La UE desconcertada ante el fin de atlantismo Ruth Ferrero-Turrión

En los últimos meses he tenido sobre la mesa libros que tratan de situar a las sociedades actuales, que intentan afirmar nuevos procesos de contestación a los movimientos que están teniendo lugar desde las grandes economías mundiales, que buscan el valor de la reflexión en los seres humanos que habitamos esos mundos, que luchamos en el día a día por la supervivencia en contextos hostiles, entre otras cosas, para el humanismo y la reivindicación de la solidaridad, la empatía o la libertad, por destacar algunos de ellos.
Pero llama poderosamente la atención un concepto que, en este afán por describir acciones de contestación, salta a la opinión pública para instalarse como comodín necesario para afrontar el futuro más inmediato: la esperanza.
Desde el ámbito de la filosofía y el de la literatura, pero también de la economía, la esperanza se apodera del discurso para concretar una mirada nueva en el largo proceso de asimilación de las nuevas políticas. Ya no hablamos de revolución ni de acción social, no hablamos de movimiento de masas o de aprobación de leyes que sedimenten una sociedad igualitaria y más fuerte, hablamos de esperanza como si fuera la llave para abrir un nuevo horizonte que nos vuelva a dar la capacidad de seres humanos que, a tenor de las nuevas economías y de sus acciones, estamos perdiendo a marchas forzadas.
Pero, ¿es posible hablar de esperanza ante políticas ultraliberales y mayoritariamente tecnológicas, o el concepto es otro elemento más de afirmación de esas políticas? Soy de la idea de que estamos en un proceso de búsqueda, con demasiadas preguntas para encontrar respuestas en torno a la capacidad de modificación de nuestras libertades que las políticas ultraliberales, muy extendidas en este momento de la historia económica, están trazando como construcciones fundamentales de nuestros modos de vida. Y que ese proceso de búsqueda descansa ya en ideas que derivan de algo que salta de la razón a la creencia, de la inteligencia a la fe, de la reflexión al dogma.
Si somos solo esperanza, tal y como podemos entenderla ahora dentro de estos procesos de asimilación de las sociedades, y hacemos de ella nuestro estado de ánimo, estamos siendo algo diferente a la acción social
Las tres virtudes teologales del cristianismo –la fe, la esperanza y la caridad– puestas en los procesos de búsqueda de los seres humanos, evidencian que estamos manejando asideros que nos salvan del precipicio que imaginamos ante la consideración de los nuevos resortes políticos y económicos, pero que también nos alojan en una visión menos activa ante los cambios que se están llevando a cabo. Si somos solo esperanza, tal y como podemos entenderla ahora dentro de estos procesos de asimilación de las sociedades, y hacemos de ella nuestro estado de ánimo, estamos siendo algo diferente a la acción social; si somos solo esperanza, estamos abandonando la capacidad de contestación con discursos políticos dentro de los devaneos de las nuevas políticas; si somos solo esperanza, dejaremos de ser trabajo para pasar a ser inactividad.
Las grandes crisis de la humanidad, la pérdida de las identidades, de los territorios o las grandes guerras, dejan un poso de amargura dentro de las sociedades que han sufrido esos episodios históricos para pasar, del pesimismo consciente detrás de la manera de enfocar su propia supervivencia, al abrazo de la esperanza como motor de búsqueda durante y después de los acontecimientos más atroces. El ser humano tiende a activar mecanismos de defensa que le permitan salir airoso de cualquier anomalía que pudiera perjudicar su vida y la de los suyos. Atender al concepto de esperanza para equilibrar los miedos, para salir del pesimismo e instalarse en un optimismo real, es algo de lo que no podemos prescindir porque es una tabla de salvación en los procesos psicológicos de refuerzo ante lo que se nos ha venido encima. Es un eslabón que ata la cadena del futuro para crear una narratividad positiva. Tener esperanza es pensar que todo puede ser de otra manera, pero es también esperar que algo mágico pueda cambiar el mundo en el que vivimos.
¿Es, entonces, un concepto de contestación al ultraliberalismo, es la clave para defendernos de los Trump, Putin, Netanyahu y las nuevas estrategias de la ultraderecha europea, afirmada en estos momentos por una tremenda ola de conservadurismo? ¿O puede ser un nuevo eslogan dentro de estas acciones de gobierno? El pueblo que tiene esperanza necesita, no solo de la ilusión de un futuro mejor, sino también de una figura principal que acompañe su viaje, un líder que dé al esperanzado la fe suficiente como para creer que es posible. ¿Cuál es el perfil, entonces, del líder de estas sociedades? Podemos pensar que quien crea la necesidad tiene para dar lo que se necesita. Quien hace que los ciudadanos se instalen en la esperanza tiene la capacidad de hacer de ese sentimiento las claves de sus fines, quizá, menos confesables. Aquél que cultiva en los otros la esperanza puede hacer de todo lo que ofrezca un proceso de sanación. Y la promesa de que tendrá aquello que se espera. ¿Qué es esto sino la clave para entender los populismos de derechas y ultraderechas?
Kafka habla del esperanzado como aquel individuo que hace que la vida sea tranquila y confiada, aquél que huye de los peligros y de los tiempos turbulentos para refugiarse en su hogar plácido, ajeno a la lucha y la reivindicación. ¿Es este perfil que Kafka nos brinda el que ayuda al fortalecimiento de un nuevo orden mundial dirigido y legislado por las figuras políticas que han tomado protagonismo en los últimos años desde la activación de lo emocional, de lo puramente visceral, desde el odio y la defensa del yo? Posiblemente sí. Sería bueno construir un discurso de afirmación de las capacidades de las sociedades para parar esta ola ultraliberal, aunque luego tuviéramos la esperanza de que todo el trabajo que saliera de ahí hiciera cambiar las cosas. Sin más esperas.
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Javier Lorenzo Candel es poeta.
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