Ideas Propias

Ayuso y la izquierda

Jorge Lago Ideas Propias.

Todo indicaba que las expresiones más descarnadas del neoliberalismo habían entrado en aparente vía muerta. Desde el ciclo de sucesivas crisis que arranca en 2008 y se amplifica con la pandemia, la propuesta neoliberal, tanto en su lógica económica como cultural e incluso antropológica, parecía declinar irremisiblemente. O eso creíamos. Bien fagocitado por la regresión autoritaria de las nuevas derechas postfascistas, bien por un más o menos tímido despertar de la socialdemocracia (ora en su variante lampedusiana europea –salvar a las economías nacionales para salvar a la UE– o estadounidense –la reacción inesperada de Biden a Trump… ¡y a la izquierda de su propio partido!–; ora en su vertiente de un poscomunismo en el Consejo de ministros), todo indicaba que lo más duro del frío invierno neoliberal quedaba atrás.

Pero no, en Madrid, lejos de salir debilitado, ha ganado unas elecciones y lo ha hecho con más apoyo que nunca. ¿Es esta victoria una excepción fruto de la pandemia y su gestión política? ¿Del juego de espejos entre oposición y Gobierno? ¿O este aparentemente anacrónico resurgir del neoliberalismo tiene más que ver con la salvaje anomalía madrileña, con las irreversibilidades históricas que producen tres décadas de experimentación económica, política y urbana?

Es claro que no podemos ignorar los efectos que ha tenido el modelo de desarrollo productivo y urbanístico madrileño en la consolidación de una subjetividad propietaria. El ser como propietario, como sujeto de una inversión, que no es solo inmobiliaria, sino de sí mismo y de los suyos: educación concertada, sanidad privada, modo de vida pensado como una constante acumulación de valor (redes de amistad con valor de mercado, elección de barrio y ocio productivo, competencia e individualismo como modo de estar en el mundo). Una subjetividad que convierte la distancia física (nuevos barrios, PAUs, urbanizaciones en la periferia, antiguos barrios gentrificados, definidos todos por la ausencia del espacio público como vertebrador del territorio) en una distancia social que separa y diferencia del resto de conciudadanos (con los que ya apenas se coincide en espacios, transportes o instalaciones públicas, y para cuya financiación cada vez se encuentran menos razones), arruinando así la posibilidad de un sentido comunitario de pertenencia. Acaso sustituido por una vaga identificación madrileña con ese modo de vida y esa subjetividad propietaria (y que sin duda recorre también el deseo de no pocos de los más castigados: llegar a ser algún día parte de todo ello).

Pero no es solo –y no es poco– un modelo de producción material y cultural, de formas de vida y de imágenes del mundo, lo que se juega en Madrid. El modelo de desarrollo urbano, la hipertrofia de una ciudad/comunidad de cerca de siete millones de habitantes y creciendo, el encaje del efecto capitalidad en un cuasi paraíso fiscal, han convertido el proyecto neoliberal de Madrid, y su orgullosa identidad regional recobrada, en un muro de contención contra la tensión territorial y la secular cuestión nacional española: una suerte de Distrito Federal por el que Madrid no es España, pero la subsume y contiene.

Es claro que este proyecto nacional libertario de modernización regresiva y centralizadora no se combate en una sola campaña electoral, que requiere de modelos alternativos de urbanización, de intervención y presencia públicas y políticas que, de entrada, sepan hacerse cargo del hecho tozudo de que más del 70% de las familias madrileñas son propietarias, al menos, de un vivienda, y de que esos ciudadanos han sustituido la búsqueda cada vez más precaria de la seguridad que proporcionaba el Estado y el empleo por la de la inversión y el crédito.

Pero es también meridiano que la mejor forma de combatir esta herencia, tenga el peso que tenga en el voto, no pasa ni por pensarla como inamovible (como si estos intereses de clase no estuviesen atravesados por fuertes contradicciones que permitiesen traducciones políticas bien distintas), ni por hacer del pasado la explicación lineal y necesaria del presente (reduciendo así la política a un mero reflejo de estructuras que piensan y actúan por nosotros, como si no hubiese pasado un 15M, como si no hubiese habido mimbres para ir más allá del reparto ideológico de posiciones a izquierda y derecha del bipartidismo hace a penas 10 años, como, en suma, si la política fuera un espejismo impotente frente a… ¡las decisiones políticas del pasado!).

No, más allá o más acá del modelo de desarrollo madrileño, hay razones políticas específicas, coyunturales pero de peso, para explicar la anacrónica persistencia del neoliberalismo en Madrid. Razones que permitirían comprender cómo ha sido capaz de imponerse no solo sobre la izquierda, sino sobre la amenaza no menor de la derecha postfascista de Vox. Quizá, y de entrada, no debamos dejar de advertir que la izquierda madrileña, fundamentalmente UP y PSOE (Más Madrid, como señalaré después, ha operado en otras claves), no solo no ha sabido disputar el marco discursivo de lo nacional libertario propuesto por Ayuso para estas elecciones, sino que lo ha reforzado y alimentado de forma dramática. Y me explico: si toda contienda ideológica o electoral parte de una previa y necesaria división del campo político en dos (amigos/enemigos, yo/ellos, modernidad/reacción, bien/mal), la propuesta de Ayuso no solo ha sabido situar a sus adversarios (la izquierda y la derecha postfascista) en un mismo lado del campo político, sino que lo ha hecho con la aprobación diría que entusiasta de ambas, merced a una estéril pugna.

