La portada de mañana
Ver
Cinco reflexiones cruciales para la democracia a las que invita la carta de Sánchez (más allá del ruido)

tintaLibre

La siempre aplazada buena muerte

Daniel Salgado

El próximo 12 de enero, un pequeño grupo de familiares, amigos y activistas se reunirán, como cada año desde hace 20, a la orilla del mar. En el lugar de As Furnas, parroquia de Xuño, concello de Porto do Son, celebrarán la vida, y la muerte digna, del más popular de los luchadores por el derecho a disponer de la propia existencia: Ramón Sampedro. En ese pequeñísimo brazo del océano, hace 39 años, perdió Sampedro la movilidad de su cuerpo. Y se encontró, involuntariamente, con la causa que lo convertiría en símbolo y mártir, la defensa de la eutanasia. Dos décadas más tarde, el debate sobre la muerte digna y la ampliación de la libertad depende sobre todo de espasmos mediáticos. El bipartidismo imperfecto aplaza la cuestión política una y otra vez. Y, a pesar de todos los obstáculos y los olvidos, la causa socialmente avanza.

“Qué va. No avanzamos ni una mierda. La sociedad está concienciada, incluso los católicos, pero los políticos no hacen nada. Tal vez porque no da dinero”. Quien se expresa con esta vehemencia, sin apenas reflexionar porque quizás ya lo ha hecho durante demasiado tiempo, es Ramona Maneiro. Su rostro visitó televisiones y periódicos cuando Ramón Sampedro (1943-1998), en el tramo final de su incansable pelea y tras 30 años tetrapléjico, decidió informada y autónomamente que no quería seguir. Maneiro, su amiga, le ayudó. “Con Ramón aprendí a ser más rabuda [rebelde] de lo que ya era, a pelear contra la injusticia, yo que ya era peleona”, recuerda. Detenida e imputada por “cooperación necesaria al suicidio”, su causa fue sobreseída. Cuando el delito prescribió, en el año 2005, confesó que sí, que ella había acercado a Sampedro el cianuro con el que se suicidó.

“Yo había visto en la televisión a Azucena Hernández, una actriz que se había quedado en silla de ruedas.”, relata Ramona Maneiro, “fue cuando oí por primera vez la palabra eutanasia”. Protagonista de dos docenas de películas del destape y portada de Interviú en 1984, un accidente de coche le provocó tetraplejia. Entrevistada por Iñaki Gabilondo, Hernández, que actualmente vive en un centro para personas con discapacidad de Guadalajara, realizó la primera reivindicación pública del derecho a la eutanasia. “Después, en otro programa de televisión de La2, vi a Ramón y me interesé por el tema. Antes no sabía ni lo que era”, hace memoria Maneiro. Que, casualmente, era paisana de Sampedro. Los dos eran de la comarca de O Barbanza, una península montañosa que separa las rías de Muros e Noia y Arousa.

Pero a 20 años del desenlace de su relación, la amargura domina sus palabras. “Parece que no sirvió de nada”, afirma categórica, “lo que él reclamaba, su lucha por la eutanasia, ha desaparecido”. Maneiro ni siquiera participa en los homenajes anuales a la honra de Sampedro -los califica de “hipócritas”- y asegura haber abandonado la causa. “Este tema es un sinsentido, porque realmente nadie quiere sufrir al morir. Y pensar que no se ha avanzado desde que murió Ramón”, insiste, antes de relacionar la situación con la austeridad neoliberal: “En Sanidad están retirando medicamentos porque dicen que cuestan demasiado dinero, ¿y qué es eso sino una eutanasia involuntaria?”. Al igual que la mayor parte de personas consultadas para este reportaje, no duda de que el problema y los atrancos principales se encuentran, en última instancia, en el campo político. Porque la población española hace tiempo que ha extraído sus propias conclusiones sobre la eutanasia: una encuesta de Metroscopia de este mismo año cifraba en un 85% las personas a favor de decidir sobre cómo morir.

