Plaza Pública

El cannabis: historia de una ofuscación

Nicole Muchnik

“La manera correcta de tratar las drogas: legalizar el cannabis con total seguridad”. No, no es una cita extraída del manifiesto en defensa de las drogas propio de un grupúsculo de jóvenes iluminados, sino el título y el tema principal del semanario The Economist del 14 de enero de 2017. La pieza es más económica que moral, y trata sobre todo del mejor modo de legalizar el cannabis en el mundo –si bien no se prohíbe ampliar las investigaciones.

Fue en 1929 cuando en el Departamento de Prohibiciones de Washington, Harry Anslinger, político rebosante de ambición y carente de escrúpulos, aprovechó un banal suceso policíaco para lanzar una campaña contra “la diabólica hierba”. Sobre 30 investigadores, 29 se pronunciaron por la inocuidad de la planta, pero el miedo ya hacía estragos en las familias y el cannabis fue prohibido para mayor beneficio de la industria farmacéutica norteamericana. Es así, en base a una mentira, como se lanzó dicha inocuidad. Durante el siglo XX el cannabis fue puesto fuera de la ley mediante la convención única sobre estupefacientes de 1961 y no será hasta los años 2000 cuando se comienza a distinguir el uso médico del cannabis antes que por el placer de su consumo.

La pequeña historia de la prohibición en diferentes países podría parecer una oda a la imaginación en materia de represión. En cuanto a los verdaderos motivos subyacentes a las prohibiciones, se puede entrever el temor de que su utilización por los soldados en guerra pudiera desmotivarlos, la falta de investigaciones científicas sobre las cualidades de las diferentes drogas y sus respectivos peligros, todo sobre un fondo de puritanismo judío-cristiano y comodidad burguesa. Por la sustancia más consumida en el mundo según la ONU, todas las variantes de prohibición han sido puestas a prueba, según los países y las legalizaciones en curso.

En Canadá, la posesión, el tráfico y la exportación de cannabis han sido juzgados ilegales desde 1997. En Japón, donde servía para fabricar telas o redes de pesca, el cáñamo fue prohibido en 1948 bajo la ocupación norteamericana. En Suiza legislaron con un lujo de detalles : el cannabis con más del 1% de THC (producto activo del cannabis) se consideró como un estupefaciente a nivel federal. Pero desde el 28 de septiembre de 2012, la posesión inferior a 10 g ya no es una infracción penal sino una falta penada con 100 francos suizos. Desde 2008, pacientes alemanes pueden pretender a un tratamiento con cannabis médico con sólo presentar una receta médica en farmacia. En España, despenalizado en 1983, el consumo individual de cannabis volvió a sancionarse en 1992 como “infracción grave” . En Bélgica, Dinamarca y Finlandia, el consumo está más o menos legalizado o reprimido, según los barrios, los lugares privados o públicos o en establecimientos como las prisiones. La posesión y el consumo son ilegales mientras que el cultivo está más o menos autorizado según las 30 variedades de grano conocidas y el contenido de THC (menos del 3% es impropio como estupefaciente). En una palabra: un poco en todas partes, el cannabis es objeto de un batiburrillo de autorizaciones parciales y de prohibiciones más o menos justificadas.

La situación en Francia es cuando menos paradójica. Con 4,6 millones de franceses que lo probaron según los números del Observatorio de las Drogas para 2004, el país va a la cabeza de la clasificación europea. Es donde más cannabis se fuma y también donde se ejerce la máxima represión de drogas en general y de cannabis en particular. Según Le Monde, “un colegial de cada diez y dos alumnos de liceo de cada cinco lo han probado, y 550.000 personas lo consumen cotidianamente”. Docenas de libros se han publicado sobre el tema. Desde el Appel du 18 Joint de 1976 –en referencia a el Appel du 18 Juin del General de Gaulle–, el cannabis reúne a militantes anti-prohibicionistas con el apoyo de algunos periódicos y del partido ecologista.

Como los movimientos de sociedades terminan siempre por ganar la partida, el debate ha sido desplazado hoy de “¿hay que liberalizar el cannabis?” a “¿cómo hacerlo?” ¿Cómo salir del absurdo de la prohibición de una sustancia cuya inocuidad y virtudes terapéuticas ya no necesitan ser demostradas? Es como si la idea misma de “droga” hubiera tetanizado el pensamiento e impidiera tratar racionalmente un problema social que concierne cada vez a más personas. Para el conservador The Economist, ahí están los números que demuestran lo absurdo de las políticas de represión: el cannabis o marihuana “pesan más de la mitad de un mercado de drogas ilícitas de 300 millones de dólares” y queda la droga más preferida por 250 millones de personas en el mundo. Este inmenso mercado está controlado por grupos criminales y asesinos. “Legalizar el cannabis, privaría al crimen organizado de su mayor fuente de recursos, y a la vez protegería a los consumidores, que se convertirían en honestos ciudadanos”.

Pero algo de razón parece introducirse ahora en el problema. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen, encargado de la prohibición y consumo en 192 países, ha decidido, desde noviembre de 2016 autorizar su cultivo y utilización con fines terapéuticos. En Canadá, el primer ministro Justin Trudeau, acaba de declarar su intención de crear y “hacer adoptar leyes para legalizar y reglamentar el consumo de la marihuana”.  Queda por precisar la edad legal del consumo, el precio de venta al público y las medidas de control de calidad. En Estados Unidos, 22 estados han legalizado el cannabis para uso médico. Uruguay lo ha puesto en venta libre. En Europa, los Países Bajos lo han ampliamente despenalizado y han encuadrado su venta y consumo desde 1976. De ahí la irrupción del cannabis en la campaña electoral de varios candidatos de izquierdas. El primer ministro actual, Manuel Valls, rechaza toda despenalización, mientras que otros candidatos reclaman por lo menos un debate nacional, y Bernard Hamon pide la liberalización simple y pura. Constatando que “cuanto más se prohíbe más se consume”, el profesor Bertrand Dautzenberg hace poco reclamó una “despenalización enmarcada”. Hoy, poseer cannabis se tolera si es individual pero es sancionado en lugares públicos, y el cultivo de cannabis por adultos está autorizada si es con fines personales.

Pero el corazón del debate concierne a los beneficios terapéuticos del cannabis. Las propiedades terapéuticas de la sustancia, como antidolor, broncodilatador, antiespasmódico o vasodilatador se conocen desde hace mucho. La Asociación Médica Británica (BMA) se pronunció en su favor en 1997, y en un ensayo clínico en marcha, se analiza el posible efecto antitumoral de este medicamento en pacientes con tumores cerebrales y, en general, de los canabáceas  para frenar el crecimiento y/o matar células tumorales de órganos. En los Países Bajos, en Gran Bretaña y en ciertos estados de Estados Unidos, una decisiones políticas permiten hoy experimentar con la posesión terapéutica de esta droga. Pero es en el campo de la investigación donde España está a la cabeza. Las investigaciones recientes de la bióloga Cristina Sánchez de la Universidad Complutense de Madrid sobre los tumores cerebrales de animales de laboratorio tratados con cannabis, parecen autorizar verdaderas esperanzas en materia de tratamiento.

De hecho, lo que los romanos ya sabían –utilizando esta droga, entre otras cosas, para atenuar los dolores del parto– y que todos sabemos hoy, es que el cannabis tiene múltiples propiedades terapéuticas, y que solamente el oscurantismo general e intereses varios han provocado un verdadero retraso en este dominio.

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Nicole Muchnik es periodista, escritora y pintora.

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