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La voz de su amo

El ministerio de Trabajo ha mandado un escuadrón de inspectores a las Big Four, cuatro megaconsultoras expertas en picar carne de recién licenciado. ¿Qué hace exactamente una consultora? No se sabe, pero todo apunta a que son imprescindibles para el correcto funcionamiento del mundo moderno. No se veía algo igual desde la invención del flogisto.

Revisando las columnas de mis economistas liberales favoritos, leo que las inspecciones son el escollo que impide el advenimiento del reino de los cielos capitalista: nadie debería impedir a los trabajadores ser libremente explotados. El audaz Juan Ramón Rallo lo explicó con una inesperada honestidad: los chavales están dispuestos a comprarse un traje, trabajar catorce horas cobrando lo justito porque albergan la raquítica esperanza de convertirse (algún día) en ese jefe billetudo que ahora les grita. Lo del burro y el palo con la zanahoria, pero cotizando en bolsa. Cito: «Para que exista la opción de que algunos de los que entran cada año en esas empresas alcancen remuneraciones muy altas con el paso de los años […] es necesario que los ingresos netos de la compañía no se repartan de manera más o menos equitativa entre todos los trabajadores».

Considerando este análisis (que, recordemos, hace alguien a favor), la actividad económica de Deloitte, PricewaterhouseCoopers, Ernst & Youngs y KPMG (menudo trabalenguas) es indistinguible de una estafa piramidal: los nuevos palman pasta para que los de la cúspide se forren. Tremendo tocomocho. Pero recuerda: algún día, si los astros se alinean, pasarás de estafado a estafador. ¡Viva!

¿Qué hace exactamente una consultora? No se sabe, pero todo apunta a que son imprescindibles para el correcto funcionamiento del mundo moderno

A estas alturas de la película, a nadie le sorprende que el mundo esté plagado de patrones sacamantecas a los que habrá que colgar cabeza abajo el día que estalle la revolución. El proletariado está habituado a soportar condiciones laborales infames con tal de llevar un jornal a casa, pero manda narices que sean los mismísimos trabajadores quienes salgan a defender a su verdugo cuando el Estado interviene (mira, una estrella fugaz, ¡pide un deseo!). «Nos pegan flojito», dice un junior, «y la mayoría de las noches no nos cobran por dormir debajo del escritorio. Es una bicoca». «El café de la máquina es barato y si no sales de la oficina durante semanas ahorras mucha electricidad en casa», declara una empleada a la espera de ascenso. «No pude asistir al entierro de mi madre, pero mereció la pena: ahora soy project manager», se sincera un cuarentón que no sabe explicarnos en qué consiste su trabajo.

Cada español lleva un hidalgo dentro. Un fulano que se calienta una lata de alubias debajo de un puente se enfadará si el del censo no lo registra en la clase media, así que no es extraño que manadas de jovenzuelos con la mollera carcomida por el cuento de la meritocracia estén dispuestos a toda clase de disparates y humillaciones con tal de ser el califa en lugar del califa. Por eso el Estado hace bien impidiendo que cada cual acepte la jornada laboral que le venga en gana, porque de lo contrario volveríamos a la esclavitud en los algodonales antes de fin de mes.

En fin, ¿cómo podría sobrevivir una empresa multimillonaria sin maratones de setenta horas a la semana? Ojalá pudiesen, no sé, contratar a más gente. Sí, ya sé, ya sé: menuda ocurrencia bolchevique. Voy a ver qué ha escrito Daniel Lacalle, que el tío es listísimo y siempre da las claves: «El Ministerio de Trabajo del país con más paro juvenil de Europa debería aprender de las Big Four, no inspeccionarlas por nada». Coñe, claro. ¿Qué será lo siguiente? ¿Frenar la despoblación rural siguiendo los sabios consejos del monstruo de Amstetten?

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