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Parar, templar y mandar

Javier Valenzuela

Las malas noticias ya las conocen ustedes porque las machacan hasta la saciedad los medios de comunicación convencionales: el coronavirus no se ha extinguido y sigue sin haber una vacuna contra él; el comportamiento insensato de algunos provoca rebrotes aquí y allá, el daño social y económico causado por la pandemia es tremendo y augura un otoño e invierno muy duros, y, mientras tanto, la ultraderecha nacional no para de aullar con los ojos inyectados en sangre. Permítanme, pues, señalarles ahora las buenas noticias que, en mi opinión, demuestran que el vaso, completamente vacío en Semana Santa, empieza a llenarse.

Junio ha arrancado bien en España. Una gran mayoría de nosotros empieza a practicar la llamada “nueva normalidad” con un vitalismo moderado y una gran responsabilidad. Parapetados tras nuestras mascarillas y con las manos bien limpias, salimos a la calle, entramos en comercios, nos sentamos en terrazas, nos reencontramos con amigos y parientes y comenzamos a pensar en nuestras vacaciones de verano. La vida recupera sus derechos. La sangre comienza a circular por el cuerpo social y también por la economía: este martes se supo que decenas de miles de compatriotas ya han vuelto a trabajar.

Con el multimillonario paquete de ayudas económicas anunciado por Bruselas, Europa restablece la confianza en el proyecto de la bandera azul con doce estrellas doradas. Los europeístas, que nos temíamos una reacción tan torpe y cruel como la de la reciente Gran Recesión, respiramos aliviados, y todos intuimos que nuestros gobiernos dispondrán de un buen dinero para sus tareas urgentes: reforzar unos sistemas de salud pública muy debilitados por los recortes; ayudar materialmente a los millones de ciudadanos afectados en sus negocios y trabajos por el parón primaveral y promover una reindustrialización más verde y prometedora.

En cuanto a la ultraderecha, que con sus bulos, protestas callejeras e histrionismo parlamentario ha añadido mucha angustia e inseguridad a una primavera española ya de por sí terrible, tengo la impresión de que sus excesos han terminado por resultarles contraproducentes. Las caceroladas en los barrios pijos y la caravana automovilística rojigualda han provocado asco y miedo a la mayoría silenciosa. En el mejor de los casos para ellos, se les compara a esos personajes y situaciones que tan bien caricaturizaba Berlanga; en el peor, recuerdan a las tácticas de agitación para la conquista del poder de Mussolini y Hitler.

Otra buena noticia para los partidarios del Gobierno progresista de coalición es que este haya sobrevivido a la peor tormenta –pandemia, parón económico y oposición feroz– vivido por un Ejecutivo español en muchísimo tiempo. El Gobierno sigue en pie y está demostrando que, en contra de lo que decían los agoreros, cuenta con una mayoría parlamentaria. Pedir nuevas elecciones es un disparate colosal: celebramos dos generales en 2019 y no está el patio nacional e internacional como para perder tiempo, dinero y energía con otras.

El Gobierno ha hecho bien en no prolongar el estado de alerta más allá del 21 de junio. En mi último artículo aquí mismo, expresaba mi opinión de que ni los cuerpos y mentes de los españoles ni el tejido social y económico de España podían permitirse el lujo de desaprovechar todo el verano. No podemos vivir confinados hasta el descubrimiento de la vacuna; tenemos que ir aprendiendo a cohabitar con la amenaza del coronavirus, como ya lo hicimos con la del terrorismo.

Al Gobierno le ha llegado la hora de eso que los taurinos expresan con la fórmula de parar, templar y mandar. Apoyar bien los pies en la tierra, analizar con calma los desafíos y desarrollar con firmeza su programa. De la protección de los más débiles se ha ocupado con notable buena voluntad –ERTE´s, prohibición de desahucios, ayudas a autónomos, Ingreso Mínimo Vital…–; ahora le toca liderar la reconstrucción de nuestra sanidad y de nuestra economía.

Quizá no fuera una mala idea que Pedro Sánchez, de acuerdo con sus socios de Unidas Podemos, planteara una remodelación del Gobierno. Para darle un nuevo impulso. Para reducir el número de ministros, una demanda muy popular incluso entre la gente que les apoya. Para quitarse algunos de los pesos muertos evidenciados durante la crisis. Para dar más responsabilidad a gente que lo ha hecho estupendamente como Salvador Illa o Yolanda Díaz y, si quiere, Fernando Simón. Y, por qué no, también para incorporar al Gabinete nuevas sensibilidades progresistas.

