El brutalismo del 'F..k off'

José María Naharro-Calderón

En arquitectura, el brutalismo fue un movimiento que en los años cincuenta aportó materiales como el hormigón y el ladrillo vistos al diseño racionalista imaginado por la Bauhaus y los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, identificados con señeros nombres como Alvar Aalto, Le Corbusier, Walter Gropius, Mies van der Rohe o Josep Lluís Sert. El luego exiliado y decano de la Facultad de Arquitectura de Harvard, había sido, junto a Luis Lacasa, autor del Pabellón de la Segunda República española en la Exposición Universal de París de 1937, cuyo emblema pictórico fue el Guernica de Pablo Picasso. Sert que renegaba de Le Corbusier, nunca se unió al brutalismo, pero su recuerdo racionalista se enmarcaría en las emblemáticas Torres Blancas de Francisco Javier Sáenz de Oiza, las cuales se fueron elevando poco a poco durante un lustro de 1960 en la salida barcelonesa de la ciudad de Madrid, cuando el estilo ya declinaba, vilipendiado por su óptica totalitaria reminiscente del constructivismo soviético. Pero su emblemática presencia sobrevive en mega proyectos como el Aeropuerto de Roissy-Charles de Gaulle, donde los viajeros son tragados por las imponentes moles de las terminales desquiciadamente varadas entre el cemento de la verde llanura parisina como antimetáforas de la levedad del aire. En 2009, el cineasta estadounidense Jim Jarmush eligió Torres Blancas para filmar escenas madrileñas en una película titulada Los límites del control, en la que se utilizan varios lemas filosóficos como “todo es subjetivo” o "el universo no tiene centro ni bordes: la realidad es arbitraria”.

Entre otros arquitectos que utilizaron el brutalismo, se encuentra el húngaro Ernö Goldfinger, apellido luego parodiado en la tercera entrega de la saga James Bond, quizás una de las personalidades que se esconden tras el personaje de László Tóth de la película El brutalista, arquitecto judeo-húngaro que se salva de la Shoah y del Gulag soviético junto a su discapacitada cónyuge, para refugiarse en los Estados Unidos de la postguerra y del supuesto American Dream of Life. Allí es descubierto por un industrial del Condado de Bucks, - coloquialmente también dicha palabra apunta a perras o dineros- Harrison Lee Van Buren, cuya saga familiar inicialmente representada por su hijo, consume la belleza que proporciona el diseño de Tóth como si se tratara de un producto desechable, con la arrogancia dictatorial del dinero más allá del bien y del mal. La posterior y aparente reconversión del patriarca capitalista a favor de dicha creatividad le lleva a encargar al tímido emigrante la creación de un centro cívico-cultural que se convertirá en una especie de Gólgota para el arquitecto. De nuevo, se dará de bruces con su condición feudal de siervo ante las exigencias de la brutalidad señorial que rebaja su proyecto a través de otros subalternos comprados para difuminar sus extrañas exquisiteces para el estrecho gusto de una sociedad provinciana, incapaz de entender la modernidad de un complejo en el que brillaría, como en las catedrales góticas, la perenne luminosidad cenital de la cruz del altísimo. Pero tras el gigantesco diseño, se albergan también las reminiscencias de la brutalidad del totalitarismo del siglo XX al que sobrevivió este matrimonio de refugiados húngaros, y que logró embrutecer, rebajar y eliminar en una red concentracionaria que plagó desde el Norte de África, y Gibraltar a Siberia, a millones de seres humanos. 

'El brutalista', esta renovada épica cinematográfica de casi cuatro horas con descanso, también evoca la vieja usanza de las desaparecidas salas de proyección

Para embellecer definitivamente el proyecto, Harrison y László viajan a las canteras de Carrara, de las que la historiadora del arte Àngels Ferrer, en su delicado Pisar las canteras de mármol para reconocer el trabajo del escultor y del arquitecto, ha dibujado la transparencia de su mármol. Y allí, entre las moles blancas que también sepultaron a los milicianos de la fascista Saló, Harrison viola a László, cual marca de cómo el brutalismo del poder financiero acaba con la ilusión de la autonomía de la belleza frente a la cosificación de la mercancía, paradoja de la que toda sensibilidad creativa ha buscado una salida laberíntica, al estilo del Velázquez que rasgó pictóricamente en Las Meninas el velo de este debate. 

El brutalista, esta renovada épica cinematográfica de casi cuatro horas con descanso, también evoca la vieja usanza de las desaparecidas salas de proyección, como la de otro edificio racionalista, el Dreamland sito en la ciudad inglesa de Margate, complejo cinematográfico recordado en El imperio de la luz donde Sam Mendes emitió un reciente Do visual sobre su irremediable y nostálgico declive. El bajo presupuesto de la entrega para este renovado Lawrence de la creatividad constructora, gracias a las ventajas de la ilusión artística del cartón piedra digital, salvo en Carrara, nos recuerda tras el botón de muestra de una traslúcida talla de esta cantera italiana como símbolo del altar para el sacrificio donde se inmola la libertad de su arquitecto, una  máxima de Walter Benjamin: la imposibilidad de deslindar cultura y barbarie, nihilismo subjetivo que también parece enmarcar las Torres Blancas de Jarmush para cobijar a un asesino a sueldo. 

Esta película muy nominada para los próximos Oscar y premiada  en los Bafta quizás nos ayude a desescombrar otra parábola sobre la brutalidad del  presente con sus cimientos megalómanos del poder que sostienen la zafiedad de la plutocracia actual y los implantes destructores de los señores de la Silicona. Como mercaderes de una irresistible ponzoña en líquidas redes, los nuevos brutalistas ya no precisan disfrazarse bajo el aparente buen gusto de la hipocresía esnobista que recubre a los depredadores Van Buren del capitalismo preglobalizado de la aparente compasión del siglo pasado. Hasta un ecologista Richard Gere no entiende la gestualidad de las alturas, al transportarse desde Madrid en avión privado para recoger en Granada un Goya de honor atribuido, gracias a su localismo residencial, por la cultureta cinematográfica española. Sin miramientos, sobrevuela la despiadada eficacia de, llámense, Triunfo, coloquialismo para el apellido del que aspira a adueñarse para siempre de la Casa Blanca, King Jong-Un, los Hamás globales, Musk, Netanyahu, Putin, Xi Jinping, o algún Khalid bin Salman, reencarnado mecenas medio-oriental para otro posible simulacro urbanístico en la nueva Meca de Gaza. 

Tras las repetidas agresiones al derecho internacional que EE. UU. ayudó a encofrar ma non troppo, tras los dos conflictos mundiales, —ausencia en la Sociedad de Naciones tras el primero, y en el Tribunal Penal Internacional hoy— se ha ido imponiendo a partir del 2001 la política unilateral del f..k off. Expresión brutalista ad hoc también en el balompié que motivó la reciente y debatida expulsión de un jugador británico, implícitamente atribuida a la suficiencia con los árbitros de su club, el Real Madrid, y que algunos intentan deslindar del más agresivo f..k you, mediante ese todo subjetivo a lo Jarmush, a cobijo del relativismo posmoderno woke que el brutalismo del nuevo orden mundial ha aprendido a manipular, como una simple cuestión de matiz.

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José María Naharro-Calderón es catedrático de Literatura española y Culturas ibéricas en la Universidad de Maryland y presidente de AEMIC.

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