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No completamente solas

La autora norirlandesa Maggie O’Farrell, en la imagen, encarnaba para Almudena uno de los mejores ejemplos de la literatura valiente escrita por mujeres

“Nos quedamos más solas, pero no completamente”. Es un mensaje que nos enviamos la escritora Edurne Portela y yo una mañana de finales de noviembre de 2021. Era el día del entierro de Almudena Grandes en el Cementerio Civil de Madrid. Cada una desde su concepción de la literatura, nos dijimos que mantendríamos el compromiso. Qué compromiso. Eso no lo escribimos en aquellos mensajes. Tampoco hacía falta.

A Almudena le había gustado mucho Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017), la primera novela de Edurne. Lo contó una tarde en la librería Alberti de Madrid. Ella narraba los libros ajenos, su trama, el análisis formal, el tono, la atmósfera, con un entusiasmo tan arrollador que pareciera que hubiéramos escrito las aventuras de su admirado Ulises. Era una lectora voraz y sagaz que contagiaba su entusiasmo a cualquiera. Sabía reconocer la potencia de una historia, el buen manejo de la emoción, las apuestas narrativas a favor de las novelas y, ahora pienso, más que nada, la valentía en los libros.

Le gustaba la escritura de Aixa de la Cruz y la osadía de Cristina Morales en Terroristas modernos (Candaya, 2017). Esa tarde en la librería, compró el último libro de la escritora irlandesa Maggie O’Farrel, Sigo aquí (Libros del Asteroide, 2019). “Este no lo he leído, qué bien, hay que leer a Maggie”, me dijo. Y me obligó a llevarme Zuleijá abre los ojos (Acantilado, 2019), de la rusa Gúzel Jajina. Todos estos libros tienen algo en común, son novelas escritas por mujeres contemporáneas que levantan universos de ficción donde habitan personajes indóciles. Páginas donde se cuentan historias que no han sido contadas, donde mujeres de diferentes procedencias y tradiciones, en diferentes idiomas, herederas de distintas culturas, escriben, narran, relatan, fabulan y arriesgan en su punto de vista, y esa encrucijada literaria frente a la pantalla en blanco, hoy sigue teniendo algo de rompedora y de política. No dejaba de sorprenderme que ella nos hubiera leído. Que supiera perfectamente cuáles eran nuestras mejores líneas. Que estuviese atenta a las literaturas de mujeres de una generación posterior. Que nos arropase, nos ayudase y defendiese y, sobre todo, que admirara con sinceridad la escritura temblorosa de esos primeros libros. Nunca le hablé de mi segunda novela y no llegó a leerla. Soy consciente de que pocas lectoras más allá de Almudena me habrían devuelto una crítica más honesta. Me quedé sin saber esa verdad.

Nombrando el canon

Decía la escritora Lara Moreno en una columna de aquellos días del noviembre pasado que mucho antes de que las demás gritáramos por nuestra igualdad, Almudena ya estaba ahí, en las mesas de novedades de las librerías, junto a todos ellos.

Y mucho antes de que yo soñara con publicar un libro, tuve en mis manos Las edades de Lulú, que leía a escondidas de mis padres con catorce o quince años. Igual que yo, le he escuchado esto o leído a otras escritoras como Elvira Navarro, Elisa Ferrer o Bárbara Blasco, toda una generación de mujeres de este país supimos algo del sexo y de las infinitas posibilidades de la escritura a través de aquella novela. Supimos algo más de nosotras y del país que íbamos a habitar.

Todo eso se llama abrir camino.

Y Almudena nos abrió camino en muchas direcciones. Lo hizo desde el compromiso con la libertad de la creación, desde la libertad de opinión

Y Almudena nos abrió camino en muchas direcciones. Lo hizo desde el compromiso con la libertad de la creación, desde la libertad de opinión, desde la posibilidad de una militancia ideológica y desde la alegría de dedicarse a uno de los oficios más hermosos del mundo.

