Las democracias penitentes
El Gobierno español ha elegido la reciente inauguración de una exposición de arte indígena en Madrid para dar una respuesta retrospectiva a la carta que el expresidente de México, Antonio Manuel López Obrador, envió al rey Felipe VI en 2019, proponiendo que España se incorporase a las celebraciones con las que dos años después, en 2021, su gobierno se disponía a conmemorar el quinto centenario de la toma de Tenochtitlán y el segundo de la independencia del país, coincidentes en aquella fecha. El rey, en su día, dejaría la carta sin contestar, al estimar con el refrendo del Gobierno que la invitación de López Obrador colocaba a España ante la humillante escenificación de un juicio histórico sumarísimo. Y como este silencio fue interpretado por parte mexicana como un inaceptable desaire a la presidencia de la República, las relaciones entre ambos países entraron desde entonces en un periodo de progresivo enfriamiento que no conseguirían revertir ni el paso del tiempo ni el relevo de López Obrador. Ahora, el gobierno español se ha referido a las injusticias cometidas por España durante el Descubrimiento y la Conquista, en la confianza de que México lo considere un desagravio suficiente para iniciar el deshielo.
En la carta origen del deterioro de las relaciones durante los últimos seis años, López Obrador no reclamaba que España pidiese perdón por la Conquista. El planteamiento era más elaborado, y remitía a las posiciones que mantenía su gobierno sobre la definición de México como nación y sobre la eventual responsabilidad del Estado español por las acciones de los conquistadores. López Obrador comenzaba reconociendo que “la incursión encabezada por Hernán Cortés a nuestro actual territorio fue sin duda un acto fundacional de la actual nación mexicana”, lo que, si la intención era la que parecía, equivalía a realizar una concesión a España, al aceptar que la definición de México como nación incorporase la problemática herencia del sometimiento de los pueblos originarios, haciéndola propia. A continuación, describía los abusos perpetrados durante la Conquista, y señalaba que, si bien al comienzo respondieron a una “voluntad personal contra las indicaciones y marcos legales del Reino de Castilla”, después serían adoptados por las instituciones virreinales integradas en la Corona española, transformándolos en política de Estado. Esta implícita continuidad entre los “crímenes y atropellos” cometidos a título individual por los conquistadores y los perpetrados por un Estado que tiene continuidad en la actualidad, necesaria para justificar la presencia de Felipe VI en las conmemoraciones del doble centenario, vendría además avalada por el hecho de que, siempre según la literalidad de la carta, “una vez consumada la independencia (…), España intentó de manera infructuosa, aunque con grandes daños a la nación, una reconquista”, lanzando entre 1821 y 1854 “varias incursiones militares” contra México. Y aunque el corolario de afirmar la responsabilidad de las instituciones constitucionales del presente por las deudas históricas del pasado resultara previsible, López Obrador fue un paso más allá, y anticipó que su gobierno se disponía a elaborar un “pliego de delitos” para exhibir ante España con ocasión de las conmemoraciones, a fin de que lo aceptara públicamente. No con la intención de “proceder de manera legal” contra “los agravios que le fueron causados” a México ni tampoco para buscar un “resarcimiento pecuniario”, aclaraba, sino para obtener “las disculpas o resarcimientos políticos que convengan”, una vez reconocida la “responsabilidad histórica”.
Es probable que el presidente López Obrador y sus asesores imaginaran que la áspera referencia a los “delitos” de los que España debería declararse culpable quedaría compensada por la enumeración no menos áspera de los que en el párrafo siguiente asumía el propio México, y que iban desde “la agresión”, “la discriminación” y “el expolio de las comunidades indígenas” hasta la declaración contra ellas de “guerras atroces y genocidas”. “El Estado mexicano pedirá perdón a los pueblos originarios” por estos hechos, anunciaba a continuación López Obrador, y en la confianza de que un gesto así facilitaría que España aceptara hacer otro tanto por la parte que le correspondía, equilibrando la balanza de la justicia histórica, se comprometía a que, de materializarse este desagravio conjunto, el 21 de septiembre, fecha de la independencia de México, pasaría a ser declarado en adelante el ‘Día de la Reconciliación Histórica’. Una conmemoración en la que los Estados español y mexicano reconociesen las culpas contraídas con los pueblos originarios, concluía López Obrador, abriría la puerta a que “ambos países” redactasen “un relato compartido, público y socializado de su historia”, inaugurando así una “nueva etapa” en las relaciones de España y México. “Los principios que orientan en la actualidad nuestros respectivos Estados” serían el fundamento de este punto y aparte, tras el que, en definitiva, “las próximas generaciones de ambas orillas del Atlántico” dispondrían de “los cauces para una convivencia más estrecha, más fluida y más fraternal”.