“Por suerte”, se arriesga Ramona Maneiro, “la eutanasia se practica. Pero en la ilegalidad, a escondidas, lo que es terrible. Mucha gente se marcha a Holanda para morir tranquilamente. Es una lástima que haya que hacer esto”.

Ética y muerte digna

Miguel Anxo García trabaja como psicólogo en el complejo hospitalario de Santiago de Compostela. También presidió su Comité de Ética Asistencial. Alerta, antes de expresar su opinión, sobre la necesidad de aclarar y precisar los términos en los que se debate. Las palabras son importantes. “La precisión es fundamental y tiene implicaciones éticas”, dice. Cierta confusión, a veces inducida por parte de partidos políticos incapaces de tan siquiera cumplir con sus propios programas electorales, ha provocado que diferentes conceptos, procedimientos médicos o ideas filosóficas, agrupables bajo el epígrafe de muerte digna, acaben por ser erróneamente utilizados. El ensayo Ética y muerte digna: propuesta de consenso sobre un uso correcto de las palabras, firmado por seis profesionales de la Medicina y la Universidad españolas, expone García, aclara un panorama más complejo de lo que indica la discusión pública habitual sobre la eutanasia.

“Pueden identificarse cinco escenarios como los más relevantes en relación con la toma de decisiones clínicas al final de la vida”, escriben, “y en todos ellos el proceso debe realizarse en el marco de la teoría general del consentimiento informado, entendida como toma de decisiones compartidas”. “Se trata, sobre todo, de que las personas puedan decidir en libertad y con absoluta autonomía”, añade el psicólogo gallego.

La eutanasia o suicidio asistido debe prescindir de adjetivos, argumentan los autores de Ética y muerte digna, y emplearse para hablar de las actuaciones médicas que producen la muerte mediante una relación causa efecto, a petición expresa, reiterada en el tiempo e informada del paciente “en situación de capacidad”. Además, se refieren a personas en un contexto de sufrimiento o “dolor total” que no ha podido ser mitigado por otros medios. La realizan profesionales sanitarios que conocen al paciente y han tenido con él “una relación clínica significativa”. La noción de voluntad “expresa y reiterada” es clave. “A mediados de los años noventa”, señala Miguel Anxo García, “se oían cosas verdaderamente increíbles sobre la capacidad adulta de tomar decisiones en libertad”. Era la época en que Ramón Sampedro intensificaba sus demandas. Pero García admite que “la sociedad ha avanzado”.

No así la legislación. La eutanasia continúa tipificada como delito en el ordenamiento jurídico español. Fuentes de la Asociación Derecho a Morir Dignamente remiten al punto cuarto del artículo 143 del Código Penal, que recoge penas de prisión para aquellas personas que ayudan a morir a otras “por petición expresa, seria e inequívoca de éste”, y cuya supresión constituye una de sus reivindicaciones constantes. Con todo, los investigadores responsables de Ética y muerte digna recuerdan que “no existe ninguna condena en España amparada en el artículo 143.4, lo que hace difícil saber la interpretación exacta que la jurisprudencia dará” al mismo. “La legislación estatal es muy restrictiva en todo lo relativo a la muerte digna”, considera el psicólogo del hospital compostelano, “y si hay algunas leyes es apenas para cumplir con los convenios internacionales firmados por España. Lo mínimo imprescindible”.

Más allá de la eutanasia, existen otros conceptos ligados a la idea general de muerte digna o buena muerte -el significado etimológico, de procedencia griega, de la palabra eutanasia-. La limitación del esfuerzo terapéutico consiste en “retirar o no iniciar medidas terapéuticas porque el profesional sanitario estima que, en la situación concreta del paciente, son inútiles o fútiles”. Para algunos, la expresión “limitación del esfuerzo terapéutico” no es más que un eufemismo, la antítesis de lo que antes se denominaba “encarnizamiento” u “hostigamiento médico”. “Si existe un principio básico en medicina es el de aliviar el sufrimiento”, declara Flora Miranda, médica de familia en una pequeña localidad de Pontevedra y miembro del Comité de Bioética Asistencial del área sanitaria de Santiago de Compostela. En todo caso, según expone el ya citado texto Ética y muerte digna, la limitación del esfuerzo terapéutico “no es una práctica contraria a la ética, no es punible, no es eutanasia y es buena práctica clínica”.

