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Sobre la guerra en Ucrania

Tengamos clara una cosa antes de cualquier otra consideración: el primer y único responsable de la invasión a Ucrania es Vladimir Putin. Pertenezco a una generación cuyo acontecimiento político fundacional fueron las protestas contra la guerra de Irak en 2003. En aquel entonces, gran parte de la sociedad europea entendió que la cuestión no era la legitimidad de la dictadura de Sadam Huseín, ni siquiera el peligro potencial que suponían unas armas de destrucción masiva que nunca existieron, sino que Estados Unidos, acompañado de una “coalición de los dispuestos”, entre los que destacaban países como el Reino Unido y España, había decidido atacar a un país soberano que no le había agredido, ni tenía una intención fehaciente de hacerlo. Estados Unidos no contaba tampoco con el mandato de la ONU para llevar a cabo una operación de restablecimiento de la paz. Ese fue el principal motivo por el que muchos nos opusimos a esa guerra, ese sigue siendo el mismo motivo por el que nos oponemos a esta.

En aquella ocasión, también en esta, nos opusimos a aquella acción bélica por las consecuencias del conflicto. Primero las víctimas. Segundo, un desastre político que provocó de forma directa una escalada de la violencia en aquel país en los años posteriores. Aquella guerra desestabilizó de tal manera al mundo que tanto los atentados de Madrid, Londres, como el reguero de terrorismo yihadista que continuó durante más de una década, hasta la guerra en Siria y la aparición del ISIS, estuvieron íntimamente relacionados con aquella invasión. El tercer factor de oposición, tras su ilegalidad y consecuencias, fueron sus motivaciones, tanto económicas como geoestratégicas. Ambas, por cierto, acabaron para Estados Unidos en el más clamoroso de los fracasos.

Putin también ha justificado la ilegalidad de esta guerra. Primero con razones históricas, que, más que coartada, han sido acusación. Un discurso para sentenciar que Ucrania era poco más que un invento bolchevique. El líder ruso ha utilizado la nostalgia de la URSS como arma nacionalista, pero su anticomunismo es feroz. Las otras razones fueron humanitarias, la guerra del Donbás, que ha costado 15.000 muertos desde 2014. Los acuerdos de paz de Minsk no se respetaron por parte del Gobierno ucraniano, pero lo cierto es que desde 2015, momento de su firma, la guerra había quedado en un estado latente. La intervención humanitaria o pacificadora, siete años después, es extemporánea, debería haberse hecho con el auspicio de la ONU y no implicar la invasión del resto del país.

No se puede afirmar que, desde 2013, Ucrania viva una situación política estable ni plenamente democrática. El Gobierno surgido tras el golpe de Estado del Maidán permitió atentados contra los derechos humanos en su país como el asesinato en Odesa de al menos 36 personas por motivos políticos. Ilegalizó al Partido Comunista, de 115.000 afiliados y un 13% del electorado en las elecciones de 2012. Amparó, armó y utilizó a milicias ultraderechistas o directamente filonazis en su guerra civil, contando con el brazo político de estos criminales en las instituciones. Diferentes atrocidades sobre el Gobierno de Sadam Huseín fueron relatadas por EEUU para justificar también la invasión, algunas de ellas ciertas. Lo que no valió entonces no debe valer ahora.

Hay que decir que Ucrania tan sólo ha sido un cebo: su entrada en la OTAN hubiera significado esta misma guerra, salvo que con el conflicto directo con la UE y Estados Unidos

Llegamos al tercer punto, el más importante, que Putin ha buscado como casus belli: la extensión de la OTAN hasta Ucrania. Rusia puede esgrimir que, históricamente, tras la Segunda Guerra Mundial, hubo espacios de distensión entre las potencias: el mundo se repartió en Yalta. Por eso Austria no forma parte de la OTAN, por eso Cuba albergó sólo misiles soviéticos durante menos de un mes de otoño de 1962, después del intento de invasión estadounidense en Bahía de Cochinos, un episodio que se solventó con la retirada de aquellas armas nucleares de la isla, también con las dispuestas en Turquía, lo que se tiende a olvidar. Los conflictos en la Guerra Fría se dieron en terceros países: Corea, Vietnam, Latinoamérica, lejos de las fronteras de las dos superpotencias, lejos de lo atómico: la funcionalidad de la destrucción mutua asegurada, un precario equilibrio de temor. El hecho es que Ucrania no ha llegado ni a iniciar su ingreso formal en la OTAN, aunque parecía dispuesta a hacerlo. Igual que parecía que Sadam tenía armas de destrucción masiva, unas sobre las que Colin Powell mintió en la ONU. A Putin no le ha hecho falta la mentira, tan sólo el futurible, el quizás, el empezar a matar hoy para evitar que se mate mañana. Si nos opusimos entonces, deberíamos oponernos ahora. Sin peros, sin ambages, sin circunloquios. Exigiendo todas las explicaciones.