Una encrucijada saducea
Aparentemente al menos, ni López Obrador ni su sucesora, la primera presidenta de México, Claudia Sheinbaum, llegaron a comprender que el silencio de Felipe VI respondía al hecho de que la invitación, según estaba formulada, colocaba a España ante una encrucijada ciertamente saducea, obligándola a asumir culpas por la Conquista tanto si aceptaba participar en la conmemoración del doble centenario como si lo rechazaba. La virulencia con la que reaccionaron en España amplios sectores de la opinión tampoco contribuiría a evitar o minimizar el incidente, al interpretar que el propósito último de López Obrador no era otro que blindar su gobierno frente a las crecientes reivindicaciones de un indigenismo que, como aprendiz de brujo, él mismo había alimentado, y que ahora, según se decía, no podía controlar. Además de México, también Bolivia, Ecuador, Perú o, incluso, Estados Unidos, venían asistiendo desde los años 90 a un auge de lo que, en términos estrictos, no era sino una manifestación –una más, adaptada a la realidad americana– de las políticas de memoria que se extendieron por todo el mundo tras la solemne conmemoración del cincuentenario del desembarco de Normandía, el fin de la Segunda Guerra Mundial y el hallazgo de los campos de exterminio, entre 1994 y 1995. Para estas políticas, la igualdad que ofrece el Estado de derecho es estrictamente formal, en el sentido de que hace tabla rasa de un punto de partida que no es sólo desigual, sino que, además, corre el riesgo de convalidar episodios de discriminación, persecución o exterminio, echándolos al olvido. Si como se desprende de las políticas de memoria, uno de los requisitos imprescindibles del Estado de derecho como es la igualdad ante la ley resulta ser un subterfugio para perpetuar una desigualdad originaria, y no una desigualdad cualquiera, sino la desigualdad ética y moral entre las víctimas y los victimarios, ¿qué hacer entonces?
Reconocer culpas por hechos del pasado se ha convertido en una de las respuestas más frecuentes de los Estados democráticos, al amparo del argumento de que adoptar una actitud de penitencia ante la historia contribuirá de una forma u otra a forjar ese futuro que, referido a España y México, López Obrador auguraba en su carta al rey Felipe VI. Desde el momento en que el reconocimiento de culpas que se exige es simbólico, sin implicaciones materiales, parecería que no existen razones para rechazarlo, siempre que, en efecto, sea eso, sólo simbólico. Sin embargo, y una vez más al igual que sucedió con la carta de López Obrador al rey de España, no son pocos los Estados que, aun siendo inequívocamente democráticos, se enfrentan a una irreductible resistencia interna para entonar algún género de mea culpa retrospectiva. Más allá de que la estrategia de la polarización que está socavando la estabilidad de los Estados democráticos explique la imposibilidad de alcanzar acuerdos políticos en ningún punto, sin excluir los relacionados con el pasado, la razón más relevante que explicaría el rechazo a asumir antiguas culpas es que detrás de cada Estado hay una nación y detrás de cada nación una historia, es decir, una narración sacralizada contra la que las peticiones de perdón atentarían en mayor o menor medida, obligando a rectificarla.