Desde el PNV a Más Madrid, pasando por ERC y Compromís, todos los partidos que apoyaron la investidura de Sánchez pero no están en el Gobierno le han criticado al presidente su falta de diálogo, consulta y complicidad en esta crisis. Si tanta gente lo dice, algo debe de haber. Yo no veo la menor razón objetiva para que este parar, templar y mandar de Sánchez y su Gobierno no incluya una mayor colaboración con los que fueron socios en la investidura y van a tener que darle su apoyo en los próximos presupuestos.

Llámenle wishfull thinking o como quieran, yo tampoco descartaría que el Gobierno progresista llegara a un acuerdo de colaboración en un montón de cosas con el ahora más templado Ciudadanos de Arrimadas. Y por supuesto, en casos como el de la Comunidad de Madrid, defendería que el líder regional de Ciudadanos alcanzara la presidencia con el apoyo de los diputados regionales progresistas. Isabel Díaz Ayuso no debería seguir un día más en el caserón de la Puerta del Sol.

Si tuviera a Sánchez e Iglesias al alcance, les diría con cariño que no está escrito en ningún libro sagrado que Ciudadanos y Unidas Podemos sean absolutamente incompatibles. Ya sé que Ciudadanos es neoliberal, nacionalista español y vocinglero, y ya sé lo que pregonaba el fracasado Rivera, pero uno, que ya es sexagenario, ha visto mayores “milagros” políticos. Como Adolfo Suárez abrazando a Carrillo y a Tarradellas. Como Francia y Alemania reconciliadas tras la Segunda Guerra Mundial. Como el Estados Unidos de Nixon pactando con la China de Mao. Como Trump y Kim Jong-un haciéndose tan amigos. Pensemos en grande, que la realidad ya nos avasalla con sus pequeñeces.

Iglesias, Alberto Garzón y Unidas Podemos han demostrado una gran lealtad al Gobierno. Han impulsado muchas de las medidas sociales adoptadas estos meses y jamás han puesto en cuestión el liderazgo de Sánchez. Los medios conservadores, tan hostiles a la izquierda que hasta serían capaces de responsabilizarla de las muertes por coronavirus en el Estados Unidos de Trump y el Brasil de Bolsonaro, han magnificado algunas divergencias de criterio entre los socios de Gobierno, unas divergencias absolutamente normales entre fuerzas que no piensan exactamente lo mismo en todos y cada uno de los asuntos patrios. Si lo pensaran, no serían fuerzas políticas distintas y el Gobierno existente no sería de coalición, eso tan europeo.

Pero tales divergencias no duraron demasiado ni provocaron ceses, dimisiones o rupturas irreparables. Sánchez e Iglesias supieron resolverlas con prontitud, demostrando que esta crisis les ha hecho crecer políticamente. El principal error de Iglesias sería, en todo caso, el del otro día, cuando irritado por el gravísimo insulto a su padre proferido por la impresentable Cayetana Álvarez de Toledo, le dijo al portavoz de Vox lo que muchísimos pensamos: que la ultraderecha desea y hasta alienta un golpe de Estado. Quizá no uno militar, que eso ya no se lleva en Occidente, pero sí uno 2.0, uno callejero, mediático y judicial que, sin necesidad de pasar por las urnas o ganar una moción de censura, cree un clima que fuerce la dimisión de Sánchez.

Iglesias rectificó pronto y eso le honra. Daría nuevas muestras de inteligencia y generosidad no vetando ni una posible ampliación de la coalición gubernamental a otras fuerzas progresistas ni un acercamiento serio a Ciudadanos. Veremos. Servidor no descarta nada. Ayer mismo, Alberto Garzón, ministro y socio de Iglesias en Unidas Podemos, anticipó que se sentiría “cómodo” con un acuerdo del Gobierno progresista y Ciudadanos para los presupuestos de 2021.

Atribuyan estas reflexiones preveraniegas mías al optimismo gramsciano de la voluntadgramsciano. Las malas noticias, repito, son obvias y ya las conocen ustedes. Salud.

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