Miranda destaca que, si existe una línea de fuerza del pensamiento de la bioética, se encuentra en el respeto a la autonomía de las personas. El rechazo de tratamiento o denegación de consentimiento, amparado por la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la Unesco, emitida en 2005, promueve que los pacientes “puedan ejercer siempre su autonomía moral y tomar las decisiones que estimen convenientes respecto a su cuerpo y salud”. Las excepciones, que haya peligro para la salud pública o “una emergencia vital súbita e inesperada que no permite demoras en la atención”. Y, además, que no haya instrucciones previas de la persona. “La población va por delante no sólo de las leyes y los políticos, sino también muchas veces de los profesionales”, asegura la médica de familia, para quien su propia función debe ser, a menudo, “más acompañar que curar. Pero cuesta aceptarlo. Todavía domina una concepción paternalista de la Medicina”. Ni siquiera el llamado testamento vital, técnicamente voluntad anticipada o instrucciones previas -regulado por la Ley de Autonomía del Paciente 41/2002-, pese a tratarse de “una obligación ética y jurídica vinculante para los profesionales”, evita todos los conflictos que se dan en esta materia.

“Cambiaron el testamento vital por las instrucciones previas”, opina el psicólogo Miguel Anxo García, “mucho más farragosas”. El acceso del paciente a la información y la claridad de las explicaciones médicas resultan fundamentales para una aplicación justa de la normativa vigente, que cuenta con desarrollos particulares en, por lo menos, una decena de comunidades autónomas. Lo mismo acontece con lo relativo a la sedación paliativa, una práctica que, de acuerdo a los autores de Ética y muerte digna, “si se realiza conforme a las indicaciones clínicas y prescripciones técnicas, y con el consentimiento informado del paciente, no debería ser considerado de un modo muy diferente a cualquier otra actuación médica”. El objetivo de los cuidados paliativos es, a través de fármacos, aliviar el sufrimiento.

Xesús Cancelas, enfermero, forma parte desde hace 24 años de la única unidad de paliativos oncológicos a domicilio del sistema sanitario gallego. Adscrita al hospital Álvaro Cunqueiro de Vigo y formada por un equipo de una médica, una enfermera y él como colaborador, depende de la Asociación Española contra el Cáncer. “Hace unos años, la Xunta elaboró un plan para crear un servicio gallego de cuidados paliativos, pero quedó en nada”, lamenta. Su área de trabajo abarca pequeños ayuntamientos rurales del sur de la provincia de Pontevedra, colindantes con Portugal, y con una elevada media de edad. “Ahora ya no, pero cuando empezábamos”, relata, “todavía había prejuicios hacia la muerte digna. Ideológicos, morales y éticos”. Incluso algún cura se llegó a entrometer en sus labores de sedación a pacientes “terminales, cuyas expectativas de vida son cortas y su calidad, muy, muy mala”.

La sombra del acoso judicial y político sobre el doctor Luis Montes, desde 2009 presidente de la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente (ADMD), planea sobre las consideraciones de Cancelas. “De alguna manera, la legislación te deja desamparado, porque cualquiera puede ir al juzgado. Le pasó a Montes, cuando el Opus y Esperanza Aguirre fueron a por él”. La denuncia de la Comunidad de Madrid contra el médico anestesista fue finalmente sobreseída. El telón de fondo de aquel conflicto era, en realidad, la estrategia privatizadora de los gobiernos neoliberales del PP madrileño. Todo valía para justificar el desmantelamiento de la Sanidad pública.

