La traición y Casado

La tarde del martes 22 de febrero ha sido soleada, de esas que apetece dedicar al paseo y la pausa, dos placeres que, aun gratuitos, cada vez menos personas pueden disfrutar. Quizá en estos últimos días de febrero lo que tocaría es andar con abrigo, prisa y manos en los bolsillos, ojalá paraguas. Pero todo sube, desde los precios, que andan pendientes del conflicto en el este para convertirse en protagonistas indeseados de la primavera, hasta la temperatura, en un planeta al que le hemos pedido más de lo que nos podía dar.

El PP, partido que una vez fue el invento para hacer presentable a una derecha acaudillada, anda en consonancia con el tiempo, acalorado, degustando el magnicidio de Pablo Casado, que ha sido asediado como en El Álamo, en Asalto a la comisaría del distrito 13 o en el Alcázar, que en los círculos de la prensa de la corte gustará más. Aunque les hago al tanto de la tragedia, no estaría de más no olvidar que el motivo de la caída en desgracia ha sido su guerra con Isabel Díaz Ayuso, es decir, la patrona galdosiana de pensión madrileña, esa donde quien guarda la llave de la despensa en las enaguas sirve de mediadora en el expolio de lo privado a lo público, repartiendo en el plato de los que cuentan, o mejor callan, generosas cucharadas de cocido.

“Para mirar a la cara a mis hijos quiero garantizar que ninguna Administración del PP ha cometido ninguna práctica corrupta ni no ejemplar”, dijo Casado el viernes en la radio. Lo cierto es que su partido ha tardado cinco días en decidir que entre mirar con cierto honor a los hijos o mirar a los hermanos con gesto cómplice, prefieren lo segundo. Ya no por Tomás Ayuso, a estas alturas héroe de las mascarillas, ni siquiera por la idolatrada patrona Isabel, sino porque al final la naturaleza de una organización no se decide en los estatutos sino en la práctica: la suya es la de la corrupción. Por el camino, uno del que el propio Casado fue esforzado precursor, han decidido que vuelven al acaudillamiento, ese que acaba en Vox, partido ya fraterno con el que están dispuestos a entenderse.

No sabemos si Casado quiso enterarse de los chanchullos en Sol por decencia o por intentar deshacerse de su rival más directa, lo que sí deberíamos tener claro es que sus compañeros le han sentenciado por ello. Teodoro García Egea, un Doug Stamper murciano con las uñas llenas de tierra, decía aún este martes, según nos ha narrado Lucía Méndez en El Mundo: "no dimito porque no me sale de las pelotas, si quieren algo, aquí les espero, que reúnan los apoyos para forzar un congreso extraordinario. Al presidente Pablo Casado lo eligieron los militantes en unas primarias. No puede ser removido por un golpe palaciego, ni por unos manifestantes que cercan la sede". El Luca Brasi de la derecha, precisamente por saber lo que sabe, por haber hecho lo que ha hecho, resume perfectamente el asalto a Génova.

Que el PP esté metido en una picadora desde el estallido de la crisis, una que toma más fuerza y velocidad según pasan las horas, no es óbice para que los que decían apoyar férreamente a Casado ahora le traicionen sin mayores escrúpulos

García Egea ha pasado varios días, con sus noches, pegado al teléfono haciendo lo que se hace en estos casos: recordar favores y apuntar nombre en un papel. Da igual si elogios, favores o amenazas, que cuando te empiezan a dejar en visto los mensajes, cuando salta el buzón de voz, es el preludio de que has perdido la capacidad de dar miedo: el poder es un ropaje ingrato y codicioso que tiene alergia a la debilidad. Y Casado mostró una enorme debilidad al pensar el sábado que podía alcanzar un armisticio, retirando el expediente informativo a Ayuso. Ahí perdió la batalla en términos tácticos. “No sé por qué me tengo que ir, no he hecho nada”, atribuía Elsa García de Blas en El País a un Casado al que intuímos estupefacto por no comprender la guerra, la estrategia, que no era sólo contra Ayuso, sino contra una trama de poder económico y mediático que, insistimos, necesita de las amables mediaciones de su partido para medrar.

Estos últimos días, estas últimas horas, este acoso y derribo por etapas ha tenido un carácter especialmente grotesco por el elevado número de deserciones que poco a poco se han ido descolgando de quien les puso ahí. Que el PP esté metido en una picadora desde el estallido de la crisis, una que toma más fuerza y velocidad según pasan las horas, no es óbice para que los que decían apoyar férreamente a Casado ahora le traicionen sin mayores escrúpulos. ¿Cuántos de ellos han pedido a Isabel Díaz Ayuso que dimita? ¿Cuántos se han interesado por sus contratos? ¿Cuántos se han hecho la pregunta de si la filtración del espionaje, el pasado miércoles, era un arma nuclear táctica que buscaba la ejecución de Casado? ¿Cuántos se han cuestionado si la sucesión de acontecimientos no está impulsada por la ineludible decisión de tener que pactar o no con Vox en Castilla y León?

De todos ellos, Martínez, escapista, humorista, portavoz y alcalde, ha sido sin duda el caso más flagrante, por convertir el Ayuntamiento de Madrid en un piso franco desde donde salían los fontaneros a revisar la cloaca que quedaba debajo de la Puerta del Sol. Martínez, párvulo en americana, yerno del rentismo, sintetiza a una generación de dirigentes que no tienen, ni siquiera, el cuajo necesario para resistir al lado de los suyos poniendo en peligro su carrera, más que política, de escaladores. Quizá una de las diferencias es que Miguel Ángel Rodríguez, antes de ser el Steve Bannon de Ayuso, se desdentó como maestro de marionetas en los tiempos del pelotazo, cuando quienes se inventaban la narrativa no eran tan estúpidos para creerse sus propias mentiras. Esto con Rita no pasaba, que se lo pregunten a Rajoy.

Que el propio Rajoy saliera como un tentetieso después de haber pasado ocho horas en el Arahy, en vez de enfrentarse a aquella moción de censura, explica una de las losas de Pablo Casado: un partido que no ha sido capaz de regenerarse de la corrupción. Que José María Aznar decidiera hablar de “desiertos remotos y montañas lejanas”, recurriendo a la conspiranoia en vez de aceptar que había perdido las elecciones por embustero, constituye la otra losa que ha arrastrado Casado, incapaz de asumir su papel de oposición constitucional y no de una basada en el pronunciamiento y el caos. “Esperen a que la gente salga a la calle, lo de Núñez de Balboa les va a parecer una broma”, dijo Ayuso en mayo de 2020. El Gobierno resistió, a Casado le han pasado por encima.

Este golpe cortesano y palaciego, con escenografía iracunda de tinte, loden y mordida, ha sido tramado desde aquellas instancias que deciden que nadie puede remover su sistema de apaños y prebendas. También por aquellos que perdieron la Transición y que buscan que el país se sitúe en las mismas coordenadas que Ankara y Budapest. Pablo Casado traicionó, cuando pudo, a la sensatez, elevando la crispación hasta límites mucho más allá de lo razonable. Pablo Casado ha sido traicionado por todos aquellos que alguna vez le dieron su bendición para que se saltara las líneas rojas. Pablo Casado tendría una oportunidad de redención, para él, para su partido, para la derecha: hablar claro de una puta vez. Poner nombres a los responsables y a los métodos de esta inacabable deriva hacia el desastre. Se tendría que ir de España. Podría mejorar el destino de todo un país.

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