La portada de mañana
Ver
Cinco reflexiones cruciales para la democracia a las que invita la carta de Sánchez (más allá del ruido)

Desde la tramoya

Mentiroso y defraudador

En una nueva constatación de que sigue siendo el mejor diario del mundo, el New York Times publicó el martes las averiguaciones de una amplísima y larga investigación sobre la procedencia de la fortuna del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Sólo la calidad con que se ha presentado el estudio, con un meticuloso diseño, algunos vídeos y varios despieces muy atractivos, amerita la lectura. Aún hay esperanza para el –caro– periodismo de investigación riguroso, capaz de combinar el trabajo de redacción convencional con una buena presentación en versión electrónica.

Pero el contenido de lo revelado es más impresionante aún que la calidad del artículo. Primero, Donald Trump miente. Donald Trump es un mentiroso, por si había alguna duda. Según una historia repetida por él decenas de veces, todo lo que él recibió de su padre fue un préstamo de un millón de dólares que luego devolvió con intereses. El magnate se presentaba así como un genio de las finanzas, hecho a sí mismo, encarnación suprema del sueño americano. La realidad es que él y sus hermanos recibieron, desde que eran bebés, ingentes cantidades de dinero. La primera transferencia de fondos que certifican los reporteros del diario neoyorquino es del momento en que el presidente tiene tres años, cuando empieza a cobrar el equivalente a 200.000 dólares anuales (en valor de hoy).  El resultado final es que Fred Trump, el padre, ingresa por 295 fuentes identificadas, no menos de mil millones de dólares a sus vástagos. Donald en particular a los ocho años ya era millonario, y cuando estaba en sus 40 y sus 50, recibía más de 5 millones anuales. En total, calcula el Times, el presidente recibió al menos 413 millones. Para calcularlo, el diario ha revisado más de cien mil documentos y ha contado con decenas de declaraciones “off the record” de ex empleados del generoso padre.

No hay ninguna duda posible de que el presidente Trump ha mentido desde hace décadas y sigue mintiendo hoy. El mundo entero podía sospechar de sus embustes, porque tras 40 años, Trump ha roto la tradición de que los presidentes publiquen –aunque la ley no les obliga a hacerlo– sus declaraciones fiscales. Desde Nixon, todos, menos Trump, han publicado sus cuentas anuales.

Además de mentir, Trump, sus padres y sus hermanos, defraudaron a la hacienda pública. Con un complejo entramado de operaciones, ocultaban como meros traspasos comerciales donaciones que habrían tenido que tributar mucho más alto. Las leyes estadounidenses, y las del Estado de Nueva York en concreto, son muy exigentes al respecto. Pero Trump padre se apoyaba en un marasmo de sociedades interpuestas, abogados serviles, y cierta condescendencia de las administraciones, para defraudar al fisco cantidades ingentes de dinero. Una práctica habitual de Donald Trump era declarar los bienes que se vendían muy por debajo de su valor, para declarar poco por ellos (como cuando nosotros vamos al notario y escrituramos la venta de una propiedad por un valor menor de aquél por el que realmente se vende).

A estas alturas del mandato de Trump, y gracias a la resistencia de buena parte de los medios de comunicación y de la sociedad más ilustrada de Estados Unidos, no cabe ninguna duda del peligro que el presidente representa para el futuro de la humanidad. El peligro, efectivamente, estriba en la legitimidad de su presidencia. Nadie discute que Trump llegó allí por el mérito de hacerse con más votos electorales que Hillary Clinton. Merece estar ahí porque ganó. Es lo que tiene la democracia. Sí, cierto: Trump es un presidente legítimo. Pero la democracia también permite que jueguen los tramposos, que se extiendan mentiras garrafales como si fueran verdades, que cualquiera pueda votar si quiere –y su voto valdrá igual que el de un premio Nobel– para exorcizar a sus fantasmas particulares.

Lo primero que ha hecho Trump, a través de su cuenta de Twitter, de sus portavoces oficiales, de su familia y de sus abogados, es dar por falsa la información “del fracasado New York Times”. Los datos no importan. Y por tanto para qué tratar de contradecirlos (que obviamente sería imposible). No importan nada los 100.000 documentos analizados. Dan igual las decenas de declaraciones de quienes fueron testigo de las tropelías fiscales de la familia Trump y del propio presidente. Dan literalmente igual, porque un paleto, o una paleta, de Wisconsin o de Dakota del Norte, no va a leer jamás el Times, ni va a fiarse de los pijos de Nueva York (aunque paradójicamente, desde que nació, Trump sea uno de ellos). Esto va de pandillas. Va de tribus. Y Trump es de la pandilla del pueblo y el NY Times es de la pandilla de Wall Street (aunque, nueva paradoja, nada más de Wall Street que Trump).

Como cuenta magistralmente Madeleine Albright en Fascismo, una advertencia, publicado en español hace un par de semanas, ése es el problema con el que nos enfrentamos hoy, incluso con más virulencia que en los años 30 del siglo pasado: la fuerza de una idea simple que resuena en las conciencias de un pueblo indignado, que no va a considerar sesudos razonamientos, sino que seguirá simplistas narrativas emocionales. Ni el más admirable trabajo del New York Times puede con el mensaje envenenado de un cretino que sabe cómo manejar esas emociones tan primarias. Lo sabía Mussolini, lo sabía Hitler y lo sabe Trump. Y el último de la lista, además, tiene Twitter.

Más sobre este tema
stats