Plaza Pública

El pontificado de Juan Pablo II y la teología: del diálogo al anatema

Imagen de archivo del Papa Juan Pablo II.

El 18 de mayo se cumple el primer centenario del nacimiento de Karol Wojtila, que el 16 de octubre de 1978 fue elegido Papa como sucesor de Juan Pablo I, fallecido a los 32 días de acceder a la sede pontificia. La elección causó sorpresa al ser el primer papa no italiano desde hacía más de cuatro siglos, pero también cierta esperanza. Yo mismo escribí cuatro días después de la elección un artículo en el diario El País en el que expresaba mi confianza de que, dado su origen polaco, se produjera la ruptura de la romanidad y la descentralización de la Iglesia católica, así como el diálogo entre culturas e incluso una nueva relación más fluida y cooperativa entre marxismo y cristianismo.

Pero ninguna de mis expectativas se cumplió. Lo que comenzó con el pontificado del Papa polaco fue un período de involución eclesial que el teólogo alemán Karl Rahner llamó "larga invernada de la Iglesia", duró más de un tercio de siglo, sumados los gobiernos de Juan Pablo II y de Benedicto XVI (1978-2013) y yo califico de era de hierro del catolicismo en plena modernidad.

El clima de apertura cultural, pluralismo teológico y diálogo entre las diferentes tendencias eclesiales y religiosas, que reinó en el Concilio Vaticano II (1962-1965) y caracterizó los primero años del posconcilio saltó por los aires. Pasamos del diálogo al anatema, de la cooperación al conflicto, de la prioridad de la ortopraxis a la obsesión por la ortodoxia, del lenguaje persuasivo al dogmático, del Evangelio al Código de Derecho Canónico, del seguimiento de Jesús a la obediencia al Papa, del respeto al disenso a la sumisión, de la mayoría de edad eclesial a la dependencia de la jerarquía, de la renovación a la restauración, del cristianismo a la cristiandad, de la Iglesia como pueblo de Dios y comunidad de creyentes a la Iglesia como institución jerárquico-piramidal, del clero "esa especie que desaparece", en feliz expresión de Ivan Illich, al clericalismo, del reconocimiento de la secularización como clima socio-cultural en el que vivir la experiencia religiosa a la confesionalización de todos los campos del quehacer humano: cultura, política, familia, escuela, del pensamiento crítico al pensamiento único, del pluralismo a la uniformidad, etc. Todo esto fue produciéndose gradualmente.

Uno de los sectores eclesiales más castigados desde el principio por el nuevo Papa fuimos las teólogas y los teólogos, incluidos aquellos que habían sido asesores del Concilio Vaticano II y que mantuvieron el diálogo con la modernidad, defendían la necesaria reforma de la Iglesia y asumían la opción ético-evangélica por los pobres, que eran las prioridades marcadas por Juan XXIII y expuestas en los documentos conciliares.

Se instaló un clima de sospecha hacia las nuevas corrientes teológicas y se colocaron en las diferentes Iglesias locales cancerberos de la ortodoxia y detectives de herejías. Volvieron los procesos inquisitoriales contra las teólogas y los teólogos sospechosos de heterodoxia. Se activó el Índice de Libros Prohibidos a través de la férrea censura de sus obras. Se retiró de la docencia a profesoras y profesores acusados de desviarse de la doctrina oficial o, simplemente, de no fomentar el amor a la Iglesia.

Los procesos sin garantías jurídicas comenzaron con los teólogos europeos que asesaron a Juan XXIII y Pablo VI en el Concilio. Algunos, como los de Häring y Küng, tuvieron lugar antes de la elección de Juan Pablo II. El teólogo alemán Bernard Häring, reformador de la moral cristiana bajo el principio-responsabilidad, fue objeto de un proceso tan inmisericorde que le llevó a decir: "preferiría encontrarme nuevamente ante un Tribunal de Hitler". Tras tanto sufrimiento, fue absuelto. A Hans Küng, catedrático de teología fundamental y ecuménica, se le retiró el reconocimiento de teólogo católico por cuestionar la infalibilidad del Papa. El teólogo Edward Schillebeeckx fue sometido a tres procesos por cuestiones en torno a la Revelación, la divinidad de Cristo, sin que pudiera ser condenado por la debilidad de la argumentación de los censores. Se rompían así los puentes de comunicación y diálogo entre el magisterio y la teología, que había construido el Vaticano II.

Pero quizá la teología más maltratada por el Vaticano desde la llegada del Cardenal Ratzinger a la presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe fue la Teología de la Liberación, nacida en América Latina a finales de la década de los sesenta del siglo pasada y sin duda una de las más creativas en la historia del cristianismo, que supuso un cambio de paradigma teológico en la metodología, cuyo punto de partida es el análisis de la realidad a través de la mediación de las ciencias sociales, en su interpretación liberadora de los textos bíblicos, en su opción fundamental por los sectores y los pueblos oprimidos y en su orientación hacia una praxis transformadora.