Fue precisamente una de esas narraciones, la narración de una España grande entre las naciones y cabeza de un Imperio, la que la carta de López Obrador puso en entredicho, al sostener que lo que la historia presentaba como gestas de las que los españoles podían enorgullecerse eran, en realidad, actos delictivos por los que deberían sentir vergüenza. Como, además, la fecha elegida por López Obrador para dirigirse a Felipe VI coincidió con los momentos de mayor exaltación independentista en Cataluña, el camino recorrido desde la aprobación de la Constitución de 1978 para articular la unidad política de España en torno al concepto de ciudadanía, y no tanto al de nación, siempre vinculado a una narración sacralizada del pasado, sufrió un severo retroceso, del que tal vez el debate público no se ha recuperado desde entonces. Si en España se intenta hablar de la articulación administrativa del Estado, es de la nación española de lo que se termina hablando. Lo mismo que es de la cultura española, de la cultura como tradición, de lo que en el fondo se discute al discutir de las políticas migratorias. Incluso un fenómeno que padece buena parte de las democracias del mundo, la corrupción, ha adquirido en España un sesgo que lo remite inexorablemente a la nación, al interpretarlo, no como una conducta que es necesario prevenir con los instrumentos jurídicos y legales de los que dispone el Estado, sino como el rasgo moral que define a la España decente frente a la otra España, la indecente. Esta extraordinaria facilidad con la que el debate público se precipita en los terrenos pantanosos de la nación, de lo que es o no es España, pone de manifiesto una realidad de la que, en contra de la opinión más extendida, serían responsables los intelectuales, no los políticos que dieron forma a las instituciones que llevaron de la dictadura a la democracia, y que varias décadas después siguen garantizando las libertades: la realidad de que, tras aprobarse la Constitución de 1978, se han visto forzados a convivir dentro del sistema político español un concepto de ciudadanía basado en principios liberales y una narración del pasado incompatible con ellos.
Realidad esquizofrénica
La aproximación de López Obrador al doble centenario que su gobierno se disponía a conmemorar en 2021 incidía de lleno en esta realidad esquizofrénica, y de ahí que, ante la inesperada tesitura de tener que responder a las acusaciones que contendría el “pliego de delitos” anunciado en la carta a Felipe VI, amplios sectores de opinión respondieran desde España con una suerte de “pliego de descargo”, aireado improvisadamente en radios, televisiones y periódicos. España, según estos sectores, no merecía el trato que le dispensaba López Obrador, puesto que fueran cuales fuesen los errores que pudiera haber cometido durante la Conquista, lo cierto es que, como metrópoli, España hizo en América más, mucho más que expoliar las tierras conquistadas y sojuzgar a los nativos. La lengua que los españoles llevaron a América, además de la fe y la civilización que el continente comparte desde entonces, serían así, y siempre según el “pliego de descargo” que contestaba al “pliego de delitos”, la cara luminosa de la Conquista, omitida por López Obrador y quienes como él exigían un gesto de España hacia los pueblos originarios. Los argumentos esgrimidos por una y otra parte desde que se conoció el contenido de la carta no eran, sin embargo, originales, como si la iniciativa de conmemorar el doble centenario pensando en el futuro hubiera provocado, por reacción, un inevitable regreso al pasado. Desde el lado de México se repetían invectivas incluidas por Guillermo de Orange en una Apología de 1580 contra la actuación de Felipe II en la revuelta de los Países Bajos. Desde el otro lado, desde el lado de los sectores de opinión que reaccionaban en España a la carta de López Obrador, se recuperaban las respuestas que Julián Juderías había opuesto a la Apología de Guillermo de Orange cuando en 1914, más de tres siglos después de publicada, consideró como una obligación impostergable salir en defensa de Felipe II y, por extensión, de la nación española.
El libro que Julián Juderías publicaría aquel año contribuyó de manera decisiva a popularizar la expresión leyenda negra, empleada desde el título. El inmediato éxito que cosecharía en una España aún conmocionada por la pérdida de las últimas colonias debió de responder, sin duda, al hecho de que leyenda negra, como expresión, como fórmula capaz de galvanizar los sentimientos, era de por sí, y más allá de su contenido, una explicación implícita, y en gran medida autoexculpatoria, del secular aislamiento internacional del que los españoles sólo tomarían conciencia tras el desastre de 1898. Desde el punto de vista de la historia, de la narración sacralizada del pasado, invocar la leyenda negra como causa de los infortunios de España ofrecía, además de un rótulo, una perspectiva desde la que interpretar como manifestaciones de una ancestral conjura las críticas dirigidas a España en distintos momentos de su pasado, presentándolas de entrada como negras, es decir, como sesgadas e injustas, cuando no dictadas por intereses espurios. No por casualidad, esa sería precisamente la perspectiva adoptada por los sectores de opinión que reaccionaron desde España a la carta de López Obrador, seguramente sin advertir que, al hacerlo, dejaban al descubierto la vigencia de una narración nacionalista del pasado español que no sólo entraba en conflicto con la narración simétrica de México, sino también con cada narración que, partiendo de similares o idénticos presupuestos, promovían algunas fuerzas políticas en Cataluña, Galicia y el País Vasco.
