Ultreia

La guerra caliente entre Casado y Arrimadas: adelantar las autonómicas en Madrid o la moción de censura

Daniel Basteiro

Sale en todas las películas. En el despacho oval, a cada presidente de EEUU le explican el sistema de códigos y procedimientos que conforman el conocido como “botón nuclear”. El actor que interpreta el papel adquiere en ese momento un gesto grave, consciente del enorme peso que en ese momento pasa a tener sobre sus hombros. Ahora sí. Ya es el hombre más poderoso del planeta.

Todo es un poco más complejo que en las películas, claro. El “botón nuclear”, como tal, no existe. No hay una tecla roja y redonda sino un maletín, con un sistema de códigos de identificación y planes de guerra diseñados para ser puestos en marcha rápidamente. Cada presidente tiene además una tarjeta personal (biscuit, o galleta, la llaman en el argot) que debe llevar encima a todas horas. No siempre es así. Bill Clinton, sin ir más lejos, la perdió y, lo que es alucinante, no se lo dijo a nadie durante meses.

El significado mismo de la Guerra Fría alude a la posibilidad real y amenazante de apretar ese botón que tuvieron los dos bloques (EEUU y la URSS) y el efecto disuasorio implícito que suponía el riesgo de la destrucción total del planeta. Así, haciendo equilibrios sobre esa cuerda floja, se mantuvo el mundo a flote durante más de cuatro décadas.

Una guerra, esta caliente, se libra desde hace tiempo entre PP y Ciudadanos y amenaza con hacer implosionar el planeta del centroderecha, que tras las últimas elecciones autonómicas y municipales parecía haber logrado un ten con ten facilitado por ese pegamento tan eficaz que suele ser el poder.

La zona cero de esa batalla es la Comunidad de Madrid, donde la presidenta regional, Isabel Díaz Ayuso, y su vicepresidente, Ignacio Aguado, pelean a cara de perro y ante los focos sin disimulo alguno. La gestión de las residencias (competencia que Ayuso retiró a Cs), la de Telemadrid, el nombramiento del exportavoz de Aznar Miguel Ángel Rodríguez como jefe de gabinete o la comisión sobre Avalmadrid (creada con el apoyo de Cs) son sólo algunos de los ejemplos de estos menos de nueve meses en los que la Asamblea de Madrid no ha aprobado ni una sola ley. El paso a la fase 1 de la gestión de la desescalada del coronavirus, que ha dañado sobre todo a Ayuso pero que impulsó con insólita vehemencia Aguado (mientras Arrimadas respaldaba el estado de alarma), es el último y más explosivo artefacto dentro de una casa en llamas.

La presidenta regional no ha perdido el tiempo. Su renovado equipo puso en marcha hace meses una operación para hacer de ella una dirigente política de estatura nacional, consciente de que el éxito en esa misión le ayudaría mucho en Madrid. La estrategia ha sido la de la notoriedad casi a cualquier precio y pisando todos los charcos posibles: como azote del Gobierno central, participando en cualquier polémica en las redes sociales o tratando de convertir cada revés en una oportunidad. El caso Avalmadrid era, pues, una operación contra ella. El desastre de la gestión política de la epidemia de esta semana, también, a juzgar por el posado de este domingo en El Mundo. La estrategia tiene muchísimos riesgos (para ella y, desde luego, para la calidad del debate público), pero casa bien con el manual de instrucciones de la nueva política que pretende construir nuevos liderazgos a través de la omnipresencia, los “hechos alternativos” y la agitación constante. Lo importante es que hablen de uno.

En paralelo, y pese a los intentos de Aguado, Ciudadanos ha remado contra la marea, luchando por no caer en la irrelevancia tras el revés de las últimas elecciones generales, que sentenciaron en favor del PP la guerra por la primacía de la derecha política. Pero la inercia ha sido más fuerte que los intentos.

