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Cuando un acuerdo se convierte en un trágala

Cristina Monge nueva.

Meses y meses de noticias, columnas (como ésta y otras muchas), análisis y debates sobre la importancia en democracia de llegar a acuerdos; casi los mismos que se lleva insistiendo en la necesidad de renovar órganos constitucionales esenciales en nuestro sistema institucional. Tras un cambio de posición del Partido Popular, se han conseguido esos acuerdos. Sin embargo, la democracia no va a mejorar. Podría argumentarse incluso que empeorará. ¿Qué ha pasado por el camino? El posible nombramiento, los próximos días, de Enrique Arnaldo como magistrado del Tribunal Constitucional a propuesta del Partido Popular.

Conforme los medios de comunicación han ido haciendo su trabajo y poniendo foco en la trayectoria de este jurista, se ha conocido que su nombre aparece en los casos Lezo y Palma ArenaLezo Palma Arena, que ha estado dando clases simultáneamente en universidades públicas y privadas sabiendo que era algo prohibido desde la Ley Orgánica de Universidades del año 2007, y que durante años, y en contra de lo que con claridad determinan tanto la Ley de Incompatibilidades como el Estatuto del Personal de las Cortes, compaginó su puesto de funcionario como letrado del Congreso con el cargo más alto de la empresa Estudios Jurídicos y Procesales SL, que solo en el periodo 2003-2008 ingresó casi un millón de euros por contratos públicos, en su mayoría otorgados por administraciones del PP, como describe aquí Alicia Gutiérrez. Por si fuera poco, mintió en su comparecencia de la semana pasada en la Comisión de Nombramientos del Congreso al afirmar que se había desvinculado de esa compañía en 2017, cuando en realidad, según los documentos oficiales, ocupó el cargo de administrador solidario hasta noviembre de 2020.

En este asunto convergen, al menos, dos temas de enorme calado. En primer lugar, lo relativo a la independencia de los jueces y juezas, asunto en el que suele confundirse la objetividad en el desarrollo de sus funciones con la pretensión de que carezcan de ideología. Como humanos que son, y con una enorme formación en asuntos públicos, es casi imposible pensar que estos servidores públicos puedan quedar al margen de un constructo ideológico. De hecho, ningún humano lo hace. Cosa distinta es no tener una vinculación concreta con un partido y ejercer el cargo con objetividad al margen del dictado de cualquier formación, algo difícil de garantizar en una persona que ha estado estrechamente vinculada a contratos de administraciones públicas gobernadas siempre por el mismo partido.

No obstante, y he aquí la segunda cuestión, esta polémica ha quedado en segundo plano al conocerse que Enrique Arnaldo podría haber vulnerado la Ley de Incompatibilidades y el Estatuto del Personal de las Cortes al simultanear su puesto de letrado en el Congreso con su condición de co-fundador de un gabinete privado, así como la Ley Orgánica de Universidades, al prestar servicios tanto en universidades públicas como privadas.

Llegados a este punto, la pregunta es obvia. Por un lado, la polémica candidatura de Enrique Arnaldo forma parte de la propuesta del Partido Popular para llegar al acuerdo que permita renovar buena parte de los órganos constitucionales. Por otro, sabemos que los acuerdos y la renovación de estos órganos son claves en democracia. Ahora bien, ¿cuánto vale un acuerdo? ¿Hasta dónde debe transigir la otra parte si la propuesta implica aceptar a un candidato que puede tener problemas con la justicia por los hechos aquí descritos? Si la respuesta es que hemos convertido el acuerdo en valor supremo de la democracia, a cualquier precio, el coste puede ser una mayor degradación y desconfianza institucional. Y lo que es peor: el Gobierno está haciendo serios esfuerzos por esconder la cabeza bajo la tierra como si no hubiera más remedio que pagar la factura y aceptar un pacto que puede acabar con un magistrado del Constitucional –nada menos– cuya carrera parece estar repleta de irregularidades.

Podría pensarse que el PSOE, en aras del acuerdo, ha decidido investirse de una noción de responsabilidad institucional —a mi juicio mal entendida pero que podría justificarse—, por encima de otras consideraciones. En ese caso, tenía al menos una posibilidad: hacer constar que lo hacía para conseguir renovar de una vez importantísimos órganos constitucionales clave, y, al tiempo, poner de manifiesto la osadía del Partido Popular al presentar a este candidato. La intervención del diputado Odón Elorza en la Comisión de Nombramientos del Congreso de los Diputados, con 17 preguntas donde desmenuzaba una tras otra las razones por las que la designación de Arnaldo podría ser un escándalo, era una buena manera de hacerlo (el contenido puede leerse aquí). Una estrategia inteligente que le hubiera permitido al PSOE salvar la cara. Pero ni había tal estrategia, ni al diputado Elorza se le agradeció el esfuerzo. Al contrario, fue apartado del asunto y relevado a la hora de intervenir al respecto ante el pleno del Congreso.

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Tampoco Unidas Podemos, que acostumbra a exigir elevados estándares de calidad democrática y transparencia, parece estar dándole a este asunto la trascendencia que creo que tiene. Habrá que esperar a la votación, telemática y secreta, para saber hasta qué punto son capaces de callar y otorgar.

Del lado conservador cabría preguntarse si realmente no disponen de otros candidatos o candidatas, de solvencia profesional y trayectoria ajena a estos escándalos. Estoy convencida de que así es, porque, aunque solo fuera por probabilidad estadística, han de tener otras opciones.

La democracia, ese frágil equilibrio de poderes, contrapoderes, valoraciones y sacrificios, tiene un anclaje muy fuerte en el acuerdo. Sin embargo, si se hace de él un valor absoluto, se puede estar acordando la degradación institucional. Siendo que el lado conservador del hemiciclo está encareciendo a marchas forzadas el precio de los pactos, sería bueno abordar el debate que permitiera contestar a esta pregunta: ¿Cuánto vale un acuerdo? Y, ¿cuándo deja de serlo para convertirse en un trágala?

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