La seguridad, el hilo invisible que une la pandemia, Ucrania y la información Daniel Basteiro

Me tendrán que disculpar, pero esta vez les voy a dar un recalentado. O, si lo prefieren, un vaticinio. Verán: para que el pescado les llegue fresco, suelo teclear esta columna los miércoles a mediodía; la corrijo después de almorzar y la chuto antes de la merienda para que los editores no se me enfaden. Esta semana, ya lo siento, será distinta, porque me tiene secuestrado otro de mis pluriempleos: la crítica de arte.
Con las nieves de marzo llega, tachán, tachán… ¡ARCO! La feria de arte contemporáneo más importante de nuestro país viene cargadita de fruslerías que (lo digo como si lo viera) les van a contar en todos los telediarios para que usted se atragante. Por ejemplo, "un loco en pelotas corre por el pabellón nueve"; o "este churro, que podría pintarlo el más tonto de mis hijos, se vende por un pastizal". Año tras año, los principales medios de este país harán el tradicional esfuerzo por convencer a su respetable audiencia de que eso del arte es una chorrada para nuevos ricos. La treta no tiene pérdida: entre bocado y bocado, el telespectador confirma la íntima sospechita de que aquello es una filfa y se puede terminar el plato feliz de que a él no se la den con queso.
Las razones para comprender la desafección hacia las artes contemporáneas merecerían un artículo más largo y menos chistoso de lo habitual. Alguna vez –hace mucho y me da miedo releerme– me ocupé de este asunto (aquí y aquí). Los argumentos, en resumen, pueden compendiarse en 1) la pésima calidad de la educación artística que ofrece la educación básica 2) la pereza intelectual del auditorio y 3) que la aproximación general al arte de nuestro tiempo se haga con criterios del siglo XIX (virtuosismo, semejanza con modelos figurativos, etcétera). Pero esta columna no va de estética, sino de medios de comunicación, muchos de los cuales han adelgazado tanto sus secciones de Cultura que, con suerte, tienen un becario al que mandar a Ifema a la caza de excentricidades con las que rellenar la cobertura de rigor. La falta al servicio público cantaría más si damnificase a otro ramo; si, quizás, enviasen a alguien como yo cubrir el próximo derbi intergaláctico y, como no tengo muy claro de qué va el asunto, acabase hablando de lo sucios que están los lavabos del Bernabéu o lo mucho que grita el hooligan que tengo al lado. Como experimento tendría su gracia, pero lo mismo alguien se mosqueaba si lo hiciesen todas las cadenas año tras año.
La treta no tiene pérdida: entre bocado y bocado, el telespectador confirma la íntima sospechita de que aquello es una filfa y se puede terminar el plato feliz de que a él no se la den con queso
Alguna vez lo he escrito pero no me pesa repetirme: hay gente a la que, por molicie o por estirar el prejuicio, se le está hurtando el arte de su tiempo. Cuando pensamos que las Meninas solo las contemplaban Felipe IV y su secretario privado, la reacción suele ser de protesta: qué barbarie el Antiguo Régimen, etcétera, etcétera. Piensen qué grosero sería que, pudiendo haberlas visto, el público hubiese preferido porfiar por las esquinas diciendo: "ya nadie pinta como Fra Angélico".
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