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Ciro Bayo: el raro andariego

Retrato ilustrado de Ciro Bayo a partir de una fotografía de su amigo Ricardo Baroja.

Andreu Navarra

En un monográfico sobre heterodoxos es donde encaja mejor la figura de Ciro Bayo, uno de los mejores escritores de viajes que ha dado la literatura española, y uno de sus pocos clásicos olvidados casi exclusivamente dedicado a la exploración y el caminar atrabiliarios. Por su afán viajero, se le podría comparar con Blasco Ibáñez. Pero por estilo se acerca más a los regeneracionistas clásicos, los de 1890, los Costa y Mallada y Macías Picavea, aunque por su grupo generacional pertenecería a la bohemia madrileña, la divertida golfemia que tenía como capitostes a Ramón del Valle-Inclán, Emilio Carrere y como víctimas a Armando Buscarini o Alejandro Sawa. Por edad era demasiado mayor para pertenecer a la generación del 98: Ciro Bayo había nacido en Madrid en 1859, y había participado en la tercera guerra carlista enrolado en las huestes del general Dorregaray, experiencia que relató en el libro Con Dorregaray, una correría por el Maestrazgo (1912), mezcla de memorias y literatura de viajes. Miguel de Unamuno había nacido en 1864 y de todo aquello le llegaron ecos infantiles y asordinados. Con quien realmente hacía pareja Ciro Bayo era con Silverio Lanza, otro narrador delicioso y desmañado, otro desencajado del mundo liberal, nacido en 1856. 

El peregrino entretenido (1910) es, sin duda, uno de sus libros más importantes, en el que narra su viaje a pie desde Madrid hasta el monasterio de Yuste. El libro fue recuperado exactamente 101 años después de su publicación por José Esteban para la Biblioteca de Rescate de la editorial Renacimiento. Es un texto repleto de anécdotas divertidas y cuadros imprescindibles de aquella España polvorienta y ritual, que no había cambiado mucho desde 1680, y que luego alimentaría la obra andariega de Cela, antes de que este se mercantilizara demasiado.

No era el primer libro de Ciro Bayo que recuperaba Esteban para Renacimiento. Otra obra maestra suya, aunque menos dinámica, El peregrino en Indias (1912) había reaparecido en 2004. Dejemos que sea el propio José Esteban, prologuista del volumen, quien nos explique qué tipo de ideas de bombero se le pasaban por el magín al neoconquistador Ciro Bayo mientras ejercía de maestro (él dice que “desasnaba hijos de gauchos”) en los alrededores de Buenos Aires: “El año 1892, notable por celebrarse el centenario del descubrimiento de América, inició un viaje a caballo nada menos que hacia Chicago, donde se celebraba la Exposición Universal. Llegó a Tucumán y entró de profesor en un colegio que dirigía el español Bernardo Rodríguez Serra, que luego conocieron muchos en Madrid como editor de arrestos. Íbale bien en la hermosa Tucumán, pero como lo perseguía el hormiguillo de Chicago, volvió a montar a caballo y tomó el camino de Bolivia –vía Jujuy- sin hacer caso del ferrocarril. Siguió a Potosí y llegó a Chuquisaca o Sucre, siempre acompañado del imprescindible bombito”. Bayo atravesó junglas y páramos peligrosos, salpimentando su relato de consejos para aventureros, avisos patrióticos y planes regeneracionistas. Su libro de 1912 es, además de una historia curiosa, un manual para atravesar las zonas altas de Brasil, Paraguay, Bolivia, Ecuador y Perú. 

En Sucre fundó Bayo un periódico, El Fígaro, que vio la luz el 10 de agosto de 1893. Anotemos la vocación larriana del título de la empresa. Los detalles los explicó el escritor Miguel Sánchez-Ostiz en diciembre del año 2016 en un magnífico artículo sobre las correrías de Ciro Bayo en Bolivia, que publicó Cuadernos Hispanoamericanos. En este trabajo, Ostiz se pregunta qué había detrás de esa compulsividad bayana, para llegar a la conclusión de que padecía “dromomanía”, es decir, un trastorno psiquiátrico que impulsa a quien lo padece a viajar obsesivamente sin poder establecerse en ninguna parte.

Vientos de azar y vagabundeo

Desde 1912, la materia hispanoamericana se convierte en una auténtica obsesión para el autor, que le dedica doce libros a la cultura popular y la historia de las tierras calientes americanas. Otro compañero del Madrid raro con olor a periodiquillos estaba también obsesionado con Argentina y Bolívar: el periodista antimoderno José María Salaverría, a quien sin duda saludaría en algún café, taberna o buñolería, pero, eso sí, antes de que se fuera el sol, porque Salaverría era un hombre de orden aunque le gustaran también las correrías por la Pampa con las que nutrió su narrativa. 

