La amnistía más allá de Puigdemont

Juan Manuel Alcoceba Gil, Amaya Arnáiz Serrano y Javier Truchero Cuevas

La mera posibilidad de que se lleve a cabo una amnistía sobre Carles Puigdemont parece preocupar a ciertos referentes de la política española. En algunos casos esas voces críticas provienen del extremo más conservador del sector progresista. En otros, se trata de adversarios que ven en ello la oportunidad para hacer ruido y generar crispación. Pero, al margen de las motivaciones subyacentes, casi todos los críticos coinciden en la existencia de obstáculos jurídicos supuestamente insalvables. Parecen olvidar, en su argumentación, que el Derecho, lejos de constituir un dique de contención al cambio social o la voluntad popular expresada en las urnas, es ante todo una herramienta para la consecución de la paz pública y la convivencia democrática.

Es cierto que la amnistía y el indulto son instrumentos jurídicos de carácter extraordinario, pero no por ello pierden su legitimidad y utilidad a la hora de resolver conflictos sociales de amplio espectro o reconducir al ámbito de la política aquellos asuntos que solo pueden resolverse mediante el debate democrático. De hecho, constituye una expresión de soberanía presente desde hace siglos en la historia de un gran número de países, entre ellos el nuestro, sin la cual no se habrían podido superar situaciones muy difíciles donde el castigo poco o nada ayuda.

Solo hace falta mirar a nuestro entorno para constatar su uso, incluso en relación con hechos de la máxima gravedad. Un ejemplo es la amnistía concedida por Francia a los miembros del Frente Socialista de Liberación Nacional de Canaco –grupo independentista de Nueva Caledonia– a través de los acuerdos de Matignon de 26 de junio de 1988. También el parlamento argelino aprobaba en julio de 1999 la denominada Ley de la Concordia Civil, que amnistió a cientos de presos islamistas. Y el conflicto de Irlanda del Norte se cerró con los acuerdos de paz del Ulster, que culminaron con el de Viernes Santo de 1998 y que supuso la liberación de numerosos condenados por pertenencia a la banda terrorista del IRA. Nuestro vecino Portugal ha decretado dos amnistías desde la promulgación de la Constitución del 76: una en 1996 y otra este pasado junio. La primera, a favor de otro grupo armado condenado por sublevación militar. La segunda, dirigida a indultar delitos cometidos por jóvenes de entre 16 y 30 años con motivo de la visita del Papa.

El derecho de gracia existe y se usa en medio mundo con más o menos acierto u originalidad. Bien lo saben en Colombia, donde tras poner fin a un conflicto interno de más de 50 años mediante el Acuerdo Final de Paz de La Habana de 2016, se creó toda una jurisdicción especial (la JEP) para, entre otros objetivos, amnistiar, perdonar y regularizar jurídicamente a quienes habían participado de las hostilidades cometiendo graves crímenes; ya fueran integrantes de las extintas FARC-EP o agentes del Estado. Era la forma más eficaz de pasar página. Hoy la experiencia se está tratando de repetir con quienes quedaron fuera de ese gran pacto por la paz.

España, aunque de forma muy diferente, porque cada país es un mundo, también tiene experiencia en lo de perdonar para seguir adelante. No conocemos el número total de amnistiados por la Ley 46/1977, de 15 de octubre. Pero sí sabemos que entre los beneficiarios se encontraban numerosos miembros de la policía, altos funcionarios y hasta ministros. En aquel entonces tocaba reconciliarse y no hubo remilgos a la hora de perdonar a torturadores y asesinos.

En todas estas historias la moraleja es la misma y no nos puede resultar extraña. La amnistía, como manifestación de la soberanía popular, es un acto que emana del legislador, que adopta generalmente la forma de Ley, que tiene como único límite la Constitución y que supone un ejercicio político dirigido a la consecución de la paz y reconciliación nacional.

Parecen olvidar, en su argumentación, que el Derecho, lejos de constituir un dique de contención al cambio social o la voluntad popular expresada en las urnas, es ante todo una herramienta para la consecución de la paz pública y la convivencia democrática

Ahora, sin embargo, hay quien se echa las manos a la cabeza cuando se plantea la posibilidad de aplicar la misma medida para acabar definitivamente con los flecos del procés. Un desafortunado proceso social y político donde no se produjo derramamiento de sangre y los delitos cometidos se restringen al ámbito del orden público y contra la Administración.

Pero, quienes hoy se niegan a hacer tabula rasa parecen olvidar el verdadero sentido del castigo penal dentro del Estado de Derecho. Ya en 1764, Cesare Beccaria afirmó que “la finalidad del castigo es asegurarse de que el culpable no reincidirá en el delito y lograr que los demás se abstengan de cometerlo”. De forma que no tiene sentido imponerlo cuando de él se derive una situación aún más lesiva para la convivencia y la paz pública. En las democracias liberales, ni se castiga por venganza o revanchismo, ni el castigo es un fin en sí mismo. Se trata, por el contrario, de una herramienta de pacificación social al servicio del interés general.

Pensar que la solución del conflicto catalán se alcanzará antes mediante la persecución judicial de los líderes independentistas que a través de su reconducción al marco constitucional es, cuanto menos, ingenuo. La reciente experiencia de los indultos así lo demuestra. Parece evidente que desde su concesión la convivencia ha mejorado sensiblemente.

Por supuesto que se puede estar en contra de la amnistía como vía para mejorar la convivencia en Cataluña. Existen argumentos para ello, pero no hay, como se pretende, un límite absoluto de carácter jurídico-técnico. Las razones que hacen deseable o indeseable esta medida tienen, por fuerza, naturaleza política. Por eso, el marco valorativo aplicable debe responder a criterios de oportunidad y eficacia respecto a los objetivos perseguidos. Discutir sobre su validez jurídica empobrece el debate buscando certezas que, lamentablemente, en este contexto no existen.

El Derecho es una institución viva y dúctil, que puede dar cabida a una multiplicidad de soluciones diferentes para los problemas que nuestra sociedad presenta. Puede utilizarse para obstaculizar cualquier cambio sobre lo presente, o de forma más original y creativa –como se ha hecho en Colombia–, para superar escenarios de conflicto colectivo. Pero, cuando se utiliza para decidir sobre si priorizar el castigo a otras alternativas, no debe perderse de vista su principal función social: la pacificación del conflicto y el restablecimiento de la convivencia

Innovar nunca fue fácil y menos en Derecho. No existen garantías y no siempre se acierta, pero si lo que se busca es mejorar el entendimiento mutuo y avanzar como país, el riesgo merece la pena. ¡Bienvenidos a la democracia!

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Juan Manuel Alcoceba Gil Amaya Arnáiz Serrano son profesores de Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid y Javier Truchero Cuevas es abogado y socio de Iuslab

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