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La guerra de los impuestos

Si no lo he entendido mal tras escuchar el debate de este miércoles en el Congreso, es factible conseguir un consenso amplio para aprobar las medidas urgentes y temporales decididas por el Gobierno para afrontar las consecuencias económicas y sociales de la invasión de Ucrania. Sólo Vox ha confirmado que votará en contra, da igual lo que finalmente se plantee. En cuanto al principal partido de la oposición, su portavoz (de momento) Cuca Gamarra, las considera “insuficientes”, cree que 6.000 millones en ayudas directas es muy poco y que el plazo de tres meses de aplicación se queda corto. Cabe inmediatamente preguntarse: si el monto de ayudas públicas fuera de 12.000 millones y el plazo para otorgarlas de seis meses, ¿entonces el PP daría su apoyo a las mismas? Probablemente tampoco, porque seguiría con el mantra de que “hay que bajar impuestos” (Ayuso incluso habla ya de “eliminarlos”) y recortar ese Gobierno que “vive a cuerpo de rey”. (Curiosa la metáfora que emplea el PP, empeñado en defender a capa y espada las aventuras y milagros económicos del emérito).

Con todos los peros, reparos y condicionantes que se quiera, las mismas razones de responsabilidad democrática que aducíamos en marzo de 2020 para reclamar una unidad política marmórea tras el estallido de la pandemia, también son exigibles cuando se trata de dar respuesta a la crisis derivada de una guerra. Ese principio de responsabilidad imprescindible para el buen funcionamiento democrático hace tiempo que la derecha lo hizo volar por los aires, antes incluso de que la aparición de Vox terminara de desquiciar el sistema.  

Lo cual no significa, como a menudo pretenden instalar los ruidosos voceros del aparato de propaganda conservador, que se trate de “domesticar” a la oposición y “tragar” con todo lo que se decida en Moncloa. Este mismo miércoles hemos vivido en el Congreso una demostración palmaria de ello, precisamente respecto a una cuestión de política exterior (supuestamente terreno tradicional de acuerdos de Estado). Nadie más que el PSOE (y con mucha incomodidad interna) ha respaldado esa “nueva etapa” en la relación con Marruecos interpretada por todo el resto del arco parlamentario como un abandono del pueblo saharaui (incluso por parte de quienes nunca jamás han apoyado al pueblo saharaui). Si hubiera de someterse a votación parlamentaria, el Gobierno la perdería, por más que Sánchez o Albares se empeñen en argumentar que no hay tal cambio respecto a lo que apoyaron Zapatero o Rajoy respecto al Sáhara (ver aquí).

Algunas de las reservas mostradas por distintos grupos sobre el montante de las ayudas o el plazo de ejecución tienen mucho sentido. Dependerá obviamente de la duración de la guerra en Ucrania, pero la mayoría de los analistas consideran muy probable que haga falta más dinero público y una prórroga de las medidas o la implementación de otras. Y llegados a este punto, aparece ese “elefante en la habitación” que acaba asomando siempre si se trata de afrontar problemas estructurales y estrategias políticas y económicas más allá de la emergencia de una pandemia, de una guerra o de la erupción de un volcán: ¿Cómo pagamos la protección de quienes más sufren las distintas crisis y conseguimos que la economía no colapse? Dicho de otra forma: se trata de la guerra de los impuestos.

Digan lo que digan quienes siempre dicen no, resulta muy difícil despreciar el hecho de que el Gobierno haya conseguido que el Consejo Europeo acepte la llamada “excepcionalidad ibérica” (ver aquí) y permita que España y Portugal puedan adoptar medidas de intervención en el precio del gas, clave en la escalada del recibo de la luz desde hace meses y también en una inflación que empezó a dispararse por otros factores relacionados con la recuperación tras la pandemia. Sin embargo, ese avance en el marco europeo y otras medidas reguladoras como (¡por fin!) la que pone un límite a la especulación en los alquileres o la que establecerá (veremos) una tasa a los sobrebeneficios de las eléctricas son despachados por las derechas y sus potentes plataformas mediáticas con el mantra de que lo que procede no es la intervención en los mercados sino todo lo contrario: rebajas fiscales y… sálvese quien pueda.