Para poder condenarla, el Vaticano tuvo que desfigurarla antes, hasta falsear su contenido. En la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, publicada en 1984, Ratzinger acusó a dicha teología de reducir la fe cristiana a un humanismo terrestre, emplear acríticamente el marxismo, ofrecer una interpretación racionalista de la Biblia, identificar la categoría bíblica de "pobre" con la categoría marxista de "proletariado" y entender la Iglesia popular como Iglesia de clase en su acepción marxista. Ninguno de las teólogas y teólogos de la liberación se veía reflejado con esa interpretación de su pensamiento.

El propio Juan Pablo II tuvo que corregir la severa condena de la Congregación para la Doctrina de la Fe en una carta dirigida al Episcopado brasileño en la que afirmaba que la teología de la liberación es "no solo oportuna, sino solo útil y necesaria".

El castigo "ejemplarizante" no tardó en llegar. El brasileño Leonardo Boff, uno de los principales creadores y representantes de la teología de la liberación, fue procesado por su libro Carisma: Iglesia y poder y condenado a una pena llamada piadosamente –cínicamente, diría mejor- "un tiempo obsequioso de silencio", que en realidad era un castigo en toda regla. Antes las sospechas había recaído sobre el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, considerado uno de los padres de la Teología de la Liberación, que fue acusado de 10 errores. Al final no fue condenado por negarse a ello un sector mayoritario del episcopado peruano y por el apoyo a Gutiérrez de algunos de los más prestigiosos teólogos europeos como Karl Rahner y Edward Schillebeekx.

Las sospechas continuaron en las décadas siguientes y con ellas llegaron nuevas sanciones. Fue condenada la teóloga feminista brasileña Yvone Gebara, que constituía una de las primeras llamadas de atención del Vaticano contra la teología feminista. Lo fue de nuevo Boff, quien decidió, tras la segunda condena, abandonar Orden franciscana. Unos años más tarde, ya durante el pontificado de Benedicto XVI, las obras del teólogo hispano-salvadoreño Jon Sobrino recibieron una severa censura por supuestos errores en torno a la figura de Jesús de Nazaret.

La teología feminista fue vista por el Vaticano primero con desdén por considerarla irrelevante. Pero del desdén se pasó a la censura en la medida en que dicha teología se consolidaba teóricamente; adquiría estatuto académico en diferentes universidades católicas; incorporaba las categorías de la teoría de género en la metodología teológica; reivindicaba el acceso a los ministerios eclesiales; reclamaba la participación en los ámbitos de responsabilidad eclesial donde se toman las decisiones que afectan a todos los cristianos en las cuestiones teológicas, morales, organizativas; se solidarizaba con las reivindicaciones del movimientos feminista y defendía la igualdad y justicia de género en la sociedad y en las iglesias. La censura procedía de jerarcas eclesiásticos patriarcales y de teólogos androcéntricos, insensibles a la discriminación de las mujeres.

El turno de las condenas le llegó también a la teología del pluralismo religioso en algunos de sus principales representantes como Jacques Dupuis y Roger Haigth por su defensa del diálogo simétrico entre culturales, religiones y espirituales más allá del cristo- y cristianocentrismo.

Objeto de censura fue igualmente el escritor espiritual indio Anthony de Mello, puente entre las espiritualidades de Oriente y de Occidente, cuyos escritos contaron una gran aceptación entre personas creyentes y agnósticas y fueron traducidos a más de cuarenta idiomas. Sus fuentes de inspiración son las diferentes tradiciones religiosas, espirituales y místicas. Poco más de diez años después de su muerte, la Congregación para la Doctrina de la Fe declaró algunos de sus textos de inter-espiritualidad "incompatibles con la fe católica".

El documento que cerraba toda posibilidad de hacer teología del pluralismo religioso a nivel doctrinal y dificultaba el ecumenismo a nivel institucional fue la Declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 2000. Su intención de acrecentar el diálogo interreligioso y avanzar en el ecumenismo, expresada al comienzo del documento, era desmentida por la recuperación –al menos implícita- del viejo principio excluyente "Fuera de la Iglesia no hay salvación", la afirmación de que en la Iglesia católica se encuentra la plenitud de la salvación y las constantes críticas a las carencias de otras religiones e iglesias.

Juan Pablo II, con el asesoramiento ideológico del cardenal Ratzinger, convirtió la primavera teológica del Vaticano II en un largo invierno, que continuó durante los ocho años siguientes del pontificado de Benedicto XVI. Ambos papas condenaron las tendencias más creativas de la teología de los últimos cincuenta años. Pero no lograron terminar con ellas. Todo lo contrario, ellas han resistido y demostrado resiliencia, siguen vías y activas, han avanzado en rigor teórico y arraigo académico y siguen iluminando hoy el caminar de las religiones por las sendas del diálogo interreligioso, intercultural, interétnico e interdisciplinar, la igualdad y la justicia de género y la liberación de los pueblos oprimidos por mor del capitalismo, el colonialismo, el patriarcado, el antropocentrismo, los fundamentalismos, el racismo, el supremacismo la xenofobia. Su mejor representación son las Teologías del Sur Global que estamos construyendo en dialogo con los estudios decoloniales.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.

Sus últimos libros son Teologías del Sur (Trotta, Madrid, 2020); ¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías? (Biblioteca Nueva, 2020, 4ª ed.); Hermano Islam (Trotta, 2019)

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