Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Hace más de veinte años, Nevenka Fernández se plantó ante el poder y su cabeza fue servida en bandeja de plata. Su denuncia por acoso sexual contra Ismael Álvarez, entonces alcalde de Ponferrada por el PP, fue un terremoto político en un país que aún susurraba la palabra feminismo como si fuera una amenaza. Era la primera vez que se denunciaba a un político por acoso sexual y lo pagó con creces. El juicio se saldó con una victoria judicial para ella, que quedó pequeña, casi ridícula, en comparación con la magnitud de la derrota social y de la devastación personal que todo el proceso le acarreó: Nevenka fue humillada y estigmatizada hasta tal punto que decidió marcharse de España.
La maquinaria mediática se activó no para protegerla, sino para parasitarla y, de paso, proteger al poder. Como si su valentía, como si romper el silencio institucional en un país en el que el acoso laboral y sexual era una norma tácita, fuera una insolencia inaceptable y objeto del peor de los castigos.
Estos días, una mujer ha denunciado por agresión sexual a otro político: el conselleiro do Mar de la Xunta de Galicia, Alfonso Villares (también del PP). Y más de dos décadas después, el eco mediático sigue retumbando en la misma frecuencia patriarcal. El foco no está en lo que ella dice, sino en lo que él niega. No en su relato, sino en su nombre*. De nuevo, las alertas éticas ni están ni se las espera.
En ambos casos, separados por dos décadas, el patrón se repite. Se examina la historia personal de ella, sus palabras, sus gestos, como si fueran pruebas forenses. Y demasiados medios, en lugar de actuar como garantes de derechos, se convierten en replicantes de la peor de las violencias.
La cobertura que ha recibido esta última denuncia es, además, el síntoma de una enfermedad más profunda. El periodismo, por más que se vista de pluralidad, sigue funcionando con la lógica de un club de caballeros. El poder mediático no ha cambiado su rostro ni su manera de operar. Nos hicieron creer durante un brevísimo periodo de tiempo que era posible, que avanzábamos, pero no fue más que un espejismo. Esta misma semana, Pepa Bueno ha sido destituida al frente de El País e infoLibre es ahora el único medio generalista de ámbito nacional con una mujer directora. Un páramo.
Cuando los medios los dirigen hombres que jamás se han tenido que interrogar sobre su lugar en la estructura de poder, sucede que las violencias que no les afectan no son noticia. Que las agendas que no controlan se marginan. Que las voces que cuestionan los cimientos que los sostienen se acallan. La sociedad, las lectoras y lectores, reciben una información deformada.
La presencia de mujeres feministas en puestos periodísticos de decisión cambia las narrativas y por eso promueve una transformación social real. No es solo una cuestión de cuotas o de sensibilidad (que también): es, sobre todo, una cuestión de mirada y de perspectiva. De saber qué preguntas hacer y a quién. De entender que el acoso, la violencia sexual o la desigualdad no son hechos aislados, sino síntomas estructurales. Que cuando una mujer denuncia, está desafiando no sólo a su agresor, sino a una cultura que la preferiría callada. Y que cuando los medios cubren estos casos como si fueran sucesos o salsa para las tertulias, están tomando partido. Porque la neutralidad, cuando se trata de violencia, es complicidad.
La neutralidad, cuando se trata de violencia, es complicidad
Pero en todo este proceso hay algo más que resistencias y reacción. Hay también una renuncia política. La izquierda que pareció abrazar la agenda feminista ha empezado a asumir el discurso de que “el feminismo ha ido demasiado lejos” (ahora imaginen a alguien diciendo que la lucha contra el racismo ha ido demasiado lejos; o contra la pobreza infantil). Algunas políticas de igualdad parecen verse como un potencial riesgo electoral, lo que antes se defendía como una cuestión de justicia ahora es un debate cultural incómodo. Y la consecuencia es demoledora: el andamiaje de derechos conseguidos se vuelve precario y se tambalea. Porque ningún derecho es irreversible y ningún avance es permanente si no se defiende cada día.
Volvamos a Nevenka. No fue hasta que Netflix convirtió su historia en una serie documental que muchos se dieron por enterados. Entonces, los medios que la habían usado y despreciado plegaron velas. Porque el tiempo obliga a poner algunas cosas en perspectiva y, en esos momentos, suele salir rentable subirse a ciertas olas, aunque estas dejen un rastro de feminismo.
Pero ahora que otra mujer alza la voz contra un político, todo regresa al mismo sitio. La memoria es selectiva y la ética, voluble. ¿Pueden decirme cuál es el beneficio que obtiene una mujer al enfrentarse a un aparato político, a la violencia simbólica de los medios y a la humillación pública?
Cada vez que una mujer denuncia a un hombre con poder, no sólo señala un hecho, señala una estructura. Y el poder se reordena para callarla, ya sea con la exhibición impúdica de abrazos y aplausos de los colegas de la Xunta –una institución pública– al denunciado o con un periodismo que se ejerce a la contra de su propia razón de ser.
No, el feminismo no ha ido demasiado lejos. Lo que ha ido demasiado lejos es la ostentación cómplice y la impunidad del silencio disfrazada de periodismo.
*El artículo 681 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal prohíbe la divulgación de la identidad de víctimas de violencia sexual y datos que permitan su identificación directa o indirecta, así como la publicación de imágenes suyas o de sus familiares. Por este motivo, además de por respeto a ella y por decencia periodística, no reproduzco su nombre, aunque gracias a la mala praxis de la mayoría de medios y a la inacción de la justicia, este sea ya de sobra conocido.
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