La trinchera de la alegría

Hay frases que enamoran en el primer encuentro, conjuntos de palabras que son un flechazo gramatical. Me ocurrió con la de Benedetti: “Defender la alegría como una trinchera”. Y no estábamos en guerra, o lo estaban otros pero, por diversas razones, no los sentíamos tan cerca. La empatía suele hacer ese zoom emocional, un poco egoísta, que nos acerca al similar; que aumenta nuestra percepción del dolor de quien nos recuerda más a nosotros.

Hay frases sobre nuestra personalidad que, de tanto oírlas en la voz de los demás, se convierten en citas célebres de otros sobre nosotros. “Eres una persona muy alegre, proyectas buen rollo”. Esta me la dicen mucho, últimamente.

Me dicen mucho que soy risueña. Y lo cierto es que no mienten, ni miento yo. Aunque almacene un arsenal de dolor, como muchos de ustedes, como casi todos, no miento. Sufro por muchas cuestiones y, sin embargo, sonrío

Perdonen la ego-refencia, pido disculpas por hablar de mí. Y, si están tarareando una versión adulterada de la canción de Berlanga y Canut ¿A quién le importa lo que te digan, Raquel?” , tienen toda la razón, a nadie. Pero hay cuestiones que solo soy capaz de abordar de dentro afuera y esta es una de ellas.

Me dicen mucho que soy risueña. Y lo cierto es que no mienten, ni miento yo. Aunque almacene un arsenal de dolor, como muchos de ustedes, como casi todos, no miento. Sufro por muchas cuestiones y, sin embargo, sonrío.

El otro día me preguntaba Alex Fidalgo –en una conversación para su podcast– por esta alegría que, supuestamente, proyecto. Y su pregunta me obligó a reflexionar en profundidad sobre ello. Y aquí sigo, días después, dándole vueltas, como rota la tierra sobre sí misma mientras gira alrededor del sol ¿Por qué lo hago? ¿Y para qué lo hago? ¿Hay un porqué y un para qué en mi alegría? Pues es que… no sé si lo sé. No tengo claro cuánto de voluntario o buscado y cuánto de inconsciente o temperamental hay en ese modo de ser y estar ante la vida. Solo tengo una certeza, cada vez lo refuerzo más.  

Y resulta curioso, mi alegría habitual es una reacción directamente proporcional al dolor. A mayor suma de pérdidas, ausencias, desengaños, frustraciones, decepciones… eso que llaman “la mochila vital” que todos cargamos, la que va pesando, más y más, con el paso del tiempo, tengo la sensación de que albergo y proyecto más alegría. ¡Cómo duele la puta vida, joder! Y, sin embargo, sonrío.

En estos días de dolor inmenso, de angustia sumada a la incertidumbre, de no querer imaginar hasta dónde llegará y hasta cuándo durará esta mierda, busco espacios libres de dolor. Y espero y deseo que ustedes lo hagan también.

Creo firmemente en que hay que hacerlo. Abrir una ventana y respirar, a lo María Ostiz. Y darse tregua y hacer algún alto el fuego, que nos están quemando las ganas. Creo en la necesidad de abrir corredores de buen rollo para poder escapar de la oscuridad durante un rato, al menos. Y respetarlos, para ponernos a salvo.

Y aquí no tengo dudas, aquí sí encuentro el por qué: porque si no es imposible continuar. Y encuentro el para qué: para poder seguir caminando. Y puede que esto conteste a la duda que rumio desde hace días: cuando el dolor crece, con más motivo: “Defender la alegría como una trinchera”.

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