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La ética democrática y el espíritu del parlamentarismo

López Miras en la toma de posesión de los nuevos consejeros del Gobierno murciano.

Javier Franzé

En un sistema parlamentario no hay crisis cuando una moción de censura triunfa o se adelantan las elecciones. Sin embargo, la doble moción en Murcia y la disolución del Parlamento en Madrid han sido descritas como “terremoto político”.

Por un lado, la extrema derecha ha caracterizado las mociones de censura como “traición” de Cs (en Murcia) y como un intento de “derrocamiento” de los gobiernos autonómicos por parte de la izquierda. Por otro, el centro-derecha político y mediático ha visto con alarma la “inestabilidad política” que provocaría el nuevo escenario. Todo ello convenientemente aderezado con los consabidos lamentos por “el costo de unas nuevas elecciones”, la “parálisis gubernamental” y, cómo no, la siembra a voleo del ¿concepto? de populismo.

¿Cabe reclamarse parlamentarista y a la vez ver en una moción de censura el derrocamiento de un gobierno o un factor de inestabilidad? ¿Dónde queda la flexibilidad del parlamentarismo, que vendría a representar la racionalidad propia de la madurez política? En democracia, las decisiones políticas requieren el sustento de una voluntad mayoritaria, que en el sistema parlamentario se canaliza a través de los partidos políticos, encargados de formar gobierno en la cámara. La democracia, por su carácter pluralista y popular, es en todo caso por definición “inestable”, en tanto busca el apego a la voluntad mayoritaria. Si lo que se quiere es evitar “derrocamientos”, “inestabilidad” y “gastar dinero” en elecciones, la solución en términos de régimen político es bastante obvia. Incluso, con un poco de suerte, hasta se evita eso que llaman “populismo”…

Esta interpretación, desprovista de lógica parlamentarista, es enarbolada por voces clave del discurso de la Transición. También por eso resulta significativo. En efecto, el discurso de la Transición ha hecho del parlamentarismo a la vez un síntoma y una confirmación de su identidad política. En ese relato, ese régimen connota moderación, centrismo y previsibilidad, convirtiendo a España en una democracia “plena” y “homologable” a la europea. Su otro implícito es el presidencialismo, hábitat de lo que este discurso de la monarquía parlamentaria gusta llamar “caudillismo tercermundista”.

La crisis del orden de la Transición, que data al menos desde 2006, había ido corroyendo el prestigio de muchas de sus instituciones formales y simbólicas: el Estado de las Autonomías, el Estado de Bienestar, el bipartidismo y la monarquía. El parlamentarismo había quedado relativamente a salvo, pero ahora parece que también le ha llegado su hora, al menos para algunos de sus representantes. Este recelo tiene un par de antecedentes: hacia 2015, con el desgaste del bipartidismo, PP, Cs y algunos importantes dirigentes del PSOE comenzaron a afirmar que “dejar gobernar a la lista más votada” era “lo más democrático”. En 2019, Casado propuso que el ganador de las elecciones obtuviera una prima de 50 escaños para evitar lo que llamó el “bloqueo institucional” y que “el Gobierno de la nación dependa de independentistas o nacionalistas". Así, el parlamentarismo se fue transformando insensible e implícitamente de santo y seña de la modernidad en un sistema que permite golpes de Estado, fomenta la inestabilidad y el derroche en elecciones, abona el bloqueo institucional y, cómo no, el populismo. No siempre, eso sí: sólo cuando los partidos de la Transición no ganan.

El caso de la oposición de izquierdas al gobierno de Madrid es más complejo. Por una parte, la oportunidad que le cayó en el regazo para utilizar un mecanismo legítimo como la moción de censura resultaba casi irresistible y poco menos que obligatoria. Sin embargo, cabe preguntarse por el precio político de ese uso. El problema no es la conveniencia táctica, sino estratégica, de valores. En efecto, las virtudes que señalamos del parlamentarismo (flexibilidad, adaptación al contexto, promoción de la negociación y el acuerdo) son todas ellas recursos exclusivos en manos del gobierno o los diputados, con lo cual pueden acabar teniendo un sesgo contramayoritario. En ese aspecto, el parlamentarismo se presta a un menoscabo de la voluntad popular.

Una característica del neoliberalismo de Ayuso y del posfascismo de Vox es que son derechas que disputan el sentido de lo popular, afirmando al “emprendedor” contra las “burocracias políticas y estatales”, y señalando a la izquierda como minorías urbanitas acomodadas que hablan en nombre del pueblo sin conocerlo. Esta resignificación de lo popular no ha tenido poco éxito. En ese sentido, el recurso a la moción de censura puede resultar provechoso en lo inmediato, pero también generar un cortocircuito en el mediano plazo. Si bien la moción es el camino hacia una nueva mayoría que desaloje al PP (y a Vox) del gobierno y ahonde la división de la derecha, políticamente es una respuesta a la convocatoria de elecciones de Ayuso. Esto, por un lado, permite al PP presentarse como garante del voto popular y retratar a la izquierda como temerosa de las urnas. Además, sitúa la discusión en el terreno técnico-jurídico, al tornar decisiva la validez administrativa de la publicación de la convocatoria electoral en el Boletín Oficial, con lo que se judicializa la política. No se trata de ir detrás del discurso de esa derecha, desmintiéndolo, sino de sopesar también otro escenario posible, el de propinarle a PP y a Vox una derrota en el terreno que pretenden suyo: el de la voluntad popular. En ese sentido, además, Madrid como distrito electoral sería el más indicado, pues la relación entre votos y escaños es directa.

Los sucesos políticos de Murcia y Madrid han dejado prácticas antiparlamentaristas de los sedicentes parlamentaristas, así como el uso instrumental de los recursos parlamentaristas potencialmente contramayoritarios por parte de aquellos que valoran especialmente la expresión directa de las mayorías. Todo ello estaría mostrando algo que se intuía hace tiempo: el orden político español opera con mecanismos parlamentarios y legitimidad presidencialista. Tiene así los defectos del parlamentarismo (tendencias contramayoritarias, política cupular) y ninguna de las ventajas del presidencialismo (elección directa del ejecutivo, mayorías claras, períodos fijos de gobierno).

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Javier Franzé es Profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid

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