Que te hipnotiza con un lazo…

El señor cortó el papel transparente con mucha delicadeza y lo colocó en el mostrador. Después se entretuvo en rebajar, con sumo cuidado, el tallo de cada clavel y más tarde los fue colocando, uno por uno, sobre el papel, con una lentitud exasperante. ¡Y yo atacada!

Cuando pareció satisfecho con el orden de las flores, las envolvió y con el mismo ritmo parsimonioso, buscó uno de esos sobrecitos de “alimento” que contienen glucosa, cortó un trocito de cinta celo y lo pegó con toda su calma en el interior del envoltorio…  ¡A mí me iba a dar algo!

Ya había perdido un autobús y estaba a punto de que me pasara lo mismo con el siguiente. Todo por haber tenido la idea brillante de llevarle flores. Sí, a ella le encantan, pero esa mañana yo iba justa de tiempo y no contaba con que iba a cruzarse en mi camino el florista más meticuloso del condado.

En realidad, se trataba de un ramo sencillo, sin pretensiones, unas poquitas flores que le llevo a menudo, sin que sea “el día de” nada. Aquel ramillete se podía haber apañado en un pispás, total, en un rato iba a deshacerlo para meter los claveles en el florero… Pero allí estaba él, recreándose, como si compitiera en un concurso de arte floral. Al lado de aquel hombre, el señor Miyagi de Karate Kid era un acelerado haciendo bonsáis…

Cuando ya creía que el trabajo estaba por fin terminado, que podía pagar con el móvil y salir corriendo para intentar pillar el bus, el virtuoso de la floristería va y me sorprende con un último detalle… ¡Casi se me sale el corazón! Con el mismo ritmo pausado de toda la operación, cortó un trozo de cinta de raso y se puso a hacer una lazada con más mimo que mi abuela cuando me ponía las dos coletas.

Hoy casi todo se nos hace largo. Corremos, corremos, como si correr nos llevara a alguna parte. Corremos sin sentido, como cuando llueve y pensamos que así evitaremos mojarnos

Claro, en ese momento yo ya estaba al borde de la hiperventilación, pero algo pasó… De repente, mi agobio, mi angustia, mi quemazón se transformaron, sorprendentemente, en calma. En una extraña sensación de tranquilidad y de satisfacción. Podríamos pensar que aquella bajada mía de velocidad emocional la provocó el aroma de alguna de las mil flores que había en la tienda, pero no, fue el lazo. Ese lazo me hipnotizó.  

Sucedió que, al observar aquella serenidad al culminar un proceso tan minucioso con una lazada, fui consciente de su superioridad. Aquel ritmo suyo, que me resultaba desesperante, me hizo ser consciente de lo absurdo del mío. 

Hoy casi todo se nos hace largo. Tocamos el claxon antes de que se abra el semáforo mientras escuchamos los mensajes a doble velocidad. Corremos, corremos, como si correr nos llevara a alguna parte. Corremos sin sentido, como cuando llueve y pensamos que así evitaremos mojarnos. Corremos como si la vida no corriera ya por nosotros.

A mi madre le encantaron las flores. También le gusta el adjetivo, “pacienzudo”, es uno de sus epítetos favoritos. ¡Me lo adjudica hasta a mí, que peco a diario de impaciencia!

Si me hubiera visto resoplando aquella mañana…

Le di las gracias al señor, pero, en realidad, tenía que haberle pedido perdón por mi desazón mientras él metía su tiempo en aquel ramo. Cuánto le habría gustado a ella observarle mientras lo preparaba, seguro que me habría dicho al salir: “¿Hija, has visto?¡Qué señor tan “pacienzudo”!  

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