Buenos días, son las ocho y aún hay mundo

Frente a la emergencia de la actualidad vibrante, el periodismo conoce modelos de comunicación que no exigen militancia ni posicionamiento de la audiencia

No es raro que un periodista se convierta en un consumidor ansioso de información constante e insomne, como si el hilo de la actualidad fuera un itinerario cuya interrupción produjera desorientaciones y extravíos irreversibles. Y sin embargo, en ningún periodo es más sencillo comprobar que el mundo no necesita de nuestra atención para permanecer ahí como durante los días sin surco del verano. Antaño, en las redacciones de los diarios era común ver cómo el redactor que volvía de vacaciones se sentaba con la colección de diarios del último mes para dedicar una porción notable de la jornada a ponerse al día con lo ocurrido durante esas semanas en que nos emancipamos del traje de custodio del mundo y lo guardamos en el fondo del armario de las escobas. Durante esas semanas en las que recordamos que este oficio es una ocupación laboral de nueve a seis y no un sacerdocio que requiera plegarias constantes, observancia dogmática y, claro, feligreses. 

Tras el colapso neoliberal, esa condición de sujeto encadenado a la actualidad hoy tan común se extendió a buena parte de la población. El ciudadano occidental se repolitizó y perdió aquella sustancia inocente de las décadas anteriores en las que una democracia liberal podía describirse como el único sistema político en el que el poder y sus usos eran una actividad que no requería la atención constante del ciudadano, pues los derechos y libertades conquistados no podían ser puestos en riesgo y el particular podía centrar su atención y esfuerzos en su propio proyecto vital, que es la forma neoliberal de decir que cada uno de nosotros podía concentrarse en vivir

La repolitización de la vida cotidiana —que después de 2008 se convirtió en una suerte de imperativo moral— empoderó al ciudadano, lo colocó en su lugar en la polis, devolvió el debate público al centro de la escena y nos recordó que nuestros deberes democráticos van más allá de votar cuando somos convocados. Pero, por otro lado, lo hiperpolitizó, lo convirtió en un sujeto obligado a estar siempre posicionado, siempre indignado o esperanzado, alerta, y a vivir sumergido en la penetrante sensación de que todo está a punto de cambiar o torcerse. Quizá sea así, pero otra generación vivió la II Guerra Mundial y los trece días de la crisis de los misiles de Cuba yendo cada día a por el pan y poniendo la lavadora.

La politización generalizada ha sido, en parte, un síntoma de salud democrática porque asume que la democracia exige implicación, pero también ha traído agotamiento, sobresaturación y la impresión de que habitamos un tiempo epilogal e irreversible. Vivimos en el burnout cívico del que ya no puede tomar un café, ver una serie o comprar una camiseta sin revisar sus códigos ideológicos. Cada periodista deviene un traficante de sustos y cada ciudadano, un ente vigilante, a menudo paranoico, que debe curarse en salud todo el tiempo y asumir todo el dolor, el enojo y el luto de cada rincón del planeta. En este nuevo paisaje, el consumo informativo deja de ser acompañamiento y se convierte en vigilancia porque el flujo constante ya no sirve para orientarse sino para no quedar fuera, no quedarse atrás, no ser un individuo desentendido de la suerte de la humanidad. La actualidad ha dejado de ser un rumor del mundo para convertirse en una amenaza constante de desactualización moral y un edicto de que no cabe sentirse inocente ni ajeno. 

La superconciencia se alza frente al riesgo de la apatía como una forma de neurosis colectiva en la que todo lo que ocurre nos alcanza y nos exige pronunciamiento o militancia, formas de estar que no suponen una mejor comprensión de lo político porque son más tribales que deliberativas, más sentimentales que racionales, un regreso de lo político en forma de guerra cultural, de indignación viral, como si en vez de despertar al debate hubiéramos despertado a la histeria.

Como actuante y cliente del oficio de la actualidad, uno recuerda otros mundos y otros modelos de comunicación que merecen oportunidad, si no hegemonía en un hábitat de comunicación en el que el drama ajeno que irrumpe en el hogar desde cientos o miles de kilómetros parece la única opción disponible. Como si no cupieran formatos que se postulen como una ventana cotidiana al mundo de información no militante, no invasiva, que acompañe sin atrapar, que forme sin exigir una respuesta inmediata y que devuelva al ciudadano el derecho al interés sin urgencia, al saber sin sobresalto, y que le permita ser menos políticos pero más libre. La libertad, claro, también es poder decidir cuándo uno quiere dejar de pensar en la res publica sin que eso suponga traición o nihilismo.

No se trata de inventar la rueda. En 1982, nació el primer canal de información 24 horas dedicado exclusivamente a dar partes meteorológicos. En contra de muchas de las narrativas dominantes sobre el deber ser del consumidor de información atento, permanentemente alerta ante la actualidad, siempre ha existido esa escucha parcial, periférica, ambiental, rasgo inequívoco de una sociedad profundamente civilizada y una forma de poner al periodismo en su sitio: no como un amo de nuestros humores, sino como el heraldo del fragor lejano de la vida, un murmullo del mundo que uno puede oír sin caer atrapado.

En estos días morosos y ardientes de agosto, el cuerpo busca una conexión con el mundo que no lo angustie. (...) No todo merece nuestro seguimiento pleno ni una opinión formada sobre el escándalo de cada día.

Escuchar las noticias como se oye la lluvia, como trajo a la radio española Radio 5 Todo Noticias, que pese a su militante nombre, llenaba su programación de microespacios sin noticias, una bulliciosa jungla de anécdotas breves sobre música, historia, cultura, lenguaje, gastronomía, naturaleza y, como dirían Faemino y Cansado, “muertes famosas” (pues fue en ese formato donde Nieves Concostrina estrenó Polvo eres, sección que daría lugar a un bestseller de la divulgación histórica). Esos pequeños espacios entre boletines no son interrupciones de la información sino su forma más civilizada, pequeños fragmentos de conocimiento servidos como tentempiés entre los titulares, un formato de radio que no apela a la alarma sino al interés reposado y que toma al oyente por una persona con tiempo y curiosidad y no por un cliente asustado que viene a por la última hora con el pulso acelerado. El periodismo debe saber ser música para aeropuertos en lugar de pretenderse la Tetralogía de Wagner cada mañana, una lógica informativa pues que recuerda más al reloj de una estación de tren que al redoble de tambor del cuartel y que en lugar de gritar “¡buenos días, esto cambia el mundo!”, nos reciba cada mañana recordándonos que ahí fuera sigue habiendo un mundo.

En estos días morosos y ardientes de agosto, el cuerpo busca una conexión con el mundo que no lo angustie. Las tardes largas necesitan un saber difuso al que dedicamos una atención parcial como forma legítima de presencia, aceptando que no todo merece nuestro seguimiento pleno ni una opinión formada sobre el escándalo de cada día. Una actualidad que no nos aplaste. 

Ese es el éxito del canal de tiempo, con su coreografía de isobaras y su baile de temperaturas, aun estos días ardientes, pero garantía, al cabo, de que el mundo sigue girando, con su ritual de frentes fríos y anticiclones. Es otro deber de este oficio custodio: ser notarios de una danza de avatares mientras ustedes remojan los pies, con la promesa de que el mundo seguirá ahí fuera cuando vuelvan y hayan menguado los días.

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