La confusión entre la posición ética y el juicio moral diluye el concepto de responsabilidad, propio de sistemas democráticos, en el de culpa, y hace del periodismo una sala de vistas.
El que fuera primer ministro británico entre 1957 y 1963, Harold Macmillan, hizo famoso un aserto imperecedero cuando un periodista le preguntó cuál era el mayor enemigo de la acción de gobierno: “Events, dear boy, events” (“Los acontecimientos, muchacho, los acontecimientos”). La frase no aparece en registros oficiales, así que algunos historiadores creen que pudo ser un resumen posterior de su pensamiento más que una respuesta literal al reportero. Pero quedó como un clásico del realismo político. Si tomamos por cabal y juiciosa la frase de Macmillan, hay que concluir que ningún político de la historia reciente de Europa ha tenido más complicado desplegar una agenda legislativa y de gobierno que el presidente español Pedro Sánchez.
Los acontecimientos, los accidentes, los fallos estructurales, los eventos climáticos, las crisis sanitarias, los movimientos telúricos, en resumen, lo fortuito es un campo minado para la narrativa de todo político: si gestiona la crisis de forma deficiente queda señalado como culpable; si es diligente y resolutivo apenas obtiene rédito. Porque la historia del éxito de la prevención rara vez emociona y apenas es mencionada: nadie es un héroe por salvar vidas mediante la correcta previsión, solo cuentan las vidas salvadas cuando ya todo parece perdido.
Para el periodismo, lo impensado es una oportunidad y un dilema. Por una parte, lo imprevisto es el paradigma de lo noticioso y genera un interés genuino en las audiencias. Está lleno de hechos y no tanto de dichos, de modo que es siempre material de primera para los buenos oficiantes. Y también permite aplicar uno de los deberes del oficio, que es fiscalizar el funcionamiento sistémico ante lo súbito, esa tarea que le ha dado el título rimbombante de “cuarto poder”. Pero al mismo tiempo, aparece inmediatamente la tentación de encuadrar la cobertura en un juicio moral porque es más inmediato y comprensible que una ética de la responsabilidad, un análisis de la capacidad y un estudio de la suficiencia.
El periodismo a menudo se ve azotado por el mito de la sociedad de riesgo cero, ese ideal pueril que establece que si ocurre una desgracia es porque alguien no ha hecho lo correcto. La idea fantástica de que si todo el mundo actúa de forma virtuosa no puede concurrir la tragedia. De modo que el dolor de unos ha de ser mitigado con el oprobio de otros, y en este viaje saltamos del compromiso ético que debe dirigir al periodismo en una sociedad libre y desarrollada, al juicio moral, que es un rescoldo de las sociedades teocráticas premodernas, que la antipolítica aviva en estos tiempos con evidente solaz e intención transparente.
De algún modo, ambos —política y periodismo— se ven atrapados en una lógica de culpabilidad instantánea. El político teme que el acontecimiento lo convierta en villano, aunque no haya tenido control sobre su origen, y el periodismo, impregnado de las dinámicas deportivas y políticas de los adversarios, cae en el automatismo de buscar un culpable humano porque da coherencia al relato, consuelo a las víctimas y mantiene viva la tradición del auto de fe, esa purificación social mediante sacrificios humanos que el catolicismo heredó de la superchería tribal de arrojar muchachas a los volcanes.
Para señalar un culpable, lo relevante es lo ocurrido; para atribuir responsabilidad, lo importante es lo venidero
Pero no es difícil distinguir la culpa de la responsabilidad. La culpa presupone intencionalidad o negligencia porque es heredada del relato judicial y del drama moral o religioso. Y solo se depura con castigo. La responsabilidad consiste en hacerse cargo, ni más ni menos, y se proyecta como una obligación hacia adelante porque implica el deber de actuar, explicar, prevenir y mitigar daños. Para señalar un culpable, lo relevante es lo ocurrido; para atribuir responsabilidad, lo importante es lo venidero.
Como advirtió Macmillan, los acontecimientos son la mayor amenaza para el gobernante y la mayor tentación para el periodismo porque lo inesperado convierte la fiscalización en ajusticiamiento.
La espalda de España —esa que le damos a Portugal y que se vertebra en la llamada Ruta de la Plata— está ardiendo con la ferocidad propia de las temperaturas desencuadernadas que padecemos, y la política y el periodismo, como cabía esperar, lo han hecho bien y mal. Por la parte que toca a nuestro desventurado oficio de contar, nuestro pecado (!) ha sido dejarnos llevar demasiado a menudo por una endémica vocación justiciera en lugar de aterrizar a la ciudadanía en la evidencia histórica de que las capacidades y políticas de prevención de accidentes y desgracias están construidas con el dolor y el aprendizaje de accidentes y desgracias. Como ya quedó dicho, los aviones que no se caen se lo deben a los aviones que se cayeron. Son seguros porque otros antes no lo fueron. Los bosques y pueblos calcinados de hoy han de ser los paisajes a salvo de las llamas de mañana. Porque una cosa sí sabemos de las sociedades humanas y sus políticas de prevención: la ciencia y la técnica viven sometidas al mito de Casandra, a la que Apolo regaló el don del augurio y maldijo con la condena de que nadie la creyese. Como Casandra, avisan pero nadie escucha, de modo que solo una tragedia evita la siguiente.
Esa consideración es la mejor vacuna para que el periodismo eluda la tentación del juicio sumarísimo, de la ampulosidad de la moral frente a la ética de la responsabilidad, que, por cierto, también atañe a otras obscenidades del oficio que también hemos visto estos días con el caso de los niños migrantes trasladados desde Canarias. Para el periodismo no debería ser tan perentoria una posición moral sobre la inmigración como una ética de la responsabilidad que proteja el anonimato de niños vulnerables que han pedido asilo en nuestro país.
He ahí otro vicio nuestro fruto de un aforismo sobre la profesión atribuido a George Orwell, aunque parece que el culpable de la bobada es el periodista L.E. Edwardson, del Chicago Herald: “Una noticia es aquello que alguien en alguna parte no quiere que se publique, el resto son relaciones públicas”. Fenomenal. Una consecuencia más del prestigio incivil de las impertinentes verdades no solicitadas que olvida que el mandato del periodismo no es proclamar cuanto sabe, cual escolar chivato tratando de ganar el favor de la seño, sino gestionar la información de que dispone considerando a quién sirve una revelación negligente y dando al silencio y la discreción el legítimo valor que posee.
Porque en ese desentendimiento del periodismo temerario sí aguarda, como un depredador agazapado, la culpa.
La confusión entre la posición ética y el juicio moral diluye el concepto de responsabilidad, propio de sistemas democráticos, en el de culpa, y hace del periodismo una sala de vistas.