Títeres de cachiporra

Al periodismo se le imputa, a menudo con razón, la responsabilidad de estropear un poco el mundo. No hace falta dar curso a patrañas intencionadas al servicio de intereses que no son los del lector para contribuir a emporcar y restar esmalte al inmejorable don de estar vivos. A veces basta con recrearse en reproducir las sandeces para contribuir a impregnar la sospecha de que el mundo que habitamos es el tren de un circo, como aquel en el que un joven Indiana Jones caía sucesivamente en el cajón de las serpientes, la cuadra del rinoceronte y el vagón del león. Allí donde estrenó látigo y se dejó una cicatriz inolvidable.

La semana que cerramos nos llevó del entremés de la convocatoria de Leire Díez a la prensa (un revival españolísimo en la extraña intersección del “que te pego, leche” de José María Ruiz Mateos y el “si me queréis, irse” de Lola Flores, como acertó a describirlo la periodista Marta García Aller) al numerito de la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en la conferencia de presidentes, atribulada por el curso del caso judicial de su pareja y/o testaferro, abochornando y opacando a sus compañeros de partido (un sainete definido por el periodista Julio Hurtado con un elocuente título de Ramón María del Valle-Inclán, padre del esperpento: Farsa y licencia de la reina castiza). 

Recuerdo, años ha, a uno de los maestros de lo nuestro, Enric Juliana, tomando altura, cuando la realidad española se volvía tan prosaica y pinturera, para buscar el aire límpido de la política internacional, evitando en sus crónicas chapotear más de la cuenta en los mares de una actualidad local con el olor rancio y lácteo de la lejía de granel y la fragancia a pobreza del caldo de hueso recorriendo los patios de escalera. Pero en la semana que se fue, ni siquiera cabía subir a tomar aire en las capas altas de la estratosfera, donde dos herederos mimados, entrados en años y millones, Donald Trump y Elon Musk, la emprendían a bochornosos cachiporrazos en público, poniendo en serio riesgo –literal y metafóricamente– a la Estación Espacial Internacional (cuyo mantenimiento, arruinada la Nasa, pasa en buena medida por las empresas del fundador de Tesla). 

Los insultos y amenazas que se prodigaron los amos del mundo remitían a los títeres de cachiporra, un género del teatro de marionetas conocido en el mundo anglosajón como “Punch and Judy” y, por estos pagos, como “don Cristóbal y doña Rosita”. Esta modalidad de marionetas de guante sirvió para bautizar la comedia de topetazos, tan pródiga en los inicios del cine, como slapstick comedy. “Slapstick” (literalmente, “palo de palmada”) es el nombre que recibe en inglés el instrumento formado por dos tablillas unidas que al golpear hacen un fuerte chasquido sin causar daño y con el que los títeres de guante se miden el lomo en el tropo violento de un género imperecedero. Procede aquí, por cierto, un memento por dos artistas del género a los que la Audiencia Nacional encarceló porque uno de los guiñoles portaba en escena un cartel que decía “Gora Alka-Eta”, mientras la entonces alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, exjueza, tildaba la programación de esa sátira de “error muy grave” y exigía “responsabilidades” a sus concejales. Que se vea que aquí sobreactúa hasta el más pintado.

El periodismo es un oficio cuya tarea principal es jerarquizar el mundo: la decisión principal es siempre a quién prestar atención y a quién retirar de los focos

El periodismo es un oficio cuya tarea principal es jerarquizar el mundo: cada edición de un informativo o un diario es un espacio exiguo en el que nunca cabrá todo lo que de relevante hacen 8.000 millones de seres humanos y, por tanto, la decisión principal es siempre a quién prestar atención y a quién retirar de los focos. Hace veinte años, en un periódico gratuito, los responsables de la información política acordamos que la sección de “España” solo recogería las informaciones de lo que los políticos hacen y ninguna sobre lo que dicen. El resultado de esa decisión –impensable en cualquier otro medio que no fuera regalado a los transeúntes en la calle– fue que, en el transcurso del primer mes del experimento, solo se publicaron dos noticias de política, ambas alusivas a leyes que llegaban al Boletín Oficial del Estado.

Fue divertido hacerlo (y atender las constantes y ofendidas llamadas, a voz en cuello, del equipo de la entonces presidenta de la comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que quería salir todos los días en el periódico, aunque fuera inaugurando un secarral, como acaba de hacer el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida) y, aunque éramos conscientes de que era una práctica inaplicable en cualquier otro tipo de medio, nos permitió tomar perspectiva sobre la diferencia entre el fragor del mundo y su movimiento, entre el ruido y la sustancia.

Quizá hay poco que hacer para emanciparse de tanto titiritero como nos rodea, pero es bueno recordar su condición y truco ahora, en la semana en que registramos nuevas cifras récord de empleo y de cotizantes a la Seguridad Social y debatimos cómo reducir la jornada laboral o, al menos, cobrar todas las horas que dedicamos a trabajar; es bueno recordarlo, digo, cuando los guiñoles hacen sonar sus falsos palitroques y ensordecen el rumor del mundo con sus chirriantes gritos atiplados, fingiendo que libran una gran batalla por el futuro de nuestro país y de nuestro mundo, ignorantes –como escribió Héctor Aguilar Camín– “de nuestros sueños, nuestros amores y nuestros nombres”.

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