Luisa Carnés entrevistó a Ciro Bayo hacia el otoño de su vida, mientras escribía la novela La reina del Chaco, para la revista Estampa, el 11 de agosto de 1934. En ella, el autor se declaraba pobre de solemnidad y confesaba que iba a seguir al pie del cañón hasta el fin, narrando hasta que le faltaran las fuerzas. Carnés escribió: “Después de atravesar valles y páramos, el viento, infatigable, se ha detenido a la puerta de una casa tranquila y ha penetrado en ella. Este viento singular tiene un nombre: se llama Ciro Bayo. Ciro Bayo, poeta y aventurero, se ha remansado en el Instituto Cervantes. En la casa del escritor está. Su rostro sanguíneo, que ha perdido vivacidad, pero no expresión, se inclina cada mañana ante unas cuartillas en blanco”. La verdad era que, como no tenía dónde caerse muerto, lo admitieron en ese asilo, la Residencia de Escritores y Artistas madrileños, para que pudiera ir tirando y comer caliente. En esa revista, entre otras maravillas, Ciro Bayo le explica a su entrevistadora cómo probó la carne humana por equivocación, convirtiéndose en caníbal puntual, una noche de aventura junto a unos gauchos. En otro texto, refiere Esteban, Ciro Bayo intentó explicar cómo ejerció el empleo de taquígrafo sin saber ni una coma de taquigrafía.

Hay un aspecto poco destacado de Ciro Bayo: su condición de erudito. Es muy posible que su propia querencia por presentarse como un escritor apicarado y popular eclipsara al lingüista obsesionado por filiar y catalogar criollismos, y también al historiador concienzudo de las cosas de América. Lo cierto es que en sus crónicas de viajes va citando a Petrarca, o a Virgilio… Las cartas que envió a Miguel de Unamuno entre 1903 y 1912 son el mejor exponente de este otro Bayo sesudo y serio. El de Madrid y el vasco debaten sin descanso sobre aspectos criollos pasados por el tamiz de la reflexión sobre el ser seminal de Castilla, y en muchos pasajes Ciro Bayo se permite aclarar a Unamuno no pocas dudas sobre palabras y acontecimientos. Por ejemplo, en abril de 1912, Bayo escribe: “Usted, amigo mío, dice que el pretendido lenguaje criollo viene a ser, en suma, el español renovado y exhumado. Visite Vd. aquellos pagos, no las ciudades, y se convencerá de lo contrario”. 

Bayo pensaba que la realidad americana se estaba ya convirtiendo en un conjunto de ámbitos bilingües. Unamuno y Ciro Bayo se prestaban ayuda mutua en sus investigaciones etnológicas o lingüísticas, como buenos discípulos y seguidores de Joaquín Costa. Sea como sea, aunque ya existen tesis doctorales y muchos artículos y reediciones dedicadas a Ciro Bayo, aún hay mucha leña que cortar. 

Carnés acertaba: Bayo era un viento de azar y vagabundeo. Un escritor sin brújula, hecho de elementos y de amores simples, un escritor que era una forma de existir más que una fuente de erudición o estilo, un amigo de los pícaros modernos y un amigo también de los que libaban en la materia hispánica más primitiva para sus libros ásperos, ya que sus acompañantes más habituales fueron Pío y Ricardo Baroja. Como otros escritores de su tiempo, encontró en el gauchismo una fuente de evasión romántica.

Los últimos años del escritor fueron penosos. La Residencia para Artistas no era el hogar romantizado que había esbozado Luisa Carnés, sino una especie de hospicio miserable para almas rotas y personajes fracasados. José Esteban la caracterizó con trazos casi trágicos: “Su vida en la residencia no debió serle muy grata, conviviendo con cómicos venidos a menos, con viejos periodistas achacosos y malhumorados. Todos ellos vivían del pasado, con álbumes de viejas fotos y recortes de prensa que testificaban mejores épocas. Ante este espectáculo tan poco atrayente, don Ciro se aisló. Parece ser que él, tan pulcro, se volvió desaseado y pasaba largas horas amaestrando pulgas, cucarachas y otros animales no menos desagradables”. Pasaba las horas jugando al ajedrez y por la noche se le escuchaba llorar en su habitación. Así terminaba el dromómano, en la más completa y trágica inmovilidad e impotencia. 

Causa impresión leer esta crónica de su final. Ciro Bayo y Segurola murió el 13 de julio de 1939, con ochenta años, y con su desaparición terminaba una época gloriosa de caos literario, misticismo desordenado y patriotismo liberal y extravagante. Todo se volvió más negro y sombrío, y la pobreza cobraba un significado menos amable en un país simplemente aplastado y serio. Al final de su libro más celebrado, el Lazarillo español (1911), leemos unas palabras que podían haber servido como su epitafio o como el resumen de su filosofía vital: “Lector, si tanta fue mi suerte que tuviste a bien acompañarme hasta el final de mi leyenda, y ésta te plugo, recomiéndala a tus amigos, y diles que aunque sea relación de vago, el nombre es lo de menos, o como se dice en gráfico romance: Debajo de una mala capa se esconde un buen bebedor”. 

Era pose eso de llamarse a sí mismo vago. Pocas veces se había visto a un trabajador tan incansable de la crónica y el libro variado, oralista y castizo, maestro de la anécdota y la descripción. No se escriben tantos libros siendo un vago, ni tan ricos e interesantes. Ahora bien, si entendemos por vago al artista que se emboba ante paisajes y que siente la tierra como una picazón espiritual, no hay duda alguna de que Ciro Bayo, el vagabundo improductivo y amigo de la libertad, era un señor gandul. 

*Andreu Navarra (Barcelona, 1981) es escritor, profesor e historiador. Acaba de publicar ‘La revolución imposible. Vida y muerte de Andreu Nin’ (Tusquets).

*Este artículo está publicado en el número de diciembre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí

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