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Plaza Pública

Los carlistas no tienen rey

El rey Felipe VI

Manuel Cruz

“Los catalanes no tenemos rey” es una de las consignas que a partir de un determinado momento decidió poner en circulación el independentismo catalán, con Quim Torra en un lugar muy destacado de su difusión. Un independentismo, por cierto, cuyos mejores resultados los suele obtener, por una de esas casualidades de la vida, en territorios de Cataluña de rancia tradición carlista. “En Escocia se pudo celebrar un referéndum porque Inglaterra, a diferencia de España, es un país realmente democrático”, es otro de los tópicos más reiterados por los independentistas, olvidando tal vez que tanto Inglaterra como Escocia forman parte del Reino [sic] Unido, Estado cuya jefatura corresponde a Isabel II, de la dinastía de los Windsor. “Escocia no ha sido el único lugar en el que se ha podido celebrar un referéndum: también se hizo en Canadá”, país perteneciente, por cierto, a la Commonwealth, a cuya cabeza, por más simbólica que sea, se encuentra la recién mencionada reina de Inglaterra.

La cosa no acaba aquí. “La Monarquía es un anacronismo”, repiten aquellos que durante el debate del Estatut apelaban a los derechos históricos del pueblo de Cataluña, que se remontarían, en su versión del pasado, a una supuesta Corona [sic] Catalano-Aragonesa o a su Principado [¡resic!]. Otrosí: “No se puede admitir que el poder se transmita por vía de fecundación”, denuncian los que nada denunciaban, permaneciendo silentes como estatuas, cuando era público y notorio que Jordi Pujol tenía previsto designar como sucesor en la presidencia de la Generalitat a su hijo Oriol, transmisión hereditaria que se vio interrumpida por culpa del caso de corrupción (ITV) en el que este último se vio inmerso.

Y ya para no alargar en exceso esta relación de perlas, solo un par más. La primera: “Cuando se alcance la independencia, Cataluña será la Dinamarca del Sur”, es otro de los eslóganes más repetidos por parte de quienes parecen ignorar que el Jefe del Estado de la Dinamarca del Norte es una reina. Y, por último, “la existencia de la Monarquía es una de las pruebas de la baja calidad democrática del Estado español”, afirmación muy del gusto de estos mismos y que, claro está, pone en cuestión todos los conocidos y acreditados estudios que señalan que la mayor calidad democrática en el mundo la encontramos en países cuya jefatura del Estado recae en un rey o una reina. (En algunos de ellos incluso es una de esas monarquías, la sueca, la que ocupa el primer lugar del ranking y, a mayor abundamiento, España viene incluida entre las veinte primeras).

Con toda probabilidad esta relación de contradicciones e inconsistencias se podría prolongar pero con las expuestas bastará para hacerse una idea de la coherencia argumentativa del independentismo en cuantos asuntos aborda. En este en concreto hay que reconocer que tampoco está echando el resto (que es cosa distinta a hacer un considerable ruido), o tal vez sea que dispone de poco resto para echar. Porque incluso para quien no sienta la menor pasión por la forma monárquica de Estado le ha de resultar evidente por lo que se acaba de señalar que, como mínimo, la misma no supone ni un obstáculo ni un lastre para que una sociedad alcance la plenitud democrática. Ni menos aún, podríamos añadir, para que se lleven a cabo intensas políticas redistributivas, como el caso de la aludida Suecia se encargó de certificar sobradamente durante mucho tiempo. En realidad, lo que constituye un problema para el independentismo no es la forma monárquica en sí misma, como resulta evidente a poco que se analice la cosa. Tampoco lo es la monarquía española en concreto, por más que la misma se haya visto afectada sin duda en su imagen por el cuestionable comportamiento del rey emérito en muchos aspectos. Ni siquiera lo es la democracia española, por más baja calidad que los independentistas se empeñen en atribuirle. El problema es, sencillamente, España.

Aunque tal vez lo que le plantee al independentismo catalán tantas o más dificultades que conseguir convencer a los catalanes de que el problema es España, sea convencerles de que la independencia es la solución a ese presunto problema. De ahí una tendencia que cualquier observador mínimamente atento de la realidad catalana puede detectar sin dificultad. Sabíamos que, en general, el independentismo necesita, para transmitir la sensación de que constituye una alternativa política necesaria, tener enfrente un adversario que propugne un discurso unitarista, homogeneizador, centralista y si, además, es dudosamente democrático, pues miel sobre hojuelas. Pero lo que en los últimos tiempos se ha puesto en evidencia es que el independentismo, ayuno de manera creciente de méritos propios de los que alardear, de éxitos que apuntarse para convencer a los suyos de lo bien que le iría a Cataluña separándose de España, no encuentra otra forma de mantener viva la llama de su causa secesionista que a base de enfatizar, una y otra vez, los deméritos ajenos.

En este contexto, el debate acerca de la forma de Estado tiene tanto que ver con la cosa misma como la circunstancia de que el Pisuerga atraviese la capital pucelana. O, mejor dicho, tiene que ver en la medida en que no tiene nada que ver, esto es, en la medida en que el debate cumple, de manera paradigmática, de manual, la función de apartar el foco de la atención de la ciudadanía de aquello que sí debería ser objeto de escrutinio y crítica en el presente momento por parte de la misma, a saber, la gestión de una pandemia que está acabando con la vida de miles de catalanes y sumiendo en la ruina a su economía, cuestiones ambas de una importancia insuperable por completo. Es cierto que recurrir a esta estratagema de distracción por parte de los responsables autonómicos no constituye un prodigio de sagacidad política, pero téngase en cuenta que el argumento, proverbial en el independentismo, de que se hubieran llevado mejor las cosas si Cataluña no formara parte de España, argumento que también intentó en esta ocasión, ha terminado por demostrarse rotunda y ostentosamente falso. (Aunque no es menos cierto, todo hay que decirlo, que cuando se utilizó, al principio de la pandemia, fue aceptado de manera acrítica por los suyos, como por lo demás suele ser habitual: los votantes independentistas, incapaces de reprocharles nada a sus representantes por más errores que puedan cometer y mentiras se les puedan descubrir, encarnan a la perfección el sueño húmedo de cualquier político).

En realidad, puestos a ser algo más precisos con la formulación, no solo es que el independentismo no haya acertado con las soluciones, cosa a la que ya nos tiene más que acostumbrados: es que ni siquiera acierta con los problemas. Porque, por no perder de vista el asunto que nos ha ocupado en el presente papel, el problema de los catalanes no es que no tengamos rey. El problema de los catalanes es que, desde hace ya demasiado tiempo (y muy especialmente durante la etapa en que Quim Torra ha estado al frente de la Generalitat), no hemos tenido govern.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE. Acaba de publicar el libro 'Transeúnte de la política' (Taurus)..

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