Ayuso tenía sobre la mesa, antes de la crisis del coronavirus, la posibilidad de disolver la Asamblea de Madrid y convocar elecciones en otoño tras romper con Ciudadanos. Sólo le hacía falta el tiempo para ir comiéndole terreno a su socio y, al final, un detonante que hiciera creíble ante la opinión pública que seguir así era insostenible. Los primeros compases de la gestión del coronavirus encajan y, es más, alimentaban esa posibilidad. Varias encuestas pronostican un avance de Ayuso. La de ABC, publicada el 2 de mayo, le otorgaba 57 escaños (ahora tiene 30) frente a los 10 que obtendría Ciudadanos (ahora tiene 26). De ser fiable ese sondeo, Ayuso debería convocar de inmediato, antes incluso de otoño, para aprovechar el momento. No en vano, sumando a sus 57 los 10 que obtendría Vox, tendría la mayoría para ser investida presidenta. Se sitúa justamente en 67. Ciudadanos sería irrelevante en la ecuación y, además, sería en principio poco proclive a apoyar a Ayuso tras una operación diseñada justamente para expulsar del poder al partido naranja.

El botón nuclear de Ayuso es el de la convocatoria de elecciones y, hasta esta semana, cuando todo saltó por los aires con la dimisión de Yolanda Fuentes, directora de Salud Pública, podría incluso adelantarlas a julio para hacerlas coincidir con las vascas y gallegas, si es que finalmente se celebran entonces.

Por su parte, Inés Arrimadas se construyó su propio botón rojo esta semana en el Congreso. El miércoles, todo cambió a pesar de que Ciudadanos volvió a votar a favor de la prórroga del estado de alarma. El desmarque de Casado hizo que pareciera que Arrimadas era la que se movía y con eficacia, arrancándole a un Sánchez en apuros concesiones que Casado no pudo o no supo negociar. La reacción picajosa de Faes, con ascendencia sobre el líder del PP, revela hasta qué punto dolió. En parte, la nueva líder naranja sí se mueve y lo hace por pura supervivencia. Sabe que quedarse quieta no es una opción. Ciudadanos busca su sitio y despegarse de un PP que lo consideraba tan solo una muleta, útil mientras hiciera falta.

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En el Gobierno asisten a este choque de placas tectónicas de la derecha con asombro e interés. Ciudadanos salvó, junto al PNV (quién lo iba a decir) la cara de Sánchez en el Congreso mientras ERC retomaba su particular guerra con Junts per Catalunya por ver quién es más independentista con la vista puesta en las elecciones catalanas.

Por un instante, Ciudadanos pareció convertirse en ERC y ERC en Ciudadanos. Y Sánchez, con tranquilidad, sobrevivió al día consciente de que ha abierto una brecha en el centroderecha que le puede ser beneficiosa en el futuro como una carta más que jugar. Los intereses se alinean y ya no está claro quién puede necesitar más a quién: si Sánchez a Arrimadas para compensar posibles fugas de votos nacionalistas o si Arrimadas a Sánchez para reactivar su propio espacio político y poner nervioso al PP. La comisión de reconstrucción en el Congreso será clave. Si PSOE y Ciudadanos pactan unas conclusiones, ¿cómo no desarrollarlas después con unos Presupuestos igualmente acordados? Además del PNV, los protagonistas volverán a ser Ciudadanos y ERC. Con seguridad, para tratar de disponer de dos cartas, Sánchez mantendrá vías abiertas con ambos.

Casi un año después, en el tablero vuelven a bailar las piezas. Mientras, la temperatura del reactor sube sin que se pueda descartar un Chernobil político. Ayuso tiene en su mano convocar elecciones en cuanto las encuestas se lo aconsejen. Ciudadanos puede recuperar espacio acariciando su propio botón nuclear para hacerse respetar por el PP o pulsándolo para provocar un cambio de colores en Madrid o en otros Gobiernos autonómicos. Según cómo juegue Arrimadas sus cartas, el PSOE podría acabar aceptando a Aguado como presidente con tal de asegurarse que fulmina a Ayuso. Cuanto más repite la líder naranja que “los que quieren ver caer” los Gobiernos autonómicos de PP y Ciudadanos “se van a quedar con las ganas”, como hizo este domingo en una entrevista en ABC, más parece recordar que, en realidad, pueden derrumbarse como un castillo de naipes si alguno de los dos socios pulsa la tecla. Sólo hace falta encontrar el momento y el culpable adecuado.

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