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Los cuidados, una nueva moral de escuela

Albano De Alonso Paz

La escuela del presente es una especie de bote salvavidas: cobija éxito, rabia, desesperación, impotencia, fracaso y alegría, en un conglomerado que simboliza lo frágiles que podemos llegar a ser. En un centro educativo, de forma paradójica, triunfa la individualidad en lo colectivo, en lo común, y eso deja impotentes a lo más débiles, pero también a los más solidarios: aquellas personas que creen que en cada docente debe pervivir una suerte de compromiso social que abandera su labor y lo convierte en el timón de una nueva moral que reconduzca el rumbo de los oprimidos.

Cuidar es un verbo complejo, de acción y estado a la vez. En su etimología, la palabra cuidado proviene originariamente de la voz latina cogitāre, que en su significado primitivo significaba pensar. Podemos decir que muchos héroes occidentales clásicos, en ese sentido, eran cuidadores. El intrépido Ulises cuidó en cierto modo de sus marineros cuando pensó para su grupo una forma de escapar de la cueva del cíclope Polifemo, en el Canto IX de la Odisea. Otros, en cambio, como Eneas o el príncipe Hamlet, descuidaron las emociones de sus acompañantes sentimentales y provocaron, como ocurrió con la reina Dido y con la Ofelia del drama shakespeariano, consecuencias devastadoras ante el abandono o el rechazo. Ninguno de los dos fue consciente del impacto de sus actos. 

El cuidado como principio moral más profundo y con raigambre ético llegó después, y en ese camino ha intentado a empujones desvincularse del fuerte sesgo de género con el que carga desde nuestros orígenes. En la Antigua Roma, esclavas y libertas eran las encargadas de amamantar y cuidar a los bebés de las damas de la aristocracia. De ahí surgió el término nodriza, que proviene de la voz latina nutrix: mujer que cuida de una criatura ajena.

El sentido contemporáneo de esta palabra avanza hacia la noción de proteger, custodiar, preocuparse o hacerse cargo, y es ahí donde entronca con el sentido que tiene en la escuela. Pero, a pesar de los avances sociales, los cuidados siguen siendo tarea cotidiana propia de la sensibilidad de la mujer. Hasta en la novela La metamorfosis, de Kafka, vemos cómo la hermana es la única que muestra atisbos de empatía ante el aislamiento del insecto en el que se convierte Gregor Samsa, aunque al final toda la familia lo deja morir. Hay otros casos de complejidad en la literatura, como el del matrimonio Bovary, que también deja a su hija pequeña a cargo de una nodriza para que Emma de rienda suelta a su mundo imaginario. Al final, este personaje femenino cumbre en la narrativa de Flaubert enferma y muere, con fugaces intentos por parte de su marido Charles de cuidarla e intentar que se recupere. 

La escuela contemporánea es un tejido comunitario. Una red de interacciones en donde nos relacionamos a través de jerarquías. Y es esta ordenación la que, al menos como piedra angular, hace que todo funcione. Podría entenderse como la contrapartida aparente de una escuela humanista: se ordenan los currículos, enseñanzas, órganos de funcionamiento de los centros y estructuras espaciales en las que nos relacionamos. La escuela como organización es la que acompasa la marcha. Todo está sometido a esa ordenación, pero no las emociones: ahí, nuestra idea de escuela se resquebraja. Ahí, se rompe cualquier guion.

La moral de los cuidados en la educación formal no tiene por qué entenderse como novedosa. Los maestros y las maestras de la República ya cuidaron de los más pequeños en tiempos difíciles. En la película La lengua de las mariposas, no podemos negar que la influencia que ejerce sobre Moncho —que además tenía un delicado estado de salud— su profesor es una forma de cuidado, hasta que estalla la Guerra Civil y sus vínculos se resquebrajan.

La dimensión social de la figura de los docentes del mundo contemporáneo, fracturado en cada rincón y que se arrastra ante los latigazos de la voluntad de ser felices a toda costa, puede y debe convivir en armonía con sus derechos laborales. Reconozco, no obstante, que es ahí donde entra en liza un gran dilema a la hora de desplegar esa ética escolar profunda de cuidados: hasta qué punto tiene razón quien piensa que no es función de un docente cuidar, al igual que tampoco lo es ser, por ejemplo, personal sanitario.

La escuela como organización es la que acompasa la marcha. Todo está sometido a esa ordenación, pero no las emociones: ahí, nuestra idea de escuela se resquebraja. Ahí, se rompe cualquier guion

Sin embargo, pocos discuten la necesidad de que un profesional de la educación tenga nociones básicas en primeros auxilios, una formación para profesorado común en muchos puntos de nuestra geografía. Conviene, por tanto, equilibrar la balanza cuando hablamos de la función de la escuela, y reconocer que el contrapeso para un aprendizaje imperecedero lo ponen también dinámicas solidarias que van más allá de esa jerarquía u ordenación de la que hablaba. En ese terreno se abona el vocablo comunidad: se habla de instituciones escolares, sí, pero también de comunidades educativas, y a ninguno se nos rasgan las vestiduras por reconocerlo.

Una nueva moral de cuidados en la escuela debe adquirir dimensiones inexploradas en busca de un compromiso más que individual, colectivo, y es ahí donde es clave el papel de las administraciones y la colaboración firme entre instituciones, para que el docente se sienta apoyado. Ni Ulises pudo hacer sucumbir en solitario a Polifemo para cegarlo y escapar, como tampoco Eneas fue el único artífice de sus victorias o de su viaje rumbo a la Lazio cuando abandonó Cartago. Cuidar, como pensamiento o como custodia emocional, es, por ello, mucho más que la invención de nuevos cargos unipersonales en las escuela (véase la figura del coordinador de bienestar) o la intensificación de la acción de un profesorado tutor desbordado de requerimientos. Cuidar es una labor conjunta.

Una nueva ética de cuidados en la escuela precisa, así, de una resignificación del sentido de nuestro trabajo junto al de otros profesionales para convertir el mundo adulto en valedor definitivo de unos derechos de la infancia vulnerados con asiduidad en determinados contextos, lo que impacta en la labor educativa. Una forma de gestación comunitaria que recuerde el sentido de aquella antigua fábula de Higinio en la que Cura (el cuidado) moldea una figura para crear un nuevo ser (el ser humano), y se encarga, por designio divino, de protegerlo como benévola forma de posesión.

Por eso, todos, de una forma u otra, cuando somos frágiles, estamos a cargo de alguien que nos cura y nos cuida. Por eso el docente, que moldea a la infancia en una etapa clave de su vida, también cuida y cura. Nunca lo hace en soledad, sino en estructuras colaborativas y sociopolíticas cohesionadas; tal y como defiende Carol Gilligan, como parte de esa moral humana democrática que supere el contexto patriarcal. Y es ahí cuando cobra genuino valor esa nueva moral para la escuela basada en los cuidados como parte del aprendizaje y como principal entorno de protección para los más desvalidos. 

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Albano de Alonso Paz, profesor de Lengua Castellana y Literatura. Miembro del Colectivo DIME de Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa. Divulga sobre educación a través de su blog.

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