Verso libre
El genio imbécil
No se trata de recibir gato por liebre. No es que uno admire a un artista y después descubra que en vez de genio es un idiota. La sensación resulta más compleja. Es posible sentir admiración por un genio y pensar a la vez que es imbécil. Salgo deslumbrado de la exposición retrospectiva, Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas, dedicada a Salvador Dalí por el Museo Reina Sofía y el Centre Pompidou. No puedo dejar de pensar, sin embargo, que era un imbécil. Y creo que se trata de un sentimiento objetivo, de una extrañeza consciente de sus derechos, más que de una manía personal.
Dalí es un artista decisivo, uno de los pintores más importantes de la cultura del siglo XX. En cada una de sus épocas, encontramos un mundo personal y obras que imponen por sí mismas la autoridad de la buena artesanía y de las emociones creativas fuertes. Pero en una apuesta estética dirigida a unir el arte y la vida, las transformaciones plásticas y las pulsiones humanas más íntimas o poéticas, resulta difícil olvidar que este genio hizo mucho el idiota. Ni siquiera de adolescente, cuando me cruzaba por casualidad con la cultura oficial española de los años sesenta y setenta, me parecían respetables sus bigotes retorcidos de imbécil, su deformada manera de pronunciar las palabras y su vestuario de mercachifle con aspiraciones a vidente.
Luego fui interesándome por la biografía real que descansaba bajo las cortinas de sus números de circo. El modo de comportarse con sus amigos más cercanos me pareció propio de un canalla. Uno de sus grandes cuadros, La miel es más dulce que la sangre, le debe el título a una anécdota de Cadaqués. La famosa Lidia, mujer muy peculiar que deliraba de forma paranoica con Eugenio d`Ors, provocó el enfado de su hijo al sentirse descuidado por ella. Todas las atenciones de la mujer iban dirigidas al escritor. La singular madre no tardó en poner las cosas en su sitio con una respuesta llamada a hacer historia cultural: “La miel es más dulce que la sangre”.
Para Salvador Dalí la miel fue siempre Salvador Dalí. Daba igual que recordase cosas ciertas, medias verdades o mentiras despreciables utilizadas para reescribir su vida. Tampoco hubo reparo a la hora de halagar al dictador que había asesinado a Federico García Lorca o de crearle problemas a Luis Buñuel, que intentaba reconstruir su vida en EEUU, al recordar a las autoridades norteamericanas las relaciones que había mantenido durante un breve tiempo con el comunismo. La miel era Dalí y todo lo demás estaba a su servicio.
Si me atrevo a afirmar que este endulzado Salvador Dalí era un imbécil no es sólo por un comportamiento humano poco ético. Abundan los casos de grandes artistas que fueron malas personas. Considero objetivo mi sentimiento sobre el genio imbécil por un hecho que sucede en el interior de los procesos artísticos. La obra de Dalí se consolida como un esfuerzo de interpelación a su espectador. Pero hay un momento en el que confunde o sustituye el papel de ese espectador con el mercado. Dalí es uno de los primeros artistas que comprendió y animó el desplazamiento de la cultura a la civilización del espectáculo, a la celebración del negocio mediático, y asumió sin escrúpulos esa plusvalía de imbecilidad exigida por el capitalismo. De ahí sus bigotes, sus túnicas, sus collares y sus declaraciones de imbécil.
Uno de los más grandes pintores contemporáneos fue el adelantado de un mundo volátil. Abrió las puertas a una cultura triunfante del usar y tirar, a una fugaz vigencia especulativa en la que pueden hacer su carrera pintores que no saben pintar, escultores que no saben esculpir, escritores que no saben escribir o músicos incapaces de ordenar una partitura.
¿Qué necesito decir de Dalí? Lo que ya he dicho. ¿Pero qué necesito sentir? El amor al arte tiene su honradez. Por el pintor Dalí no puedo sentir más que admiración, aunque su figura me resulte antipática. La misma falta de honradez ante el arte que Dalí protagonizó al convertirse en un imbécil, la sufriríamos nosotros si –por juicios políticos o humanos- negásemos la admiración que merece una parte decisiva de su obra.