Desde la casa roja

Kamikazes de las ideas

Aroa Moreno

De nuestra memoria más reciente no se ha borrado todavía la imagen del ex presidente José María Aznar defendiendo la participación de España en la guerra de Irak. El aplauso y los votos a favor de su partido, con el resto del hemiciclo y gran parte del país en contra. «Tenemos evidencias suficientes. No estamos hablando de ningún tipo de fantasía», decía en aquel entonces. Aznar no necesitó escuchar a nadie más, incluidos los servicios de inteligencia, y en marzo de 2003, se sumó al encuentro de las islas Azores y lanzó junto a Bush y Blair un ultimátum al régimen iraquí. Cuatro días después, Irak fue invadido sin agotar otras vías que no fueran la violencia. Nunca se encontraron las armas. ¿Y Aznar? ¿Se retractó alguna vez? Dijo que no fue tan «listo» como para saberlo antes. Luego negó la participación de España. El Aznar de hoy envidia que “los hijos de Chávez” insulten a la presidenta de Madrid y no a él y preside una fundación que trabaja “en el ámbito de las ideas”, donde siempre encuentra un altavoz encendido por el que emitir sus propios misiles de pensamiento. Aznar tiene empresas, libros, la estima en sí mismo de siempre y un billete de ida urgente a Marbella para ponerse a la sombra durante las crisis sanitarias. Pasados los años desde aquel negro 11 de marzo de 2004, afirmó que iría “100.000 veces más a las Azores”.

Algunos días de esta pandemia me recuerdan a la frustración e impotencia que sentimos en aquella primavera del año 2003. Aquello fue una lección política sobre quién manda y quién no. Fue triste verse gritando no a una guerra cuando sabías que nadie estaba al otro lado escuchando y que aquello desembocaría en muertes en un lugar lejano a nuestro mapa.

Atravesamos una época difícil para gritar en la calle. Y frustra ser espectador de cómo en lugar de tirar de las bridas con determinación, el esfuerzo parece hacerse en dirección contraria a los ciudadanos y sus incertidumbres. Algunos obvian las evidencias científicas y los datos. Las cifras de unos y otros no coinciden. En Madrid, por ejemplo, hay días en los que el virus avanza o retrocede según quién te lo cuente.

Estamos en la era de la posverdad más kamikaze, donde la apariencia de los hechos es más relevante que los hechos en sí, a sabiendas de que este tipo de mecanismos de comunicación y de hacer política delante de un micrófono conducen a decir una falsedad. Una idea mil veces repetida no es una verdad. La posverdad es solo otra forma de llamar a la mentira.

Estos meses me he hecho una pregunta. ¿De verdad quieren estos políticos cargar en el futuro con las consecuencias que puedan tener sus decisiones (o su ausencia)?

En el caso de Madrid, donde el enfrentamiento entre gobiernos es continuo, ¿qué político querría llevar prendido a su joven trayectoria el crespón negro de lo que está pasando en este territorio? ¿Por qué toda acción o declaración que parte de la Puerta del Sol tiene que ser agresiva y nacionalista? ¿Está tan aislada Díaz-Ayuso de la realidad sanitaria y social que sigue golpeando a la región que gobierna que no ve otros horizontes? Coincidí con Isabel Díaz-Ayuso en la carrera, en los sótanos de la radio de la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Y no puedo evitar mirar hacia atrás y recordar a la estudiante joven de entonces y ponerla al lado de la política de ahora. La vi el domingo titubear en televisión, llevarse las manos a la cabeza, repetir: el hospital de pandemias es una buena noticia, el hospital de pandemias es una buena noticia, como un conjuro aprendido, como si le hubieran dicho que lanzando esa idea estaría a salvo y nadie preguntaría más. Claro que un hospital de pandemias es una buena noticia, siempre y cuando no se haya priorizado su construcción, sus ganas de dar el titular al mundo, a otras necesidades muy básicas que desde hace tiempo demanda la sanidad con urgencia letal para muchos ciudadanos.

¿En qué momento se acaba tu nombre y empieza uno a dirigirse a sí mismo por su cargo? «A una presidenta no se le preguntan esas cosas». Debe existir un instante en que uno despega de la realidad y ya solo cree en un puñado de sus ideas y se las repite aislado en la soledad de su despacho y entonces piensa que los demás también carecemos de ese cabo a tierra con la vida y asentiremos callados a cómo sus decisiones políticas afectan hoy a nuestras coordenadas más íntimas, a nuestro propio cuerpo, a nuestro duelo.

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