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Desde la casa roja

Nosotros y las ideologías

Cada mañana, veo en la puerta de la escuela a un hombre con el que salí hace quince años durante un tiempo breve que no llego a recordar cuánto fue. Nos encontramos casi a diario llegando tarde cuando vamos a llevar a nuestros hijos y, a veces, charlamos un rato a través de las bufandas, con las puertas de los coches abiertas, con un pie dentro y otro fuera, queriéndonos marchar cuanto antes y, a la vez, buscando reconocer en el otro a aquellos que durante unos días imprecisos intentaron quererse de alguna manera.

La semana pasada tocaron elecciones al consejo escolar. Y votamos a la vez. Cuando doblé la hoja con los nombres de los candidatos por la mitad, bromeó: no votes a la extrema derecha. Le miré, me hizo gracia, dicho así, bajo copos de nieve de cartulina y villancicos de fondo. Pero la charla que comenzó ahí, giró, y sobre la acera quedó la misma advertencia pero en sentido contrario, y ya no hablamos de la guardería. La conversación estuvo llena de clichés y descarga de idearios por ambas partes. Discursos muy rancios, balas perdidas sin apuntar que ni siquiera nosotros disparábamos. De qué estábamos hablando. Cuánto nos importaba. Varios días después, intento resolver esta pregunta: ¿quiero ser esa persona que juzga al otro a partir del voto que dejará en una urna?

La vida del hombre que hoy es aquel chico que conocí, en realidad, podría ser intercambiable por la mía en muchos sentidos. Los dos recorremos trayectos parecidos por la mañana, regresamos a nuestras casas u oficinas donde, durante unas horas, estamos solos, trabajamos con materiales extraños como la palabra o la imagen a golpe de pantalla, vamos a nadar, sujetamos las facturas, vivimos adentro de la misma niebla, amueblamos los silencios con las mismas canciones y llegamos a la noche lo suficientemente destruidos como para no padecer insomnio. Creo, apuesto, que reaccionaríamos de forma muy parecida en todo lo que tenga que ver con lo privado, incluido lo referente a la familia o a la vida, esas dos hermosas palabras expropiadas para defender los esquemas más conservadores. Mirados por un telescopio, somos prácticamente el mismo sujeto y predicado.

Supongo que la diferencia debe estribar en lo que deseamos que pase con la vida de los demás, si es lo mismo o no que lo que deseamos para nosotros y hasta dónde queremos extender la autoridad. Quién cruza qué fronteras. Quién paga qué impuestos. A quién podemos curar si enferma. Quién puede casarse con quién. Quién puede informar y de qué. Quién nos defiende y de quiénes. Cómo nos ordenamos. Quién define el país y su centro.

Quiénes serán recordados.

Y eso, lo que pensamos de lo público, respondamos o no a ello de forma consciente o irresponsable, se llama ideología, y mide cómo le pedimos al Estado que se ocupe de nuestro miedo, y se vuelve real cada ciertos años en forma de voto.

Escribo esta anécdota trufada o no de ficción porque mi vida no es ningún hemiciclo, aunque algunas mañanas se vuelvan igual de grises. Nadie me va aplaudir cuando concluya que, más allá de su perfil político, el otro, puede ser una buena persona. Así sucedió hace unos días en el Congreso para revuelo de la Cámara cuando dos diputados de fuerzas contrarias se reconocieron como hombres. Y fue, sorprendentemente, revelador para el resto. Mis días tampoco son televisados en ninguna tertulia, no necesito que mi voz quede por encima de la de nadie en ninguna esquina a la intemperie. Nadie me va a exigir que defienda mi pensamiento adhiriéndome al pack ideológico que sostiene a la política y sus representantes.

La sorpresa de la irrupción de la extrema derecha hace dos semanas, aunque subrayemos sin descanso el futuro que desean abolir, pues es injusto con lo diferente y es zafio con el pasado, no viene de un lugar tan lejano. En realidad, el dinosaurio ya estaba aquí. Es la legitimización de las emociones frente a la razón política, y a esto hemos estado jugando todos desde hace tiempo. Las premisas que traen ahondan en la zanja del nosotros y el ellos, en el repliegue que devuelva una identidad supuestamente en peligro, cuando es imposible e indeseable regresar a una sociedad homogénea. Homofobia, islamofobia, misoginia, paranoia, pensamiento único, regreso a las confesiones, son la cristalización de discursos calificados de urgentes para evitar la pérdida del statu quo. Reivindican la libertad de expresión para soltar sus idearios, pero censuran lo ajeno. Lo último que quisiera alguien que no milita en ninguna fila es acabar devolviéndoles los mismos términos, disparar contra la libertad, recogerles el guante.

¿Creen que es posible que algún día podamos hablarnos sin uniformes? ¿Seríamos capaces ahora de aquel desprejuiciado cuerpo a cuerpo de la juventud? Reencontrarnos como dos personas que ya no se conocen pero están dispuestas a intentar comprenderse. No somos solo política que camina. No lo sé, yo ya no tengo fuerzas para el odio a estas alturas del año, será que las fiestas ya están bajando por mi chimenea.

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