Morir mejor

La distancia entre la percepción social de la muerte digna y la lentitud estructural del marco legislativo es el obstáculo al que apuntan todas las voces. El médico Fernando Marín, presidente de ADMD Madrid, también ser refiere a esa brecha. Y califica las leyes vigentes de “muy negativas”. “A 20 años de la muerte de Ramón Sampedro”, ejemplifica, “si hoy pidiese ayuda para morir, no podríamos dársela”. La ley 41/2002 sobre la autonomía del paciente reconoce el derecho a rechazar tratamientos. Pero, y aunque en 2005 fue penalmente atenuada, continúa considerando la eutanasia como homicidio. “Sin embargo, se practica, sólo que en la clandestinidad o en Suiza”, asegura Marín, quien desmonta contrargumentos tópicos con estadísticas de países donde está regulada (Holanda, Suiza, Bélgica, ahora Canadá). “El 75% u 80% de personas que deciden morir mediante la eutanasia”, se extiende, “son enfermos de cáncer a los que les queda poca esperanza de vida. Es decir, quieren evitar los cuidados paliativos”. El resto, añade, personas con enfermedades degenerativas irreversibles, alguna demencia o secuelas graves de accidente.

Mientras la eutanasia espera a que un nuevo caso con transcendencia en los medios de comunicación la devuelva a las disputas de la opinión pública, al menos 10 comunidades autónomas han legislado sobre la muerte digna y los testamentos vitales. Pero la Asociación por el Derecho a Morir Dignamente entiende que no están funcionando. “Cuando en 2010, Andalucía aprobó su norma, teníamos esperanzas”, dice Fernando Marín, “sin embargo, con ley o sin ley, no hay cambios”. A su modo de ver, las modificaciones legislativas debían servir para colocar la calidad de la muerte como un objetivo asistencial más. No ha pasado. Sólo en Euskadi y en Navarra empiezan a hablar de medirla, “saber cómo se muere para morir mejor”. Porque una de las tareas del activismo es derribar tabús. El de la muerte, por ejemplo, que “no es únicamente religioso, sino cultural”.

“El problema de las leyes es que la muerte digna no se logra sólo por decreto. Hay que promoverla, divulgarla, explicarla en las escuelas, en la calle. Los gobiernos no lo han hecho”, dice. Y en el supuesto de que un día se apruebe una norma para reglar la eutanasia -“el 80% de la gente cree que está bien, no lo olvidemos”, insiste-, lo “fundamental” será que vaya acompañada de lo que denomina un cambio cultural. Según Fernando Marín, “la idea de la muerte voluntaria, de control de la propia vida hasta el final, es una herramienta de libertad. Más allá de las tres o cuatro mil personas que ejercerán ese derecho, lo importante será el cambio cultural de toda la población”.

Freno cultural

“Durante mucho tiempo pensé que había un freno cultural que impedía a este país legislar sobre la materia. Ahora creo que no, que lo que hay es un enorme retraso en el desarrollo político”. Habla de nuevo el psicólogo Miguel Anxo García, quien vincula el reconocimiento del derecho a la eutanasia con el “reconocimiento de la racionalidad jurídica” de los individuos. Y con el ámbito de las libertades individuales. Su interpretación del atraso político español va a las raíces y tiene que ver con la debilidad del liberalismo decimonónico en la península Ibérica. “Perdimos el siglo XIX y el tren de la modernización después del Antiguo Régimen”, afirma. De ahí, la debilidad de los derechos civiles y la timidez política a la hora de proponer reformas. “Sobre todo el PSOE ha utilizado de forma demagógica la eutanasia. Lo lleva en los programas electorales y después se desentiende”, denuncia este especialista.