Fieles por inercia a los fundamentos de un nacionalismo que, paradójicamente, vuelve a cobrar vigor no sólo a través de la confrontación entre naciones, sino también de las políticas de memoria y las exigencias cruzadas de reconocimientos, desagravios y perdones, en no pocas escuelas y universidades españolas se sigue enseñando que Isabel y Fernando están por así decir predestinados a tomar el reino musulmán de Granada porque, a fin de cuentas, son Reyes y son Católicos, cuando la realidad es que si toman Granada es para que el Papa Alejandro VI, de origen aragonés y cómplice más que aliado de su antiguo señor, les concediera ese título, algo que sólo sucedería en 1496, mediante la publicación de la bula Si convenit. De la misma manera, también se enseña todavía que Isabel de Castilla fundó el primer Estado moderno, pasando por alto el hecho de que, como reina usurpadora y encaramada al trono gracias a una sangrienta guerra civil contra la legítima heredera, Juana, reconocida por las Cortes, lo que hizo fue desmantelar las instituciones que había violentado y concentrar bajo su mando la totalidad del poder, según el proceder habitual de los autócratas de cualquier siglo, no de los gobernantes visionarios.
Por otra parte, el programa que Antonio de Nebrija desarrolla en el prólogo de la Gramática castellana que publicaría en 1492, poco antes de la toma de Granada, y en el que define la lengua como compañera del Imperio, es considerado por la narración nacionalista como una expresión del “humanismo” español, cuando a la altura del siglo XV el término imperio significaba poder y, por tanto, el verdadero significado de las palabras de Nebrija es que el poder está legitimado para imponer a los súbditos su propia lengua, exactamente lo que acabarían haciendo los Habsburgo en el reino de Granada y en las Indias después de unos primeros años de relativa tolerancia. En relación con la fecha del 3 de agosto de 1492, la narración nacionalista aún vigente en las escuelas y universidades de la España democrática no registra otro acontecimiento que la salida desde Palos de tres carabelas comandadas por Cristóbal Colón, un oscuro judío genovés, y por consiguiente súbdito de Fernando de Aragón, cuando la realidad, de nuevo la incómoda realidad, es que desde ese puerto, como también desde tantos otros puertos del sur peninsular, en esa misma fecha están haciéndose a la mar centenares de embarcaciones con judíos a bordo, apurando el plazo concedido por quienes llegarán a ser los Reyes Católicos para que abandonaran sus reinos, que expiraba precisamente ese día.
Aun respondiendo a una sospechosa decisión del Papa en favor de su antiguo señor natural y su consorte, la bula Si convenit no fue la que mayores perjuicios provocaría al sistema de la cristiandad como orden colectivo que regulaba las relaciones entre los príncipes y reyes europeos. Las bulas más desestabilizadoras, las que desencadenarían la Reforma y la aparición de iglesias opuestas a la autoridad teológica de Roma, fueron las cuatro que Alejando VI aprobaría en 1493, apenas un año después del primer viaje de Colón a las Indias. A través de estas bulas, redactadas en connivencia con Fernando de Aragón, Alejandro VI derogaría la legalidad eclesial en vigor desde 1091, en cuya virtud la soberanía de cualquier territorio conquistado por un príncipe cristiano revertía en la Santa Sede. Así fue hasta 1492, cuando, recurriendo al argumento de que los territorios a los que llegó Colón habían sido descubiertos, lo mismo que la ruta para alcanzarlos, Alejandro VI se los concedería en propiedad a Isabel, reina de Castilla y como por casualidad esposa de Fernando, otorgándole de paso el monopolio sobre el tránsito de los mares para alcanzarlos. Acontecimientos en apariencia heterogéneos como la publicación en 1507 de la Universalis Cosmographia Secundum Ptolomei Traditionem et Americi Vespucii Aliorumque, de Martin Waldseemüller, donde por primera vez las Indias reciben el nombre de América en honor del autor apócrifo de la relación de viajes con la que los editores acompañan los mapas, o la protección que prestan algunos príncipes alemanes a Lutero, deseosos de proporcionar un fundamento teológico a su ruptura política con Roma, están relacionados con la decisión papal de conceder a Castilla la soberanía sobre las Indias, denunciada como contraria a derecho y fruto de una corrupción que va más allá, mucho más allá de las costumbres de la curia contra la que clamaban los reformadores. ¿Se dice algo de esto en las escuelas y universidades españolas?