Y en esas explicaciones hay que decir que Ucrania tan sólo ha sido un cebo: su entrada en la OTAN hubiera significado esta misma guerra, salvo que con el conflicto directo con la UE y Estados Unidos. De eso se dio cuenta Zelenski en las últimas semanas, también Francia y Alemania. Putin era perfectamente consciente de que Ucrania no entraría en la Alianza Atlántica. Muchos pensaron que el líder ruso nunca iría tan lejos, que todo se quedaría en la anexión del Donbás y en un compromiso revisable. La cuestión es que Putin dio por perdida a la Unión Europea desde su giro euroasiático de mediados de la década pasada. El occidente europeo, desde la visión de sus estrategas, tan sólo era un anexo a la placa continental que comienza en Vladivostok, un anexo decadente, débil y unido tan sólo por la codicia alemana. El futuro estaba en Pekín y, para que Rusia volviera a ser una potencia completa, su futuro debía ir ligado al de China. Putin, y las ideas ultraconservadoras que representa, no nacieron solas. Proceden de la implosión soviética, de un desastre social sin precedentes, del día de 1993 en que Yeltsin bombardeó la Duma. Antes cualquier cosa que la vuelta del comunismo, dijo Occidente. Aquí tienen el resultado.

¿Quién puso el cebo ucraniano, uno que Putin ha mordido conscientemente? El atlantismo, que no es tan sólo una alianza militar, sino una ideología, esa que marca que para mantener la hegemonía de Estados Unidos es necesario que Europa sea su extensión incondicional, no su aliado. Sin Europa, Estados Unidos sería la Australia del Norte, una isla, un subcontinente lejano del Axis Mundi. Se nos dice que la OTAN es un paraguas defensivo, algo que es cierto. Se olvida completar la frase: nosotros somos el paraguas, Washington quien queda guarecido debajo de él. Condenar a Putin y no tener en cuenta el significado profundo del atlantismo significa condenar a la Unión Europea a una soberanía ficticia. Y eso lo saben en Berlín y París, eso lo supo De Gaulle siempre. Por eso, tras Irak, Schröder y Chirac intentaron que el peso de Europa se basculara hacia Moscú. Estados Unidos no ganó aquella guerra, China empezaba a despuntar, Putin llevaba cinco años en el poder, uno que alcanzó en el 2000. Aún había tiempo, quizá una posibilidad de un mundo multipolar. Una transición ordenada hacia otra cosa. Zapatero hizo bien en intuir y empujar aquel posible destino. Uno que no sucedió.

Lo cierto es que si la OTAN había languidecido, tras el sospechoso solipsismo de Trump, tras una Guerra Fría que parecía superada, después de la madrugada del 23 al 24 de febrero está más fuerte que nunca. Suecia y Finlandia, países no alineados, valoran su entrada. En cualquier punto de Europa occidental, suponemos, la población abraza con las dos manos a la Alianza Atlántica. Cuando alguien te amenaza con la bomba atómica, todas las demás consideraciones pasan a un segundo plano. La Unión Europea está situada en el peor escenario posible, sobre todo porque carece de entidad propia para decidir cómo salir de él: lo energético, lo militar y lo industrial siguen importando. Bruselas se ha topado con una realidad que va más allá de las operaciones financieras y los relatos sobre la liquidez del Estado-Nación. Moscú así lo ha querido, Washington así lo ha dispuesto. Y ahora, ¿qué?

Ahora Ucrania será pasto de la guerra, una que Rusia ha estado librando a medio gas en sus primeros días. Los bombardeos se han dejado ver ya este martes, Jarkov y Kiev se llevarán la peor parte. Sanciones económicas que arrastran a una débil economía rusa. Que nadie espere de momento grandes explosiones de protesta, el nacionalismo se ha trabajado a conciencia, además de la represión de los derechos civiles. Esas mismas sanciones comprometen también a los países UE: veremos cuánto están dispuestos a soportar las poblaciones, que ya venían de dos años de pandemia, con el miedo en el cuerpo y el bolsillo vacío. Puede que en estos primeros momentos suene ruin señalarlo, pero la inflación ahoga también la solidaridad. Si los movimientos políticos eran de difícil predicción desde hace dos años, ahora entramos en el tiempo de una ruleta sociológica. Todo esto, cruzando los dedos, para que el conflicto no escale más allá de las fronteras ucranianas.

Lo que es seguro es que, suceda lo que suceda, entramos de nuevo en una confrontación de bloques. Imran Khan, presidente de Pakistán –potencia nuclear, 220 millones de habitantes– no canceló su visita al Kremlin. Desde Zhongnanhai, el poder chino actúa respaldando a Putin, pero con cautela: no les agrada verse arrastrados a un conflicto que no han elegido. La Casa Blanca está teniendo, de momento, un papel secundario respecto a la Unión Europea, Von der Layen y Borrell multiplican sus apariciones públicas por delante de Biden, incluso de Macron y Scholz. Un enemigo sin matices siempre cohesiona, y es posible que desde la UE se haya entendido que es ahora o nunca, que estamos en un momento de no retorno donde a la Unión le toca reivindicarse por su propia supervivencia: no sólo se trata de enfrentar a Putin, no sólo de ser cautos con los intereses norteamericanos, sino sobre todo de plantear algo diferente a estas esferas. Vamos tarde. El plural es obligado.

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