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La España pandémica (II): Nuestros problemas con la ciencia

Cristina Monge nueva.

Mientras estaba pensando cómo enfocar este tema, me cuentan que la etiqueta de anís El Mono –que está batiendo récord de ventas en esta pandemia–, reproduce en realidad lo que quiso ser una caricatura de Charles Darwin, el autor de la teoría de la evolución de las especies. Significativo… y demoledor.

España nunca se ha llevado bien con la ciencia. Del "que inventen ellos" de Unamuno, a los resultados del informe TIMMS, que muestra las carencias en estas disciplinas de nuestros docentes de Primaria, hemos ido arrastrando un déficit de cultura científica que se está manifestando de forma obscena durante la pandemia. La explicación la dio ya don Santiago Ramón y Cajal hace un siglo: "Investigar en España es llorar". De aquellos polvos, estos lodos.

No se trata de lo que un Gobierno haga o deje de hacer, ni siquiera de los ingentes esfuerzos que la comunidad científica está acometiendo con escasos medios y en condiciones precarias. Esta pandemia viene desnudando nuestras vergüenzas más profundas y la falta de cultura científica es una de ellas. Décadas de arrinconamiento de la ciencia en unos casos, y desprecio en otros, que hunden sus raíces en la más rancia Restauración y antes todavía, en el integrismo católico que consideró pecado y delito cualquier pretensión investigadora, cualquier sabiduría que no quedara sujeta a sus dogmas. Hoy todo esto se traduce en la falta de comprensión de los procesos científicos y en la precaria incorporación del conocimiento experto en la toma de decisiones.

Incapaces de entender que el descenso en la curva de contagios se debe a las restricciones que van delimitando los espacios de contacto con otros, cada vez que éstas se relajan, y tras los cinco o seis días de rigor, se comprueba cómo la incidencia vuelve a crecer. Apenas unos días tras el puente de la Constitución, la curva ha dejado de bajar, y se da por hecho con inusitada parsimonia que en enero emergerá una tercera ola, cuarta según de qué territorio se trate. Ni entendemos cómo funciona el virus ni somos capaces de asumir nuestra responsabilidad. Solo así se explica el debate sobre "cómo salvar la Navidad", tercera parte de "cómo salvar el puente de la Constitución" y "cómo salvar el verano".

Quizá debido en parte a estos factores históricos, la sociedad española adolece también de una incorporación coherente y adecuada del papel de las personas expertas en la toma de decisiones. Avergonzaba al principio de la pandemia ver quejarse a una parte de la oposición de la existencia y el peso de los expertos para informar al Gobierno. ¿Acaso hubiera sido mejor que la pandemia se hubiera gestionado al margen del conocimiento especializado? Pero tampoco tranquilizaban las explicaciones del Ejecutivo, que nunca llegó a aclarar el papel concreto que aquellos tenían. Entre otras cosas, porque la Administración Pública carece de dispositivos permanentes de integración de los científicos en la toma de decisiones. A lo sumo, se crean mecanismos de reacción ad hoc, cuyo papel en el engranaje administrativo y político ni está claro ni se ajusta a criterios de transparencia.

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Estos dispositivos deberían articularse sin perder de vista el papel que al conocimiento experto le corresponde, que no es el de la decisión, sino el de una voz imprescindible, pero que se conjuga en plural, alumbrando una polifonía sobre la que la política ha de decidir. Conviene no olvidar que las recomendaciones científicas raramente serán unánimes. Si se pregunta a diez epidemiólogos sobre las medidas a tomar, aunque coincidan en buena parte del diagnóstico, tendrán matices –en algunos casos algo más que matices– sobre lo que se debe hacer. Pero además no es solo a la epidemiología o a la virología a las que se debe preguntar. Como he argumentado en alguna otra ocasión, al virus se le combate en los laboratorios, pero la pandemia se para en la calle. De ahí que junto a biólogos, virólogos, epidemiólogos y el resto de disciplinas de bata blanca, haya que contar también con las aportaciones de la psicología, la sociología, la antropología... Y ello sin dejar de lado a juristas que armen el corpus legal necesario sin violentar el Estado de Derecho, ni a economistas que prevean repercusiones económicas y medidas a adoptar para gestionarlas. El conocimiento experto es plural, y para abordar algo tan complejo como una pandemia, necesariamente interdisciplinar.

En el fondo de todo esto subyace un factor fundamental: la dificultad de vivir de lleno en la incertidumbre, algo consustancial a los tiempos actuales. La ciencia, de hecho, avanza sobre errores, fallos, pasos atrás que bien entendidos y gestionados pueden convertirse en avances decisivos, pero caminando siempre sobre arenas movedizas. Este rasgo, que compartimos con buena parte de los occidentales, nos incapacita en gran medida para entender lo que está ocurriendo. Lo contextualiza muy bien Manuel Arias Maldonado, en Desde las ruinas del futuro. Teoría política de la pandemia (Taurus, 2020): "Lo que distingue a la modernidad es la confianza con la que las sociedades humanas se han enfrentado al porvenir; como si se tratara solo de dar la técnica adecuada. Pero así como el arúspice dejaba paso al analista, las sociedades se hacían cada vez más complejas, y por tanto, impredecibles: aunque puedan calcularse regularidades, no pueden conocerse de antemano las desviaciones. Y ello, en parte, porque las propias predicciones alteran las expectativas de los actores sociales y, con ello, el futuro que describen".

¿Y si aprovechamos esta pandemia para, dentro del horror, al menos, intentar entender un poco mejor lo que la ciencia puede aportar?

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