La ruptura del orden de la cristiandad, cuya causa primera habría que buscarla en el olímpico desprecio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón hacia las instituciones de la época, daría paso a uno de los periodos más dramáticos y convulsos de la historia peninsular, y también de la europea, del que serían sus principales responsables. Miles de hombres y mujeres serán víctimas en los campos de batalla, y también en las hogueras encendidas tanto por la Inquisición católica como por la reformada en las ciudades. Erasmo se erigirá como la voz que, sin apartarse de la ortodoxia católica, puesta en cuestión por Lutero y otros reformadores, intente restablecer la autonomía de la Santa Sede frente a la cada vez más poderosa casa real surgida de la descendencia de Isabel y Fernando, que pretende seguir instrumentalizando al Papa en favor de sus intereses.
En sus escritos, Erasmo rechaza eso que en las escuelas y universidades españolas se sigue llamando piadosamente la “política matrimonial de los Reyes Católicos”, obviando que sería esta descarnada estrategia de poder la que terminaría por colocar reinos distintos bajo una misma corona, cebando rebeliones como la de los Países Bajos. El fracaso de las ideas de Erasmo y el correlativo triunfo de las de Lutero iba más allá de la teología, puesto que desde el punto de vista político y jurídico significaba la puesta en cuestión del poder arbitral de la Santa Sede del que en última instancia dependían los privilegios concedidos a Castilla por el Papa Alejandro VI. El endurecimiento de la ortodoxia católica en los reinos que habían ido quedando bajo el poder de los descendientes de Isabel y Fernando gracias a la “política matrimonial” no respondía solo al fanatismo religioso del monarca reinante, por más que Felipe II fuera, en efecto, un fanático, sino también, y sobre todo, a la necesidad política de preservar el orden “internacional” en el que las bulas alejandrinas que concedieron la soberanía de las Indias a Castilla tenían validez. El Saco de Roma por parte de las tropas de Carlos V, en 1527, está relacionado con esta descomposición del orden cristiano, mientras que la rebelión de los Comuneros, también bajo su reinado, lo está con la destrucción del sistema institucional del reino de Castilla por parte de la usurpadora Isabel. Y todo junto, en resumidas cuentas, marcará fatalmente el destino de los pueblos originarios en las Indias, pero también el de los judíos, los moriscos, los conversos, los místicos, los iluminados, los quietistas, los novadores y, en definitiva, de cualquier hombre o mujer que pudieran ser considerados disidentes en alguno de los reinos europeos bajo la corona de los Habsburgo, para quienes el trono estaba indisolublemente unido al altar.
Una reparación
Con la rebelión de los Comuneros, en 1520, empezaría finalmente a fraguar el equívoco, el persistente quid pro quo por el que, cinco siglos después de la caída de Tenochtitlán, el presidente López Obrador consideraría oportuno dirigirse al rey Felipe VI para que en nombre de la España democrática nacida en 1978 ofreciera una reparación a los pueblos originarios por aquellos hechos remotos. De los Comuneros y su rebelión se dice en las escuelas y universidades españolas que representan una idea y la contraria, a falta de un acuerdo historiográfico revelador del error, o del silencio, desde el que la narración sacralizada del pasado español sigue enjuiciando el reinado de Isabel de Castilla. Movimiento protoliberal para los liberales, simple revuelta nobiliaria para la derecha, revolucionarios sociales para la izquierda, europeístas para Madariaga o demócratas avant-la-lettre para los historiadores que quisieron fundar en su ejemplo un nacionalismo castellano en los comienzos de la Transición, lo cierto es que, como señala con acierto José Antonio Maravall, los Comuneros se ven abocados a la rebelión contra Carlos V porque las Cortes que debían canalizar institucionalmente sus demandas fueron abolidas tras la guerra civil en la que tomaron partido a favor de Juana, y contra Isabel. De todos los reinos bajo el Imperio de los Habsburgo, es decir, bajo el inmenso poder que concedía a una dinastía concentrar sobre su cabeza varias coronas, Castilla era el único que carecía de instrumentos legales para oponerse a que el monarca que compartía con otros reinos, en Europa y en las Indias, utilizase los recursos tomados mediante los impuestos para financiar lejanas campañas militares, u otras necesidades de la Casa reinante. Es por eso por lo que Carlos V sólo puede sofocar la rebelión cuando se compromete, entre otras cosas, a que su heredero, Felipe II, se establezca de forma permanente en Castilla, gobierne en lengua castellana y se rodee de consejeros oriundos de este reino. Es decir, cuando ofrece garantías de que el Imperio de los Habsburgo se gobernará desde Castilla, como solución de compromiso para paliar la ausencia de unas Cortes a través de las que limitar y controlar el poder real.
