¿Quién dijo que los debates no influyen?

Si fuera cierto que no alteran mucho la cuantía y el sentido de los votos que caen en las urnas, según el cliché extendido entre los politólogos, resultaría desaforado el afán que los interesados ponen en el gran espectáculo televisivo que son los debates electorales. No me refiero a los que se convocan para cinco o siete candidatos, o los sectoriales, que son como los torneos de dobles o los partidos de segunda división, sino a esos encuentros épicos, a veces agónicos, en los que dos candidatos que se proponen dirigir un país –rara vez vemos a una candidata– se enfrentan cara a cara ante las cámaras de televisión durante un par de horas.

Si esos shows, que concitan audiencias millonarias comparables a las de los grandes eventos deportivos, no influyeran en el resultado electoral, ¿por qué habrían de prepararse los contendientes tanto como lo hacen? Porque un debate presidencial (así se llaman en América, cuna del género) exige al contendiente estudiarse a sí mismo, radiografiar al contrario, preparar cada una de la veintena, no más, de intervenciones cortas, anticipar y desactivar los ataques, preparar un par de buenos golpes, simular el encuentro con minucia, quizá más de una vez, concentrarse, evitar errores (se gana más por los errores del otro que por mérito propio) y tener la sangre fría de pelear sin despistes.

El trabajo no queda terminado, sin embargo, hasta que las respectivas comitivas y sus seguidores (los cuadros, los equipos de prensa, los analistas afines) no cantan, como hace el coro en la tragedia griega, las virtudes del héroe que sale triunfante de la batalla. Obsérvese que con frecuencia triunfan los dos, según la sentencia de cada una de sus huestes.

Y así las impresiones que el espectador ha tenido mientras asistía al espectáculo, que derivan de sus propios prejuicios y de las expectativas previas (es un error habitual de los equipos elevarlas, porque, por definición, cuanto mayor es la expectativa menor será la satisfacción), quedan matizadas por los juicios de los amigos en los chats simultáneos, de los exégetas, los intérpretes y los reporteros.

Si esos shows, que concitan audiencias millonarias comparables a las de los grandes eventos deportivos, no influyeran en el resultado electoral, ¿por qué habrían de prepararse los contendientes tanto como lo hacen?

De modo que tanto quien vio como quien no vio el debate termina por crear una fotografía de lo que pasó, quizá borrosa, pero influyente en cualquier caso: “Le llamó indecente”, “¿viste lo de la niña?”, “vaya paliza le dio”, “menuda pifia”…

Si la pelea no termina, pues, con el final de la emisión, sino que se extiende días después en las tabernas, en las sobremesas y los cafés, tampoco empieza con la ceremoniosa música inicial o la solemnidad de la presentación del moderador. Se establecen las condiciones en negociaciones previas. Son rara excepción los países que obligan a debatir y no hay ninguno que legisle las condiciones concretas. Se impone la tradición (como en Estados Unidos), o la concesión de quien puede decidir si hay o no debates (como en España). Por eso las condiciones son necesariamente el resultado de una negociación: ¿Cuántos?, ¿sobre qué temas?, ¿de pie o sentados?, ¿por cuánto tiempo?, ¿se puede interrumpir?, ¿quién modera?, ¿cómo se controla la neutralidad de los planos y contraplanos?... A los candidatos estadounidenses se les suele prohibir el uso de papeles escritos y también preguntar al adversario. Los acuerdos entre sus representantes incluyen hasta el detalle más nimio, como la temperatura del plató o la altura de las mesas.

Cuando finaliza una película, quien la ve olvida los detalles casi al instante. Pero queda en la espectadora por mucho tiempo el recuerdo de las emociones suscitadas: la risa o el llanto, el éxito o el fracaso, la textura del relato y su trama general, los fundamentos morales de la narración. Igual es el efecto del debate: esas emociones raramente provocarán un vuelco en la elección, pero influyen en el público, porque aquilatan opiniones previas, despejan dudas, generan o inhiben la participación. Aunque solo fuera en un puñado de votos. Quizá la historia habría cambiado si Nixon lo hubiera sabido, porque solo perdió por 112.827 votos populares (un 0.17 por ciento), frente al esplendoroso John Kennedy, en aquel mítico primer debate presidencial, en 1960, que Kennedy preparó a conciencia y Nixon no. Es posible que un solo debate cambiara también el curso de los acontecimientos en España, en 1993, cuando Felipe González tuvo en un segundo debate su reválida tras perder en el primero de nuestra historia democrática. Felipe terminó ganando por 948.620 votos, sobre un total de 23 millones y medio. Tres años más tarde, cuando perdió sin que Aznar le concediera la oportunidad, dijo: “Nos ha faltado un debate”.

¿Quién dijo que los debates no influyen?

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