En su propuesta para gobernar presentada a las últimas elecciones al Congreso el PSOE se comprometía, en concreto, a “promulgar una ley de muerte digna y de cuidados paliativos. Si en la próxima legislatura hay consenso al respecto, abriremos el debate sobre la eutanasia”. En junio de este año, anunció, a través de su entonces recién estrenado secretario de organización José Luis Ábalos, que iniciaban conversaciones con Izquierda Unida dirigidas a “despenalizar la eutanasia”. “Por primera vez, hay un compromiso explícito del PSOE”, celebra Fernando Marín, de la ADMD, “pero para nosotros, como ya dije, aprobar únicamente una ley no es suficiente”. De los cuatro grandes grupos parlamentarios de la Carrera de San Jerónimo, sólo Unidos Podemos apuesta con claridad por que el ordenamiento jurídico se acompase a la realidad social.

Para el programa del Partido Popular, el “fomento” de la “participación informada y la libre elección del paciente en la toma de decisiones relacionadas con el cuidado relacionadas con el cuidado de la salud y el seguimiento de su enfermedad” es lo más parecido a las preocupaciones expresadas por las diferentes voces a lo largo de este reportaje. Ciudadanos, por su parte, sometía a la consideración de los votantes una “Ley para la Muerte Digna”, que inició su trámite parlamentario la pasada primavera. Debido a la compleja aritmética parlamentaria, el texto que salga no tendrá necesariamente que parecerse a lo que proponía inicialmente el partido. Que decía: “Legislaremos para que las personas sean ayudadas con cuidados paliativos que eviten el sufrimiento en caso de enfermedad no tratable con consecuencia irreversible de muerte o siendo paciente en fase terminal, ampliando la formación del personal sanitario y los derechos de los ciudadanos a la información, la elección entre opciones clínicas, el rechazo del tratamiento, el testamento vital y el alivio del sufrimiento al final de la vida”.

La dulce espera

Hace dos años que Andrea Lago Ordóñez, de 12 años, murió en el hospital clínico de Santiago de Compostela. Padecía una enfermedad rara y degenerativa. El comité de ética asistencial del centro sanitario público había recomendado a los médicos que la trataban una muerte digna para la niña. Pero estos se negaron. “De todo lo que sucedió guardo un recuerdo terrible, muy duro. El trato que se le dio a mi hija fue muy, muy malo”, cuenta Estela Ordóñez, la mujer que aquel otoño de octubre de 2015 encarnó la lucha por las libertades, también a la hora de morir.

“Lo que estaba en debate era la manera en que Andrea se tenía que marchar. Nosotros queríamos una muerte digna para nuestra hija”, se explica Ordóñez. Sin embargo, los doctores que la atendían no hicieron caso ni de la voluntad de los padres ni del informe del comité ético asistencial. Ni, de entrada, de la ley gallega, que se había aprobado unos meses antes. “Fueron razones ideológicas”, no duda, y recuerda como les llegaron a decir que, si querían “matar” a la niña, la llevasen para casa y dejasen de alimentarla. El jefe de Pediatría del hospital en aquellos días, José María Martinón, respaldó al doctor de la niña que desoía a la familia y a la ética. Martinón se ha jubilado. “En una entrevista que le hicieron después de la jubilación”, se indigna Ordóñez, “le preguntaron si se arrepentía de lo que había pasado con Andrea. Pues dijo que no, que aquello ‘había sido una cosa que se había extrapolado”. El Gobierno de Feijóo apoyó la postura de los médicos.

Sólo la intervención judicial, previa demanda de los padres, resolvió la situación. El 9 de octubre de 2015, tras cuatro días sin dolor y sin que se prolongase su vida de forma artificial, Andrea falleció. De aquella experiencia, Estela Ordóñez agradece a los medios de comunicación el tratamiento del caso. “No hubo sensacionalismo y nos ayudaron a defender a Andrea”, asegura. Y dos años después, recuerda que todavía hay “muchas Andreas” que las mandan a casa a morir. “Y que sufren, cuando en un hospital existen medios para evitarlos”, concluye, “la ley debería amparar a los menores que están en fase terminal. Que no sientan ese dolor, esa agonía, cuando sabemos que se van a ir”.

*Este artículo está publicado en el número de octubre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Si eres socio de infoLibre puedes consultar toda la revista haciendo clic aquí.aquí

 

Más sobre este tema
stats