El sentir de las mujeres: #SeAcabó

Nativel Preciado

Hace treinta años escribí un libro sobre los sentimientos íntimos de mujeres relevantes que habían triunfado en la vida pública. Cineastas, escritoras, empresarias, políticas, actrices y científicas expresaban de algún modo sus pesadumbres feministas: la ambición profesional, el techo de cristal, su relación con el poder, las exigencias estéticas, la maternidad, el reloj biológico, la irresponsabilidad doméstica de los hombres, la soledad elegida por no ceder a las pretensiones de sus parejas, la infidelidad, la vejez, la violencia… Se trataba de una larga reflexión, sin conclusiones definitivas, en la que surgían ideas y malestares compartidos. Todas defendían su libertad, su capacidad personal para desarrollar su vida como lo considerasen oportuno. Algo tan simple como elegir lo que te gusta y rechazar lo que te disgusta sin estar sometidas a la fuerza del destino o al capricho que te marquen los demás.

Durante la democracia se habían logrado grandes avances y una parte considerable de la población femenina podía actuar con plena autonomía, tenía acceso a la educación, a métodos anticonceptivos, derecho a ejercer libremente su sexualidad, a la interrupción del embarazo, al divorcio, pero se quejaban de ciertas actitudes machistas. Los hombres aceptan con disgusto la igualdad profesional de las mujeres y de una forma instintiva pretendían que siguieran sometidas sexual y afectivamente a sus caprichos. Querían perpetuar, conscientes o no, la idea que expresó Virginia Woolf con tanto acierto: “Durante muchos siglos las mujeres han servido como espejos mágicos que poseían un poder delicioso: reflejar la figura masculina al doble de su tamaño natural. Los hombres, mientras tanto, se han dedicado a mirarse su propio ombligo”. ¿Qué hay de malo en ello?, se preguntaban las más complacientes. A nosotras no nos molesta agradar a los hombres, siempre que no se convierta en una pauta de obligado cumplimiento y, sobre todo, que la actitud sea recíproca y ellos hagan lo mismo.

La mayor preocupación que expresaban aquellas mujeres era la de ser víctimas de algún tipo de violencia machista, fuese leve o grave. ¿Por qué los hombres seguían ejerciendo su superioridad física contra ellas? Quizá es que no les gustaba que fueran demasiado fuertes, porque se desvanecía la magia del espejo. Ya entonces pensábamos que el hombre tenía miedo a expresar sus sentimientos. Para ellos era una debilidad. Les provocaba reacciones negativas, temerosas, angustias reprimidas que, al final, salían de una forma inesperada y violenta. Las cifras eran preocupantes y demostraban que había maltratadores en cualquier lugar, no sólo en las zonas más pobres del planeta, donde se suponía que el hambre y la ignorancia incitaban a la brutalidad. El drama es que todavía hay demasiada gente dispuesta a minimizar la importancia de los malos tratos, incluyendo a las propias mujeres que vuelven con su verdugo porque, en el fondo, piensan de un modo aberrante que los hombres son así; que algo habrán hecho para provocar las iras de su agresor. Es atroz que, en pleno siglo XXI, la brutalidad permanezca aún en la vida clandestina de tantas parejas.

Si volviera a escribir sobre el sentir de las mujeres me temo que, al cabo de tres décadas, tendrían que aceptar que muchas cosas no han cambiado para bien. Hemos pegado un acelerón en cuanto a la legalidad. El delito sexual ya no depende de la resistencia de la víctima, el acoso callejero se considera una agresión y la educación sexual es obligatoria, pero hemos avanzado poco en cuanto a sentimientos. Se necesita erradicar desde la más tierna infancia las actitudes sexistas y cortar de raíz el apoyo psicológico que aún tiene el machismo.

No hay mujer guapa, fea, alta, baja, gorda, flaca, negra o blanca que alguna vez en su vida no se haya sentido acosada

Los datos son aterradores. Una de cada tres mujeres ha sufrido en algún momento violencia física o sexual, una de cada dos ha experimentado algún tipo de acoso sexual y una de cada veinte ha sido violada. No hay mujer guapa, fea, alta, baja, gorda, flaca, negra o blanca que alguna vez en su vida no se haya sentido acosada. Todas saben bien lo repugnante que es quitarse de encima los brazos o la boca de un hombre que intenta restregarse contra la voluntad de la víctima. Más grave es cuando se insinúan sexualmente o van más lejos y pegan o violan. Para los hombres que aún no han logrado liberarse del troglodita que llevan dentro solo hay dos tipos de mujeres: las fáciles y las frígidas. Ignoran que para diferenciase de la práctica puramente animal, el sexo tiene que pasar primero por la cabeza. Quedan bastantes machos que no saben reprimir sus impulsos mecánicos y necesitan aliviar, de forma grosera e intempestiva, sus necesidades más primarias. No lo entienden, porque hay quienes les jalean y los animan a perseverar en el empeño.

He acudido a las referencias previas para explicar que la sensación persistente de vulnerabilidad es lo que ha movilizado esa marea solidaria con Jennifer Hermoso. Las mujeres se han sentido manoseadas, apretujadas, intimidadas y violentadas con ese beso robado del que han sido testigos millones de espectadores. Sin pretenderlo, Jenni se ha convertido en un referente del feminismo y del trabajo digno. Un feminismo inclusivo que busca la dignidad de las mujeres y también la de los hombres, porque el machismo también les perjudica a ellos. No cabe duda de que aún quedan cavernícolas que querrán abusar de su superioridad física. Habrá más Rubiales que mientras sigan ostentando el poder y la fuerza, traten de acosar a una mujer tocándose los genitales públicamente, pero durante un tiempo tendrán que reprimir su arrogancia, su soberbia y su prepotencia. No hay feministas de verdad y feministas de mentira. No podemos aceptar que la testosterona sea la causa final de que ciertos hombres tengan más poder o ganen más dinero que las mujeres por el mismo trabajo. Por el momento, se acabó. Ni abusos de poder ni faltas de respeto.

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Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, galardonadas con algunos de los principales premios literarios.

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