Así las cosas, y apoyada en la más pura tradición neoliberal, la de la escuela austríaca de Hayek (y a diferencia notable en este caso de la tradición ordoliberal alemana), Ayuso ha situado a la modernidad y el mercado en un lado del campo político, el de la libertad, para colocar enfrente y como adversario unificado cualquier forma de intervencionismo económico, moral o político, considerado como totalitario y reaccionario. De un lado, el mundo libre, la libertad, la modernidad y el mercado, del otro, aquellos que comparten, histórica e ideológicamente, un mismo espacio totalizador: fascismo y antifascismo. Es esta, sin duda, una de las narrativas cruciales y perversas del neoliberalismo, y para la que la izquierda ha tenido escasa, por no decir ninguna, capacidad de impugnación: no otro ha sido el fracaso de la alerta antifascista que intentaba sin suerte situar en un mismo lado del campo político a Ayuso y Vox.

Recordaba Luciana Cadahia hace unos días que “hoy nos encontramos atrapados dentro de esta segunda narrativa, donde el retorno del fascismo se asocia con todo aquello que no se identifica con la democracia de libre mercado, es decir: el populismo, los partidos de extrema derecha o el terrorismo islámico”. Digamos que Ayuso ha sabido invitar a toda la izquierda a formar parte de esa narrativa, y que buena parte de ella ha aceptado la invitación de buen grado.

Al mismo tiempo, y sin necesidad de confrontación directa alguna, Ayuso ha sabido disputarle a la retórica postfascista su reivindicación paradójica de la libertad: no lo ha hecho apelando a una identidad esencial que estaría siendo amenazada (por la ideología de género, por los inmigrantes y sus figuras –los menores no acompañados–, los colectivos lgtbi, la educación sexual en las escuelas…), sino recurriendo a otro de los mantras del neoliberalismo: sujetos empoderados vs. victimizados, sometidos a la arbitrariedad del Estado y las ideologías totalitarias, la izquierda la primera, que estaría convirtiendo a los ciudadanos (recuerden a Thatcher) en “seres carentes, más bien víctimas que protagonistas poderosos, e incapaces sin ayuda externa de tomar las riendas de la vida colectiva para construir lo nuevo. Seres a proteger, más que a liberar y seguir”, como señalaba en estas mismas páginas Javier Franzé hace apenas un par de semanas. 

Enfrentándose por igual a la imposición moral de unos y otros (nos dicen qué tenemos que hacer, nos tratan como víctimas que proteger), y siempre frente a una libertad entendida como pura no interferencia liberal (somos lo que elegimos y deseamos hacer), Ayuso ha sabido, contra la derecha postfascista, resignificar el ideal que se esconde tras el odio al vulnerable, la conspiración y el negacionismo (no otro que el ideal de unos sujetos libres porque autores de un relato propio sobre las razones de la pandemia, de la desigualdad y el malestar, sujetos portadores de un discurso que vale más por lo que tiene de empoderador que por lo que contiene de verdad). Mientras que, y esta vez contra la izquierda, ha tenido un fácil recurso que sintetizaba con enorme claridad Brais Fernández hace unos días: “La derecha se ha aprovechado de que la gente le ha tenido más miedo al cierre económico (sin garantías ni seguros) que a la pandemia. Es terrible decirlo, pero es la verdad”.

Si ser libre (desde la vieja tradición republicana de Maquiavelo y Harrington a las distintas versiones del socialismo democrático pasando por la tradición jacobina y marxista) consiste en no estar dominado por nadie, no depender de nadie para vivir y no tener por tanto que pedir permiso para hacerlo, la respuesta, parece sensato suponer, no era, en esta gestión de la pandemia, seguir amarrados a un modelo de protección débil, además de centrado en los imaginarios socialdemócratas del pasado (ERTES con caducidad, IMV que no llegan, ayudas que tampoco), que segmenta a la población en función de su posición en el mercado de trabajo, en lugar de universalizar las medidas de protección y desestigmatizar al mismo tiempo a sus destinatarios (sí, rentas básicas y reducción del tiempo de trabajo, por ejemplo, además de ayudas directas generalizadas).

Identidad y reacción

Identidad y reacción

¿Han sido suficientes los contrapesos legislativos del Gobierno para hacer frente al neoliberalismo residual o resistente madrileño? ¿Permitían estas medidas y leyes armar imágenes de futuro capaces de disputar no solo la idea de libertad, sino de la modernización en la que se apoya? No, no parece. Al cabo, frente al individualismo nacional libertario de Ayuso, ha acabado operando otra forma de individualismo, el de una moral de responsabilidad pública y virtud cívica que no se apoyaba en condiciones de posibilidad ni garantías sociales suficientes. Y que ha tendido más a culpar comportamientos individuales que a proponer medidas políticas y económicas suficientes.

Estas garantías y estas imágenes de una modernización alternativa a la neoliberal son imprescindibles para cualquier victoria de las izquierdas (como nunca se cansó de recordarnos el siempre brillante Mark Fisher, la izquierda quedaría relegada eternamente a la impotencia si no era capaz de disputarle al neoliberalismo la idea misma de lo moderno, y que este imaginario modernizador no podía pasar ya por los viejos idearios productivistas propios de la socialdemocracia y el postcomunismo). Creo honestamente que Más Madrid ha sabido dibujar convincentes itinerarios posibles para emprender esta disputa sobre la modernización (reducción del tiempo de trabajo, rentas básicas, transición ecológica, sustitución del trabajo por el tiempo liberado como batalla decisiva, crítica del neoliberalismo desde los efectos en salud mental que nos produce), y creo por ello que debería ser capaz de afianzarlos en Madrid y más allá, siempre desde la debida prudencia y la colaboración horizontal con otros actores movilizados en el conjunto del Estado. Mientras, le toca al Gobierno “más progresista de la historia” leer lo que ha pasado en Madrid como una verdadera amenaza a su continuidad y a su razón de ser.

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