encontrar una solución que sea satisfactoria para todas las partes. El mayor avance, en este sentido, ha sido la Declaración de Pedralbes del 20 de diciembre de 2018, en la que los Gobiernos de España y Cataluña acordaron un breve texto en el que se reconocía la existencia genérica de un conflicto sobre el futuro de Cataluña y se apostaba por la vía del diálogo.

La parte minoritaria, la del independentismo catalán, hizo en su día numerosas llamadas al diálogo. A veces esas llamadas venían acompañadas con propuestas, como cuando la delegación del Parlamento catalán solicitó en el Congreso el 8 de abril de 2014 que, mediante ley orgánica, se diera poderes al Gobierno catalán para poder realizar una consulta o referéndum no vinculante sobre el futuro político de Cataluña; sin embargo, PP, PSOE y UPyD votaron en contra de aquella iniciativa alegando su inconstitucionalidad. Pero incluso si hubiera sido inconstitucional, lo cual es dudoso y materia de debate, esos mismos partidos podrían haber considerado que, en la medida en que se trataba de una solución pactada del problema catalán, merecía la pena poner en marcha un proceso de reforma constitucional para encontrar el encaje legal a dicha consulta.

No solo el Gobierno español rehusó la vía negociadora, sino que además llevó a cabo operaciones secretas con recursos públicos orientadas a difamar a los líderes del independentismo. Así quedó acreditado en dos comisiones de investigación, una en el Congreso y otra en el Parlament. Recientemente, se ha ido confirmando el juego sucio de los gobiernos de Mariano Rajoy gracias a los audios incautados al comisario Villarejo. El espionaje a políticos y autoridades del Estado con recursos públicos es una de las quiebras más graves del orden constitucional, pues, además del abuso de poder que supone, altera las reglas de la competición política.

Cuando la situación “reventó” en otoño, el Estado español reaccionó tratando de evitar el referéndum del 1 de octubre de 2017 mediante el uso de la fuerza, encarcelando preventivamente a los líderes civiles del independentismo y poniendo en marcha una especie de “causa general” contra el independentismo bajo la acusación abusiva del delito de rebelión. Aunque jueces y fiscales, con el Tribunal Supremo a la cabeza, han continuado esta ofensiva, la moción de censura de 2018 ha significado un cambio de orientación en la política del Gobierno central, si bien cabe pensar que llega demasiado tarde, cuando el daño “democrático” ya está hecho.

La solución catalana

El movimiento independentista se ha caracterizado por el empleo de formas pacíficas de protesta, resistencia y desobediencia civil y política. Los únicos episodios de violencia callejera se produjeron en 2019, a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo en la que se establecían penas largas de cárcel para los principales líderes políticos del procés. A mi juicio, el movimiento fue exquisitamente democrático hasta las elecciones autonómicas de 2015. Tras aquellas elecciones, que las fuerzas independentistas presentaron como plebiscitarias, la mayoría absoluta independentista del Parlament continuó su proyecto de separación a pesar de contar con un apoyo electoral por debajo del 50 % (calculado sobre el censo, no alcanzaba al 40 % de la sociedad catalana). A partir de aquel momento, el movimiento actuó, digamos, “por encima de sus posibilidades”, como si tuviera un apoyo y legitimidad abrumadores, cuando resultaba obvio que no era así. El independentismo creó unas expectativas imposibles de materializar, por lo que los líderes terminaron atrapados en la estrategia que ellos mismos habían planificado, sin más salida que adoptar una postura que podríamos llamar “sacrificial”, consistente en mostrar a las bases que tenían la determinación inquebrantable de seguir adelante costara lo que costara. El resultado fue el viaje a ninguna parte de otoño de 2017; primero las leyes de transición y referéndum, luego el referéndum del 1 de octubre y, finalmente, la declaración de independencia del 27 de octubre, puramente “expresiva” y sin consecuencias de ningún tipo.

Creo que, por grave que fuera la desobediencia política y la deslealtad constitucional de las autoridades catalanas, la respuesta penal del Estado no fue adecuada por motivos tanto estratégicos como de principio. Los sucesos de otoño de 2017 fueron los propios de una crisis constitucional, pero no de una rebelión o una sedición. En este sentido, el déficit de sensibilidad democrática de las instituciones del Estado (y de buena parte de la sociedad civil) explica la rápida extensión de la tesis atrabiliaria de que el independentismo intentó llevar a cabo un “golpe de Estado”. Un golpe de Estado consiste en la toma del poder central mediante la violencia o la amenaza, en casi todos los casos con la participación del Ejército o de una parte de este (el autogolpe puede ser una excepción). Los golpes suelen ser sucesos breves y nunca se anuncian por adelantado. Asimilar los sucesos de otoño a un golpe ha sido la manera más expeditiva de justificar la aplicación de los tipos más duros del Código Penal a los acusados. Esta respuesta penal no ha resuelto el problema político subyacente y ha debilitado tanto los fundamentos de la democracia española como la imagen exterior del país.

