Desde la casa roja

Madrid

Aroa Moreno

Había un restaurante en la calle Magdalena llamado La Recoba donde tocaban tango al piano. Me encantaría volver a cenar allí. Me pregunto si habrá seguido abierto y por qué nunca he regresado. Cómo estará la dueña de Casa Federica, Diana, y su hija Maru, cerrado ahora ese refugio de la calle Manzana, desbordado siempre y lleno de actores alimentándose durante los descansos de los ensayos de los musicales de la Gran Vía. Un poco más allá de Antón Martín, en lo más alto de Lavapiés, en un piso muy blanco que ya no sé si sabría señalar, comencé a escribir mi primera novela. Extraño a los amigos con los que me encontraba en aquel espacio. Subrayar las páginas, nuestro mirador a la noche y a la duda, repartir el pan y el vino y a Cortázar. ¿Quién estará mirando hoy a través de sus cristales? En otra casa con balcón y compartida de Chueca, durante una tormenta de arena que venía de África, me dieron un beso ya de amanecida, a punto estaba yo de dar por perdida la noche. Me aprendí los nombres de todos los tenderos, de los camareros, de todos los vecinos de aquella calle de Noviciado, esa extrañeza del puro centro, tan aldea y tan crápula como uno quisiera. A muy pocos metros, en San Bernardo, una bomba dibujó en 1939 un diámetro inmenso que tocaba los pasadizos de la parada del metro donde le esperaba cada tarde. En ese mismo barrio, exactamente donde se levanta un vecindario de los ochenta en cuyos bajos hay un bazar chino, un restaurante persa y aquel antro, el Fotomatón, en el que acabamos algunas madrugadas, estuvo la prisión en la que Buero Vallejo se cruzaba con Miguel Hernández y le hacía un retrato a lápiz.

Madrid, que recibió a mis abuelos en los años cincuenta para poblar sus barrios de más allá de la periferia. No hubo asfalto en la calle en que mi padre aprendió a montar en bicicleta. Una familia abría las puertas a otra familia. En los 50 metros cuadrados de aquel tercero A, vivieron diez. Luego fueron comprando casas juntas para estar cerca de los hermanos. Hicieron la vida. Y luego, los herederos de aquellos pisos vendieron esas casas a los chinos, a los latinos, que volvieron a acogerse unos a otros, a comprar casas cerca y a hacer de esos barrios del otro lado del río pequeños hogares a escala de todas las Ítacas a las que nunca regresarían.

Madrid, que siempre se portó bien con mis amigos de fuera. Madrid de 1990, vestido de primera comunión en la horrible catedral gris. Cuánto cambiaría hoy por volver a aquel junio en el que todavía no nos faltaba nadie. Madrid de cacharros inconexos del puesto del Rastro domingo tras domingo. Ribera de Curtidores, por qué nunca te paseo. Autobús número 60: mi madre trabajando de día y estudiando de noche, de las afueras al centro y vuelta. Sótanos húmedos de Malasaña en los que tantas noches perdimos, aunque también nos ganamos. Batucadas adolescentes infinitas que años más tarde nos molestaron cuando nos hicimos vecinos del 2 de mayo. Cómo será esa plaza en silencio. Las mesas quietas sin novedades de todas las librerías que nos dan techo. ¿Y los pasillos vacíos de las facultades? ¿Y todos los profesores callados adentro de sus casas? Paseo infinito de los Olivos hasta el Alto de Extremadura. La cámara lenta, hoy fantasma, de todas las circunvalaciones. La A-6 que hago y deshago desde hace décadas sin su tapón de trabajadores de corbata. Las cuatro torres de la Castellana que siempre serán para mí nuevas, como recién levantadas, y que arden cada atardecer en sus ventanas de espejo contra el sol que se pone por detrás de la sierra y que vimos tantas veces caer desde el templo de Debod.

En estos días de ciudad desierta he tenido que espantar muchas veces aquel poema sobre Madrid, Insomnio, de Dámaso Alonso, y llamar a mis rincones. Crecer aquí te hace despegado, generoso con la raíz y descreído con los territorios. Pero Madrid, hoy castigada por la epidemia, Madrid que ha llegado a ser la ciudad del mundo donde más rápidamente avanzaba el virus hasta Nueva York: Madrid desbordada y atónita, me escuece. Cómo no voy a pensar en esto aunque me cuesten tanto los topónimos. Con tanto grito, tan epicentro esas plazas vacías de cuando era niña. Las salas de espera, esas urgencias que nos han recibido siempre para aliviar nuestros diminutos pánicos, atender nuestras llegadas al mundo y acolchar nuestras despedidas.

Ánimo, ciudad que tanto nos das y tanto nos quitas. Cuánto cuesta reivindicarte. Madrid de los que no pasaron. Madrid de la rebeldía de los ochenta. Madrid que no descansas. De los paraguas de marzo. Apelo a tus fuerzas.

Qué tontería, si no existes. Ciudad que somos.

Sólo escribo para que no se me olvide la extrañeza de que estás vacía.

Para intuir el placer brutal que pueda ser regresarte.

Es abril y nieva afuera.

Ciudad con la miseria de una guerra perdida:

nos obligaste a amar con furia el porvenir.

Ciudad de ayer, Joan Margarit

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