Trabajo, condena y destino

Francisco Javier López Martín

El trabajo consiste en aquello que algunas personas hacemos para ganarnos la vida mientras producimos bienes o servicios que cubren necesidades de otras personas. A cambio de ello obtenemos dinero, un salario, una compensación económica, o de otro tipo. 

En la mayoría de las ocasiones, la actividad laboral comporta ciertos niveles de sufrimiento, esfuerzo, molestias. Por eso, el término trabajo procede de un instrumento de tortura, una cruz en forma de X a la que los romanos ataban a los esclavos para propinarles latigazos, o castigos aún peores, incluida la muerte. El trabajo, casi siempre, ha sido forzado, penoso, doloroso y triste.

Pese a todo ello, el trabajo siempre ha tenido otros elementos más gratificantes. Por ejemplo, trae consigo un reconocimiento para quien trabaja, un prestigio profesional y el disfrute de derechos sociales como las prestaciones por desempleo, el acceso a la salud, las prestaciones por incapacidad, o la propia jubilación.

El trabajo siempre ha sido un factor importante de integración en la sociedad. Un elemento de integración que hoy reclamamos también para quienes realizan trabajos poco reconocidos, como el trabajo doméstico o el trabajo de los cuidados. El trabajo es acceso a recursos, dinero y también al pleno ejercicio de la ciudadanía

Muy al contrario del concepto manoseado de los ni-nis, nuestros jóvenes consideran el trabajo como un elemento esencial para su bienestar personal. Un apoyo real en sus vidas, solo superado por la familia. El empleo, el salario, el temor a perderlo, forman parte esencial del imaginario de nuestra juventud. 

Así pues, vender nuestra fuerza de trabajo se convierte en un esfuerzo obligado, una obligación, un deber en muchos casos. Pero también es una forma de sentirnos parte de la sociedad, una forma de acceder a derechos, como un ocio más activo, mayores niveles de consumo, servicios culturales y educativos, salud, viajes, vivienda.

Durante mucho tiempo, ser trabajador suponía formar parte de un colectivo que contaba con las herramientas necesarias para vivir una vida mejor, pensar en el futuro y construir un proyecto personal y familiar. Esas eran las bases del Estado Social y Democrático de Derecho, del que forma parte nuestro texto constitucional.

Yo me forjé en esa cultura de prestigio del trabajo vinculada a una práctica de diálogo social que pretendía un reparto equilibrado de las rentas disponibles y de los beneficios sociales. Esa cultura, nacida de la denostada Transición, no impedía el desarrollo de los conflictos inevitables, en forma de manifestaciones o huelgas, en muchos casos generales.

Pero también permitió asegurar unos elementos básicos de cohesión social en los que el combate contra las desigualdades, dicho de otra manera, la igualdad de oportunidades, se convertía en un valor reconocido con carácter general.

La fractura entre lo que nos exigen, lo que queremos hacer, lo que podemos hacer y lo que conseguimos con nuestro trabajo se convierte en una fuente de inestabilidad personal, miedo, inseguridad

El problema es que en los tiempos modernos, estos valores no son ya tan universalmente reconocidos. De una parte, el desempleo, o el riesgo de perder el trabajo, se ha generalizado. Nuestro desempleo, pese a haber bajado mucho, se encuentra casi en el 12%, el doble que en la media europea. En el caso de los jóvenes, nuestra tasa de paro se sitúa cerca del 28%.

De otra parte, el Estado del Bienestar se debilita y los sistemas de protección no consiguen vencer los procesos personales de exclusión. Exclusión de las posibilidades de empleo, pero exclusión también en términos sociales. Enquistamiento de muchas personas, incluso con empleo, en situaciones de pobreza. 

El trabajo, con todo el reconocimiento que trae consigo, se convierte ahora en un escenario de precariedad, con sus contratos temporales, sus jornadas a tiempo parcial, sus medias jornadas, sus abusos de horas de libre disposición, sus becarios y sus periodos de paro, junto a otros de trabajo de mala calidad, se convierten en la realidad cotidiana. 

Podríamos pensar que esta precariedad es consustancial con el sector privado de la economía, pero lo cierto es que las autoridades europeas nos sitúan ante la realidad española de un sector público que juega constantemente con la precariedad de sus empleados, a los que llama interinos, en el mejor de los casos. Las luchas de los becarios e interinos del sector público son buena muestra de ello. 

Incluso cuando conseguimos trabajos cualificados, en sectores como la sanidad, la enseñanza, la gestión de servicios públicos, las responsabilidades laborales se multiplican y tenemos que dedicar cada vez más tiempo a la burocracia, a contestar correos, utilizar redes sociales, participar en proyectos pretendidamente innovadores, realizar cursos de formación, digitalizarnos.

Los tiempos modernos vienen marcados por el triunfo de los hombres de gris a los que se enfrentaba aquella fantástica niña llamada Momo. Tiempos en los que nos roban el tiempo. La fractura entre lo que nos exigen, lo que queremos hacer, lo que podemos hacer y lo que conseguimos con nuestro trabajo se convierte en una fuente de inestabilidad personal, miedo, inseguridad. 

La organización de las trabajadoras y de los trabajadores se convierte en esencial a la hora de enfrentar estrategias globales y poderosas como las de Amazon, o las denominadas plataformas de economía colaborativa. La fractura en el empleo debilita a las personas y a las estructuras sociales en las que nos integramos.

Una de esas estructuras útiles durante todo el desarrollo capitalista ha sido el sindicato. Por eso, la situación actual intenta debilitar la capacidad de organizarnos sindicalmente para enfrentar estos nuevos retos. Repensar el trabajo y la organización de los trabajadores es una de las aventuras en las que nos jugamos más en el presente y en nuestra posibilidad de conquistar un futuro.

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Francisco Javier López Martín fue secretario general de CCOO de Madrid entre los años 2000 y 2013.

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