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Casado, los monstruos y la mentira

“[Vivimos] un momento en el que la verdad y la mentira cruzan las líneas en la dialéctica que tenemos con el mundo muy claramente. La capacidad tan grande que tenemos de engañarnos y engañar, de ser crueles unos con los otros. Y esa sensación que tenemos que es muy apocalíptica, que es que todo se va a acabar en los siguientes dos minutos. Vivimos en un momento social muy comprometido. Hemos llegado al punto en que no sabemos discernir lo que es verdad de la mentira, y lo que es peor, no sabemos lo que es real.”

Anda el singular cineasta mexicano Guillermo del Toro promocionando su nueva película, El callejón de las almas perdidas, buscando no defraudar las enormes expectativas que genera cada uno de sus proyectos. De momento, uno se identifica con las reflexiones que Del Toro desliza en sus entrevistas sobre la realidad que nos está tocando vivir y con esa sensación permanentemente “apocalíptica”.

Las derechas populistas dominan perfectamente las técnicas para imponer el marco de discusión que en cada momento les interesa. Convendría que los y las demócratas actuáramos con la prioridad de no caer permanentemente en esas trampas

Es difícil escapar de ella cuando los mensajes que acaparan los debates político-mediáticos nos instalan cada día en un estado de ansiedad que va galopando a toda velocidad sobre motivos tan diferentes como la pandemia, las macrogranjas, la reforma laboral, los fondos europeos o la supuestamente inminente invasión de Ucrania. El nexo común en todos ellos es, efectivamente, la dificultad para “discernir lo que es verdad de la mentira”.

Las derechas populistas, con sus distintos grados de extremismo, dominan perfectamente las técnicas para imponer el marco de discusión que en cada momento les interesa. Es cierto que también cuentan con los recursos económicos y con las plataformas más potentes para conseguirlo, pero convendría que ya no digo las izquierdas, sino sencillamente los y las demócratas actuáramos con la prioridad de no caer permanentemente en esas trampas.

La última es verdaderamente una trampa para elefantes, en comparación con la que ha entretenido al personal a raíz de lo que inventaron que dijo el ministro de Consumo sobre la ganadería y la calidad de la carne española. Me refiero a la estrategia del PP para judicializar y sobre todo poner bajo sospecha la distribución de los fondos europeos para la recuperación.

Parece claro que, después de una primera fase de pura deslegitimación del Gobierno de coalición, de bloqueo a la renovación de órganos constitucionales y muy especialmente y aún a día de hoy del Consejo General del Poder Judicial, el PP de Pablo Casado ha ejercido la oposición más dura que ningún otro Gobierno democrático en Europa ha sufrido durante la gestión de la pandemia. Recordemos que, una ola tras otra, se ha opuesto prácticamente a todas las medidas (similares a las que se tomaban en otros países) mientras exigía la dimisión del Gobierno y elecciones anticipadas. A través de la palanca en Castilla y León, el PP ha abierto ahora un ciclo electoral que pretende enlazar con un adelanto también en Andalucía para llegar a las autonómicas y municipales de 2023 y a las siguientes generales de victoria en victoria, aunque en la mejor de las hipótesis demoscópicas ello le exija ponerse en manos de Vox para poder gobernar.

El plan de Casado es simple, fruto de la pinza en la que se siente atrapado desde dentro de su partido por Isabel Díaz Ayuso y desde fuera por un Vox, cuya fortaleza electoral sigue creciendo. Lo que no resulta tan simple es la garantía de que le salga bien ese plan si el Gobierno de coalición culminara el camino trazado por los dos acuerdos de Presupuestos, la eficacia de los ERTE, la rápida creación de empleo, una reforma laboral pactada con empresarios y sindicatos y, por encima de todo ello, una captación, distribución y ejecución de los milmillonarios fondos europeos que permitan que los sectores más castigados por las sucesivas crisis (jóvenes, mayores, mujeres, precariado, habitantes de la España vacía…) perciban en sus propios bolsillos y hogares que hay futuro y “no todo se va a acabar en los siguientes dos minutos”.

Para Casado y su equipo, por tanto, es prioritario colocar bajo sospecha esa lluvia de millones e instalar como “marco” de debate público sobre su complejísima gestión conceptos como clientelismo, corrupción, sectarismo, nepotismo, etc, etc (de los cuales, por cierto, en el PP hay una voluminosa biblioteca de ejemplos propios y hasta una sede nacional  reformada con dinero negro que, se supone, sigue en venta).

No hay hasta el momento una sola prueba de ninguna de esas acusaciones, y bastan unas pocas lecturas (aquí o aquí o aquí o aquí o aquí o aquí... ) para concluir que esta estrategia del PP se basa en falsedades y es observada con una mezcla de perplejidad y vergüenza incluso entre sus homólogos conservadores, a excepción de populistas iliberales y antieuropeístas húngaros o polacos. Es tan obvio el sentido antipatriótico de esta táctica, que hasta la dirigencia de Vox está intentando aprovecharla a su favor (ver aquí).

El Gobierno de coalición ha cometido y comete errores a menudo. El peor de todos sería desgastarse en la competencia interna: ¿quién puso más?, ¿quién merece portar la bandera del ‘no a la guerra’?, ¿quién ha defendido mejor los derechos de los trabajadores? Cuesta hacer entender (a extraños y a propios) que gobernar en coalición no significa que cada parte de la misma renuncie a sus principios ideológicos y apuestas programáticas, sino que se acepte un mínimo denominador común que beneficie a la mayoría del electorado/ciudadanía. Lo que más importa ahora, y en los próximos dos años, es lo que se publica en el BOE, no en los argumentarios partidistas o en los sesudos análisis ni en los ruidosos podcast que lanzan los popes de cada sigla.

“Los monstruos que me dan miedo son los humanos”, dice Guillermo del Toro. A mí también. Y no hay que buscar muy lejos para encontrarlos.

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