Sin embargo, el rechazo de la forma en que se ha juzgado a los líderes independentistas no implica que sus actos estén libres del reproche político y democrático. Como ha señalado Jordi Muñoz en el que a mi juicio constituye el análisis más penetrante hasta la fecha sobre el procés, Principi de realitat, los pasos dados en otoño de 2017, más allá del valor histórico que puedan tener para el movimiento independentista, en cuanto hitos en una larga lucha por el Estado propio, fueron en última instancia un fracaso en la búsqueda de una salida democrática que, cualquiera que fuese el resultado, resultara aceptable para una mayoría muy amplia de catalanes. El desafío, como plantea Muñoz, no es tanto que haya una mayoría más o menos amplia en Cataluña a favor de la independencia, sino que se establezca una forma democrática, cargada de legitimidad y aceptada por (casi) todos, sobre cómo resolver las diferencias políticas acerca del futuro político de Cataluña

La solución democrática

El sistema político español no ha abordado desde parámetros democráticos la demanda de independencia procedente de Cataluña. La cerrilidad del Gobierno del Partido Popular y la hostilidad de los jueces han servido ante todo para radicalizar al movimiento independentista catalán. Al estrecharse su margen de acción, el independentismo no quiso retroceder y optó por la estrategia unilateral, consistente en una ruptura por la vía de los hechos, tal y como sucedió en otoño de 2017, estrategia que, por lo demás, no contaba con el apoyo popular necesario para una empresa de esta índole y que, en consecuencia, estaba condenada al fracaso. A su vez, la reacción del Estado a los sucesos de 2017 se ha basado en la represión y el castigo. En lugar de reconocer la existencia de una crisis constitucional derivada del cuestionamiento del demos nacional español, el Estado ha reducido el problema a una cuestión de seguridad y orden público, resoluble mediante la intervención de los cuerpos policiales y los tribunales penales.

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Solo si partimos de la base de que, por debajo de todos esos discursos, queda pendiente un problema democrático complejo y profundo, podremos empezar a desandar el camino recorrido. En este sentido, si algo tan sencillo como la Declaración de Pedralbes fuera secundado por todas las fuerzas políticas, sería más fácil encontrar alguna solución al problema de los políticos independentistas encarcelados o “varados” fuera de España y, a partir de ahí, podría ponerse en marcha un proceso negociador.

A mi juicio, correspondería entonces al Gobierno de España lanzar una propuesta de alcance constitucional con el propósito no solo de ganar mayores apoyos en Cataluña para la causa de la integridad territorial de España, sino también con el ánimo de introducir una mayor eficiencia en la estructura territorial del Estado. Dicha reforma, como se indica en el artículo introductorio de César Colino e Ignacio Molina sobre el debate en el Estado, puede articularse a partir de la combinación, en dosis variables, de elementos como federalismo, asimetría y plurinacionalidad. Al final del proceso, habría un referéndum, pero no sobre la independencia, sino sobre la propuesta que haga el Estado central tras negociar con las comunidades autónomas. Atendiendo a la naturaleza política del conflicto, no creo que bastara una reforma institucional si esta no viene acompañada por alguna forma de reconocimiento de la naturaleza plurinacional de España. Conseguir un consenso en torno a dicho reconocimiento, sobre todo tras la línea doctrinal que ha establecido el Tribunal Constitucional y en un contexto de un nacionalismo español excluyente en fase de crecimiento, será extremadamente difícil.

No es mi objetivo en este texto precisar las líneas maestras de la propuesta de reforma constitucional. Sin embargo, sí me gustaría señalar qué sucedería si dicha reforma no saliera adelante, por falta de acuerdo entre las fuerzas políticas, o porque, en el referéndum preceptivo de ratificación, no consiguiera un apoyo mayoritario en Cataluña. Por descontado, si la reforma constitucional se lleva a cabo y logra la ratificación popular no solo en el resto de España, sino también en Cataluña, la crisis se habría resuelto, no sé si para siempre, pero sí al menos por un tiempo. Seguiría habiendo independentismo en Cataluña, desde luego, pero probablemente no tendría el empuje que ha tenido en estos años. Pero si no fuera así, si no hubiera acuerdo sobre una propuesta de reforma o si la reforma fuera tan “tibia” que no consiguiera una mayoría amplia en Cataluña, creo que, habiéndose agotado la capacidad propositiva del Estado, no quedaría más remedio que proceder a la realización de un referéndum o consulta en Cataluña sobre la independencia.

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Que el fracaso de la reforma llevara a un referéndum sería el mejor acicate para que la derecha nacionalista española se involucrara en conseguir que la reforma tuviera éxito, levantando así el veto que ahora ejerce a cualquier cambio o negociación. Por otra parte, hacer depender el referéndum de la reforma constitucional serviría para no dar prima alguna al statu quo. Los inmovilistas saben que tienen el statu quo de su parte. La única forma de que entiendan que el statu quo no puede ser un refugio cómodo consiste en que, si no llega a haber reforma, se pongan los medios para que se celebre algún tipo de consulta pactada en Cataluña sobre la independencia.

Resumiendo: la propuesta consiste en dejar de lado el enfoque legalista de la crisis catalana, resolver el problema de los presos y negociar una reforma de alcance constitucional que sea ratificada popularmente en referéndum. Si el Estado no es capaz de elaborar esa reforma, o la reforma no consigue la aprobación ciudadana, entonces, agotada la vía reformista, no queda más remedio, democráticamente hablando, que permitir la realización de una consulta sobre la independencia de Cataluña y, en caso de que salga un resultado claro a favor de esta, abrir negociaciones sobre cómo proceder a la separación. Siempre cabe otra solución, abandonando el espíritu inclusivo y democrático: negar la crisis de demos, centrarse en el principio de legalidad y mantener una anomalía democrática en el seno del Estado el tiempo que sea preciso. No cabe descartar que esto último sea lo que acabe sucediendo.

Este artículo se publicó el día 3 de noviembre de 2020 en el sitio web de la revista IDEES.

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