Diablos azules

Azorín

Caballero Bonald en una foto de archivo.

José Manuel Caballero Bonald

Más de una vez lo vi cruzar por la Red de San Luis, por la Carrera de San Jerónimo, casi despojado de volumen, con esa furtiva actitud del que teme ser interceptado en el camino que conduce a la inmortalidad, ya transferido prácticamente al estado de momia andariega. Daba la impresión de que iba perdiendo peso a medida que se acercaba, deslizándose sin moverse, todo afilado y enjuto, con el perfil de un maniquí al que han pulido hasta la transparencia. Vendría del cine o iría al cine o no vendría ni iría a ningún otro sitio que a su propia esfera incomunicativa. Un rostro imperturbable, arrugado y terso a la vez, sobresalía tenuemente del sobretodo como si no perteneciera más que a medias a aquella figura tan enteca, tan pulcra y vaporosa.

Nunca me permití perturbar el orden rigurosísimo de ese paseo de Azorín y alguna vez lo seguí con ánimo de comprobar si aquel itinerario tenía su término natural o, por el contrario, se ajustaba a un circuito perpetuo. También era posible que una imagen tan sutil no admitiese ninguna comprobación sobre sus verdaderos desplazamientos. Vivía a un paso de donde siempre lo vi, por detrás del Congreso, calle Zorrilla, 21. Entraba en el portal de su casa como si hubiese elegido finalmente volver al lugar donde tenía su acomodo inmóvil y del que nunca debía de haber salido, sobre todo para no exponerse a algún presunto encontronazo con los emisarios de la fama.

Un día me agregué a título de intruso a una delegación de poetas de corte garcilasista que fue a visitar a Azorín. Iban a hablarle de un homenaje que se le quería tributar con motivo del cincuentenario de la publicación de La ruta de Don Quijote. El salón de la casa de Azorín tenía todo el aspecto del salón de la casa de Azorín, convenientemente enaltecido con el excelente retrato que le pintó Zuloaga. Libros, cuadros, más libros, cerámicas, más libros, cachivaches, más libros. Cada objeto estaba instalado en su correspondiente pulcritud y cada pulcritud aparecía alojada en su objeto preciso. Sólo recuerdo eso y unas espesas cortinas cuidadosamente recogidas con abrazaderas a ambos lados del balcón, como regulando la penumbra conventual de la sala. Azorín permanecía muy erguido, expuesto en una butaca que parecía afilar aún más su silueta. Era una copia en vivo del retrato de Zuloaga, sólo que más estático. No se sabía si estaba en estado de rigidez o en estado de gracia. Ni siquiera alteraba la posición de los párpados, acaso aguardando en funciones de efigie la justificación de aquella visita. Y eso fue lo que alguien expuso no sin la correspondiente vacilación.

El anciano se quedó unos momentos más hierático que de costumbre, si es que eso era materialmente posible, se barrió con el pulgar el labio inferior y pronunció estas aladas palabras: “¿Lo sabe el Caudillo?” Imposible remitir esa pregunta desquiciada a la mentalidad de un exponente de la historia, ya mitología, de la generación del 98, y menos a la remota conducta del José Martínez Ruiz seducido por los trasiegos literarios del anarquismo finisecular. Qué extraño resbalón ideológico el intercalado como una cuña de decrepitud en su biografía. Dice Azorín en su excelente diagnóstico sobre La Andalucía trágica: “Yo no quiero engañar al lector; yo no soy un sociólogo, ni un periodista ilustre. Ni un diligente reporter [sic]; yo soy un hombre vulgar al que no le acontece nada”. Demasiada modestia incluso para el causante de una prosa tan modesta.

Al margen de actitudes civiles y estilos narrativos, Azorín nos mostró un óptimo sistema de releer a su manera a los clásicos de siempre y un temerario modo de pronosticar sobre los clásicos futuros. En efecto, hay relumbres notables en sus recordatorios de Manrique, Garcilaso, Juan de Yepes, Cervantes, Góngora. Pero cuando se aventura por los intramuros del realismo aposentado entre el XIX y el XX en busca de cánones, qué extravíos estéticos lo hacen evocar con flagrante desenfoque a un Pereda o un Ricardo León, otorgándoles una tasación artística que el tiempo abarató sin contemplaciones. Azorín escucha con solvencia el eco de nuestras mejores voces literarias, pero yerra cuando se anticipa a ese porvenir situado entre la ganga y la mediocridad.

El autor de Los pueblos inventa para uso de adictos al 98 las pautas ideales de esa entelequia llamada alma nacional. Reproduce en el lienzo de los costumbrismos modélicos los rasgos de unos ascéticos caminos de Castilla que eran los lugares comunes de Castilla. Sin esa operación registradora de paisajes y figuras tal vez hubiesen sido muy otros los sucesivos aires castellanos incorporados al refranero. Azorín disponía de una curiosidad tan exacerbada, de un sentido de penetración en la realidad tan estricto, que se valió antes de las mañas periodísticas que lo dejaban todo en claro que de los trasuntos literarios que propiciaban una operativa ambigüedad.

Azorín traspasó a su escritura todo lo pulcro y adelgazante de su apariencia. No se produjeron ni circunloquios ni ciclos intermedios. Allí estaba la prosa ortopédica frente al lector como un veredicto inapelable. Una prosa lacónica, indefectiblemente utilitaria, estimable en términos de abalorio, sobria hasta la sequedad, hecha de elementales economías sintácticas, sostenida por un léxico ligeramente arcaizante, cada sustantivo adornado de dos, tres adjetivos. “La literatura está en el adjetivo”, dijo certeramente alguna vez. Pero su prosa era tan sucinta que en ocasiones, más que prosa, parecía apunte de urgencia, nota de agenda, la antítesis en cierto modo de la de su paisano Gabriel Miró. No era fácil colegir que aquel paradigma de estilo entrecortado, desmigajado, sometido a los más tradicionales controles prosódicos, tan regulado por un orden minucioso y maniático, fuese obra de un antiguo anarquista que se asomó complacido a los higiénicos desniveles de las vanguardias.

Un príncipe de la Edad de Bronce

Un príncipe de la Edad de Bronce

Ahí queda, por ejemplo, una rara obra de Azorín de la que yo fui lector tardío, Brandy, mucho brandy (1927), y que es una de las más peculiares incursiones del autor en el teatro. Se trata de una especie de “sainete sentimental” donde de pronto se hace notoria una pretensión de novedad ciertamente llamativa y donde se filtra como un tácito empeño de cómica desobediencia al canon dominante. También hay por ahí recuerdos más o menos difusos de las truncadas apetencias surrealistas del autor. Pero todo eso sólo perseveró en momentos y situaciones muy poco significativas, desplazado quizá por la supremacía implacable de la llaneza. A lo mejor lo que se entiende por incumbencia artística del estilo viene a depender de una vieja ley de las compensaciones: la que sostiene que la excesiva asepsia conduce al tedio excesivo. O dicho de otro modo: que el aburrimiento escamotea a veces la lucidez.

*J. M. Caballero Bonald es novelista, poeta y ensayista. Ha recibido numerosos galardones como el Premio Nacional de las Letras (2005), el Nacional de Poesía (2006) y el Cervantes (2012). Su último libro publicado es el poemario J. M. Caballero Bonald Desaprendizajes (Seix Barral, 2015). Este texto es un extracto del libro Examen de ingenios, de próxima publicación.

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