En algún momento entre pandemias, guerras, volcanes y desabastecimientos de microchips habrá que abordar la necesidad de una profunda reforma fiscal que reduzca la brecha que sigue manteniendo España en su recaudación respecto a la media europea

En León se dice que “sorber y soplar a la vez, no puede ser”. Ofenden a la inteligencia los discursos populistas y demagógicos que exigen al mismo tiempo rebajar o eliminar impuestos, reducir el déficit y la deuda y multiplicar las ayudas a empresas, a autónomos, a transportistas, a agricultores, etcétera. Debería bastar con comprobar la falsedad de tantas promesas y repasar las más de 50 subidas de impuestos que hizo Rajoy (al tiempo que se recortaban todos los servicios públicos), o en qué ha consistido la “bajada masiva de impuestos” pregonada por Moreno Bonilla en Andalucía (celebrada fundamentalmente por los herederos de más de un millón de euros).

En algún momento entre pandemias, guerras, volcanes y desabastecimientos de microchips habrá que abordar de una vez por todas la necesidad de una profunda reforma fiscal que reduzca la brecha que sigue manteniendo España en su recaudación respecto a la media europea. Como todo el mundo sabe perfectamente, de esa recaudación fiscal y de la capacidad colectiva de endeudamiento es de donde salen esencialmente los recursos de cualquier Estado, comunidad autónoma o ayuntamiento para sufragar la sanidad, la educación, la dependencia o las carreteras. Y si los voceros del neoliberalismo siguen con la cantinela de que bajando los impuestos se recauda más, sugiero observar el cúmulo de evidencias que desmienten ese mito (ver aquí, por ejemplo, las que recogía recientemente nuestro compañero Ángel Munárriz).

Cuando la pura doctrina ya no sirve, se echa mano directamente de la desinformación. ¿Cuántas veces habrá que seguir escuchando los bulos del PP sobre los impuestos de las gasolinas? (ver aquí). ¿Tan difícil es admitir que prácticamente no hay margen para reducir la fiscalidad en los carburantes porque España ya es uno de los países de Europa con menor carga fiscal? (ver aquí). No hacen más que repetir que Italia ha reaccionado “mucho más deprisa” y ha bajado el impuesto a la gasolina. Lo que no dicen es que sigue siendo más alto que en España.

Pero sobre todo cuando insisten en hablar de impuestos con el doble objetivo de desmantelar lo público y avanzar en la senda del capitalismo más inhumano e individualista, lo que no defienden nunca es la justicia y progresividad fiscal que, por cierto, figura entre los preceptos de la Constitución que siempre blanden como si fuera un mazo. Gritando mucho que hay que bajar impuestos, en general, disimulan el hecho de que no están defendiendo los intereses de asalariados, autónomos en precario, trabajadores subcontratados o jóvenes que firman un contrato por semana, sino los de quienes contribuyen entre poco y nada a la caja común. España necesita un sistema tributario no sólo justo sino que contemple la realidad económica, social y laboral del siglo XXI, y no la de hace cincuenta años. Un simple vistazo al informe redactado por el Comité de Personas Expertas para la Reforma Tributaria (no precisamente un grupo ‘bolivariano’) debería servir para que en la tribuna del Congreso y en decenas de tertulias televisadas o radiadas dejaran de escucharse tantos bulos sobre la supuesta conveniencia de bajar impuestos (ver aquí).

En cuanto a la traducción política y electoral que puede tener una situación que no pocos analistas estiman como una crisis aún más aguda y duradera que la de la pandemia, malas noticias para los nostálgicos recalcitrantes del bipartidismo. Sugiero reflexionar en torno al nuevo ensayo firmado por Ignacio Sánchez-Cuenca y alguna de sus principales conclusiones: “La democracia representativa se basa en dos instancias de intermediación, los partidos y los medios. Los partidos agregan y ordenan las preferencias populares en la esfera política. Los medios organizan el debate y las opiniones en la esfera pública. La crisis global de la intermediación ha afectado a estos dos intermediadores” (ver aquí).

Una pandemia, un volcán y una guerra en el corazón de Europa no son acontecimientos despreciables a la hora de esquivar asuntos de enjundia que seguían pendientes. Pero el dinosaurio sigue ahí. Vivimos un cambio de época y no se trata sólo de batallas “culturales”, sino de explicar sin tapujos los asuntos “del comer”, que diría Fernán Gómez. Y el comer, el avanzar, el progreso real dependen en buena parte de que afrontemos de una vez por todas la forma más justa y eficaz de contribuir a la caja común. Hace falta buena base en Filosofía, sí, y luego aplicar sus enseñanzas a través del BOE.

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