En una entrevista de televisión de 1998, la escucho asegurar que no hay literatura de mujeres, que ese solo es nuestro punto de partida. Igual que hay literatura de personas que escriben marcadas por otra arista cualquiera de la identidad. Igual que ella era de Madrid y desde ahí construía sus ficciones. Pero defendía ya entonces que la literatura escrita por mujeres no podía identificarse como aquella que estaba en frente de “la literatura normal”, es decir, de la que escribían ellos. Me pregunto por la vigencia hoy de esa etiqueta y de su significado. De si hemos superado la brecha. Porque a pesar de que las librerías se llenan de nombres de autoras, todavía, lo magistral, lo rotundo lo siguen escribiendo ellos y son ellos los que siguen nombrando el canon.

Hablaba Almudena entonces de un techo de cristal difícil, que va más allá de los títulos y que hemos heredado a través de la cultura. Si escribir es mirar el mundo y contar lo que una ve, la mirada del hombre continúa siendo universal, emocionante para todos, mientras que la de las mujeres sigue siendo un subgénero, y emocionante, sobre todo, para nosotras. Porque eso, a pesar de los libros que publiquemos, a pesar de los temas de los que comenzamos a escribir, es el reto que ella señaló y que seguimos teniendo por delante. Que se nos lea sin la sombra de nuestro género encima de esas páginas. Que nuestro punto de partida sencillamente se incorpore y pueda describir las distintas realidades de las que todos y todas participamos.

Las velocidades a las que la discriminación sobre las mujeres se retira de sus vidas es diferente según las geografías. Pero la literatura hace posible la empatía con lo ajeno, a través de la palabra, de la mirada, para reconocernos sujetas por la misma cuerda. A veces, más apretada; a veces, menos visible. Una de las alegrías más grandes que yo tengo es compartir lecturas con alguien que escribe, descubrirnos autoras nuevas u olvidadas, leernos esas páginas donde al fin podemos reconocernos. Por eso, es importante que alguien que ya ha llegado, como hizo Almudena conmigo, decida tenderte la mano.

La tarde en que se fue, yo estaba escribiendo sola en casa. Me llegó un mensaje y pasaron horas hasta que pude levantarme de la silla. Se me cayó la noche encima, en silencio, la casa se quedó a oscuras. Ese día, imprimí una fotografía que me pareció cargada de significados sobre lo que significa ser mujer y escribir. La colgué con una chincheta en mi despacho. En esa imagen, sale Almudena escribiendo en un ordenador, concentrada; a su lado, está su hijo, que tendrá unos cuatro o cinco años, y mira a la cámara. Siempre hay algo, cuando escribo, que la trae de vuelta a mi lado. Me dijo algo de mi primera novela acerca de todas las decisiones que yo había tomado al escribirla. Ahora, cada vez que decido algo, cuando no es la intuición la que trabaja, pienso: ¿estaré acertando, Almudena? Quisiera preguntarle por la literatura, por cómo lo hizo, por cómo se acierta siempre. Pero, a veces, siento que también quisiera preguntarle por la vida. ¿Me estoy equivocando, compañera?

Hace un par de días, en A Coruña, dos hermanas se acercaron a mí. Me habían conocido a través de Almudena. Eran lectoras suyas que yo heredaba sintiendo que nunca voy a responder a su ausencia. Lamento siempre no estar a la altura de sus lectores. Porque mi forma de construir las páginas es muy diferente a la suya. Pero ellas me dijeron algo: es la forma de mirar a la vida y a la historia, eso está. Supongo que ese es el compromiso.

Ciertamente, aquel día, nos quedamos un poco más solas, más huérfanas antes de tiempo, un poco más a oscuras, pero no completamente. Porque seguiremos hablándonos de los buenos libros que escriban las compañeras de este camino incierto y, muchas horas solitario, que es la literatura.

Verano y humo

Verano y humo

Con la camaradería que solamente pueden tener dos que se dedican a doblegar el tiempo a través de la escritura, a darse más vida, más amor, más aventura. Cada una en sus páginas. Comprometidas cada una a su manera con este oficio que fue el suyo. Seguiremos leyéndonos. Y contándonos.

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Aroa Moreno es autora de dos novelas, La hija del comunista (Caballo de Troya), y La bajamar (Random House)

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