Las corrientes nacionalistas del siglo XIX en las que, aunque con retraso, España no dejará de participar, procedieron a sustituir definitivamente lo que Eric Vogelin, autor de Las religiones políticas, llamaría el centro sagrado, es decir, el mito fundacional, trascendente, del que procede la legitimidad del poder. La máxima de “todo para el pueblo pero sin el pueblo” permitiría prolongar el principio dinástico por un breve espacio de tiempo tras el triunfo de las ideas ilustradas, pero al precio de privar a los sistemas monárquicos de la legitimidad trascendente que, por su parte, había venido aportándoles la gracia de Dios. Ese vacío es el que ocupará el moderno concepto de nación, convertido, siempre según Vogelin, en el nuevo centro sagrado en torno al que se articularían unas comunidades políticas también nuevas, las comunidades nacionales, delineadas a través de narraciones que daban cuenta de sus orígenes y de sus vicisitudes a lo largo del tiempo. En esas narraciones, y en virtud de que en el nuevo centro sagrado la nación ocupa ahora el lugar de Dios, la historiografía del siglo XIX reescribirá el pasado respetando los hechos en cuanto tales, pero redefiniendo los sujetos que los protagonizaron. Así, por ejemplo, y a efectos de la historiografía del siglo XIX, en la batalla de Mülhberg no se habrían enfrentado los católicos y los luteranos, como sostenían las crónicas de la época, sino los españoles y los alemanes, resultado de subrogar unos sujetos en otros.
La conversión retrospectiva de los católicos en españoles y de los alemanes en luteranos no pudo por menos que incidir en el sentido de los hechos, de manera que la batalla de Mülhberg dejó de interpretarse como un episodio vinculado a las convulsiones religiosas de la época y se transformó en un choque entre dos naciones necesariamente delimitadas por fronteras geográficas, y extranjeras entre sí. En el caso de España esto fue posible porque la narración sacralizada de su pasado incurrió en un deslizamiento semántico, fruto de la redefinición de los sujetos que llevó a cabo el nacionalismo. A causa de ese deslizamiento, de ese quid pro quo, el hecho de que el Imperio de los Habsburgo se gobernara desde Castilla se transformó en un hecho distinto y de más que dudosa veracidad, y es que Castilla, y por extensión, España, tuviera jamás un Imperio. Llevando las cosas al extremo, se podría sostener que por las mismas razones que López Obrador solicitó de Felipe VI un desagravio hacia los pueblos originarios, podría también habérselo solicitado a los gobiernos de Baviera, Renania, Países Bajos o Nápoles, reinos y ciudades que al iniciarse la Conquista eran parte del Imperio de los Habsburgo que los gobernaban, no de ningún Imperio español. Con esto, no se justifica ni se exculpa la brutalidad empleada por los conquistadores contra los pueblos originarios. Antes por el contrario, se subraya la importancia de la pregunta de qué hacer cuando, sin duda con las mejores intenciones, las políticas de memoria rehabilitan el nacionalismo y ponen en cuestión principios esenciales para las democracias, como el de igualdad ante la ley. La respuesta no es sencilla, si es que existe una respuesta. Sin embargo, tal vez sea suficiente recordar que en 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, Albert Camus se preguntó quién la había ganado y quién la había perdido. En su respuesta, Camus no habló de Francia y Alemania, sino de los hombres libres y de los partidarios de la tiranía, y celebró la victoria de los primeros, sin importar el país al que pertenecieran. De igual manera, la victoria que se debería conmemorar a los quinientos años de la caída de Tenochtitlán no sería la de los descendientes de los conquistadores ni la de los descendientes de los pueblos originarios. La victoria, la única victoria de la que el presente podría obtener una lección inolvidable del pasado, sería la de quienes, a la vista de los “crímenes y atropellos” a los que se refería la carta de López Obrador, y conscientes de que la igualdad ante la ley es irrenunciable y de que las culpas de los antepasados no son exigibles a los descendientes, se conjurasen para impedir que Tenochtitlán sea de nuevo destruida y nada parecido vuelva a suceder. Nunca, en ningún tiempo, en ningún lugar.
*José María Ridao es escritor y diplomático. Su último libro publicado es ‘Cuadernos de Malakoff’ (2024, Galaxia Gutenberg).